La Iglesia necesita abrirse al exterior, y evitar cerrarse sobre sí misma
Un fantasma peligroso acecha al cónclave que elegirá al sucesor del papa Benedicto XVI tras su renuncia al cargo, por faltarle “las fuerzas físicas y espirituales” para seguir gobernando a la Iglesia Católica. Cada hora aparecen, sin embargo, nuevos posibles motivos de esa renuncia, basados en dolorosos y escandalosos hechos perpetrados por eclesiásticos que habrían contribuido a que el Papa saliese de escena dejando el puesto a alguien con mayor vigor físico y mejores cualidades de gestión del complejo gobierno de la Iglesia.
Un fantasma peligroso acecha al cónclave que elegirá al sucesor del papa Benedicto XVI tras su renuncia al cargo, por faltarle “las fuerzas físicas y espirituales” para seguir gobernando a la Iglesia Católica. Cada hora aparecen, sin embargo, nuevos posibles motivos de esa renuncia, basados en dolorosos y escandalosos hechos perpetrados por eclesiásticos que habrían contribuido a que el Papa saliese de escena dejando el puesto a alguien con mayor vigor físico y mejores cualidades de gestión del complejo gobierno de la Iglesia.
El fantasma que empieza a vislumbrarse, y que podría acabar siendo peligroso para una renovación verdaderamente profética de la Iglesia en crisis, podría llamarse “victimismo”. La Iglesia se sentiría víctima, tanto de sus enemigos externos, los que la odian, según ella, como de los enemigos internos, los eclesiásticos corruptos y depravados.
Y es ese victimismo el que podría llevar a los cardenales, atenazados por el miedo y por un cierto desconcierto, a cerrar filas en una operación de defensa, levantando muros, acelerando procesos y condenas y refugiándose en la severa doctrina tradicional.
Y es sabido que hasta en una guerra, si sólo se plantea frente al enemigo una estrategia defensiva, puede acabar haciéndole perdiendo posiciones, cerrándose en las trincheras, en vez de lanzarse con coraje a la conquista de nuevos territorios. La comparación con la guerra puede no ser un buen ejemplo para analizar las estrategias de la Iglesia, pero lo cierto es que existe en este cónclave el peligro del fantasma del victimismo.
Nada se construye de nuevo y arriesgado bajo las garras del miedo, ni en la vida personal, ni en la de las instituciones.
El miedo, la vergüenza, la humillación, que en este momento están acosando a la Iglesia como institución podría alejar a los cardenales de buscar una alternativa profética, capaz de sacar a la luz las ideas más revolucionarias y osadas del Concilio Vaticano II, para darle una nueva fuerza evangélica.
Esto es lo que quizás no entiendan algunos cardenales que, me consta, están llegando a Roma preocupados más en parar los escándalos y acabar con las luchas intestinas de la Curia Romana, que con abrir la Iglesia a las nuevas exigencias del hombre posmoderno. Y esa postura puede llevarles a una elección equivocada.
Más que nunca, en este cónclave inédito con la presencia del Papa aún vivo, se debería escuchar a la comunidad cristiana mundial, no solo a la religiosa sino también a la seglar, así como a líderes ecuménicos de otras confesiones, cristianas o no, para saber qué es lo que el mundo que está en gestación, espera de una institución como la Iglesia, con gran peso global.
El miedo, el fantasma, que acecha al cónlave es que, con esas premisas de miedo y posiciones de defensa y de ataque, se pueda caer en la tentación de buscar un candidato al papado que, con mano militar, haga frente a los hechos que están poniendo en crisis la credibilidad de la Iglesia.
Todo eso es necesario, pero es al mismo tiempo es preciso entender que esos problemas que la Iglesia presenta de corrupción interna, no son otra cosa más que la consecuencia de su falta de apertura y de transparencia, de su escasa fuerza evangélica, de la poca presencia en su gobierno de cristianos proféticos capaces de colocar aquella levadura del evangelio que la haga fermentar y crecer.
De ahí que la primera medida sería la de devolver la voz a los teólogos profetas que fueron condenados al silencio para, junto con ellos, pergeñar una Iglesia no tanto para defenderse de los ataque externos e internos, sino para abrir nuevos caminos de esperanza para una humanidad que busca también ella nuevos horizontes ya que los antiguos se le han quedado viejos. Justamente como a la Iglesia.
Si en vez de liberar la inteligencia de la Iglesia, que fue encadenada por condenas y excomuniones fuera del tiempo, la solución que busca el cónclave fuera la de echar nuevos cerrojos en una operación defensiva, la renuncia, de alguna forma profética, del papa Ratzinger, habría sido en vano.
La Iglesia necesita más que nunca, precisamente porque está acosada y en crisis, un nuevo papa, que como Juan XXIII, proclame la necesidad de que se abran las ventanas para que entre aire nuevo y pueda la Iglesia recoger el testigo de un Concilio Vaticano II que intentó abrir un diálogo con la Humanidad y que acabó cerrando ventas y puertas. En la oscuridad y las tinieblas de esa falta de diálogo y de transparencia habría que buscar el motivo de los males que hoy la aquejan y avergüenzan. Y no al revés.
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