Al empezar esta semana en que se va a culminar el hecho insólito de que que se declare en la Iglesia Católica la Sede Vacante, sin que haya precedido la muerte previa del Papa, dejamos constancia en nuestra página del comentario de un filósofo italiano, Paolo Flores D’Arcais, que en el año 2000 sostuvo un contraste público muy famoso con el cardenal Ratzinger. De él habla con respeto, pero poniendo de relieve el profundo significado que implica su gesto de renuncia. Gesto que Ratizinger acaba de definir consecuencia de una invitación de Dios a “subir al monte“.
Un lugar para un papa emérito
El gesto de Ratzinger es de un coraje tal que muchísimos purpurados y poderosos monseñores de la curia lo consideran más bien temeridad
Vista del monasterio Mater Ecclesiae, la residencia que Benedicto XVI ha elegido para vivir tras su renuncia, y de la Basílica de San Pedro. /SAMANTHA ZUCCHI (EFE)
“No hay lugar para un papa emérito”, declaraba secamente Karol Wojtyla en una fecha tan cercana como 1994; por el contrario, resulta que va a haber un papa emérito, a partir de las 20 horas del 28 de febrero de 2013, con efectos en cadena para la Iglesia católica cuyo alcance resulta imposible calibrar. El gesto realizado por Joseph Ratzinger, que dentro de dos semanas será simplemente ex Benedicto XVI, es de un coraje tal que muchísimos purpurados y poderosos monseñores de la curia lo consideran más bien temeridad, y algunos incluso una señal de debilidad rayana en la ligereza.
Se trata, en efecto, de un gesto que tendrá el excepcional efecto histórico de desacralizar la figura del pontífice, equiparándola, en el futuro próximo del imaginario de los fieles, con la de un gran jefe religioso pero nada más. Paradójico resultado de la decisión de un papa que puede presumir, en cambio, como máximo logro (desde su punto de vista, obviamente), de haber llevado a cumplimiento la normalización de la Iglesia postconciliar en sentido tradicionalista, ya iniciada por Wojtyla.
El Papa, en efecto, no es solo, como se dice a menudo, el último soberano absoluto, porque no han faltado soberanos absolutos que hayan abdicado. El Papa es o, mejor dicho, era hasta ayer, un soberano absoluto dotado para sus creyentes de un carisma radicalmente incomparable, el de ser el vicario de Cristo en la Tierra, el sustituto en el más acá de la segunda persona de la Santísima Trinidad, un vice-Dios, en definitiva. Pero un ex vice-Dios es un contrasentido, y el papa de Roma acabará por convertirse, de forma inevitable, tan solo en el “primado” de una Iglesia, exactamente igual al arzobispo de Canterbury, que es “primus inter pares”, si bien con un número de fieles infinitamente mayor.
Doble paradoja, porque de esta manera viene a dar la razón a su antagonista histórico, Hans Küng, y a los más progresistas de los padres del Concilio Vaticano II, cuyo influjo y recuerdo Ratzinger ha conseguido borrar, pero sobre todo porque con su dimisión ha infundido en el solio de Pedro ese “desencanto del mundo” que caracteriza a la modernidad secularizada y que su pontificado, bien al contrario, se ha esforzado desaforadamente por combatir, y con significativos éxitos oscurantistas incluso (el reconocimiento de un Habermas, por ejemplo).
En definitiva, de ahora en adelante podrán convivir en la Iglesia católica un papa emérito y un papa-papa, este último en la plenitud de sus funciones, desde luego (dando por buena la hipótesis de que el expapa lleve realmente una vida de clausura), pero desprovisto ya de su carisma de entidad sacra, perdida para siempre.
¿Por qué ha optado, pues, Benedicto XVI por un gesto tan radical, de cuyas consecuencias no podía no ser plenamente consciente? ¿Qué le ha llevado a subvertir la solución tradicional, que parecía inquebrantable, de “encomendarse a Dios” incluso en la más extrema debilidad física, con la certeza de que el Espíritu Santo supliría las incapacidades humanas del Pastor? La larguísima agonía de Wojtyla —decisiva en el proceso excepcional para hacerlo “¡santo de inmediato!”— fue un ejemplo radical y recientísimo de tal confianza estándar en el auxilio de la divina providencia, que parecía irrevocable.
Al subrayar, en cambio, su propia incapacidad, Ratzinger ha introducido en la valoración de lo que supone “el bien de la Iglesia” un humanísimo cálculo racional que replantea de hecho la sobreabundancia de los dones del Espíritu Santo, cuya especialísima asistencia al Sumo Pontífice garantiza nada menos que su sobrenatural infalibilidad cuando habla ex cathedra. Con la ulterior paradoja de que este rasgo de sensatez mundano ha sido tachado, a media voz, de cobarde fuga de sus responsabilidades precisamente por parte de Sus Eminencias más mundanas y “chanchulleras”.
Y eso sin olvidar, en passant, que si el gesto de Ratzinger manifiesta modestia, habría que juzgar como arrogancia el comportamiento ostentosamente opuesto de Wojtyla, dilema que solo puede evitarse con el recurso hipócrita al pensamiento único, que cuando se trata de un papa cualquiera da rienda suelta a su aliento solo para el servil encomio y como sucedáneo del beso en la zapatilla, pero que no podrá esquivarse eternamente.
¿Por qué, pues, este gesto de inenarrable riesgo y peligrosidad? Benedicto XVI lo ha dicho con una claridad que prefiere obviarse: para ser papa “también es necesario el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Subrayo “espíritu”, porque es la clave de la renuncia de Ratzinger, que se declara “muy consciente de la gravedad de este acto”.
¿En qué sentido puede estar declarándose Benedicto XVI “incapaz de ejercer” el ministerio de san Pedro hasta tales extremos? Bajo su guía, la Iglesia jerárquica ha adquirido mayor unidad que nunca, alejándose de desgarros entre “progresistas” y “conservadores” —la última voz ajena al coro ha sido la del cardenal Martini—, y la homogeneidad doctrinal de los episcopados nunca ha sido tan inoxidable. Y también en lo referente el “mundo” puede presumir el Papa teólogo de logros no desdeñables. Ya hemos citado los elogios de Habermas (hoy por hoy el filósofo laico por excelencia), y podríamos añadir la fascinación que despierta en intelectuales à la page de la muy laica París, Julia Kristeva in primis (pero la lista es larga y deprimente), así como el inesperado éxito que ha alcanzado la crítica antiilustrada de Ratzinger cuando ha propuesto a los no creyentes que acepten el principio “sicut Deus daretur” —que todos se comporten como si Dios existiera— porque sin Dios, y sin el fundamento ético que a él subyace, es la sociedad occidental entera la que se encamina hacia el colapso.
Queda por lo tanto una sola “incapacidad” por la que Benedicto XVI puede haber recitado el “mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa”: la administración de la Iglesia en el sentido más estrictamente curial del término. Las reyertas entre cardenales que han trasformado las galerías del Vaticano en un nido de víboras, la guerra entre facciones que, entre los frescos de Miguel Ángel y de Rafael, hace que reluzcan los puñales y actúen los venenos, bajo la forma letal de los dosieres y de eminentísimas maquinarias de enfangar.
Dos son, sobre todo, las “suciedades” de la Iglesia (por usar el término de Ratzinger en el vía crucis de 2005) que alimentan las pugnas entre los birretes rojos: el escándalo de los curas pedófilos y el de la banca vaticana (IOR). Sexo y dinero, “auri sacra fames” y “hominum divomque voluptas”, las sempiternas seducciones de Mammón, ante las que la púrpura, símbolo de disponibilidad al martirio, debería suponer una perfecta inmunización.
Y fue precisamente la decisión de Ratzinger, por mucho que se planteara de forma circunspecta y gradual, de destapar el bote de iniquidad de la pedofilia, y la más cauta incluso y apenas esbozada de sustraer el IOR al circuito de la “finanza canalla” (la coraza de corrupción y reciclaje mafioso) lo que desencadenó monstruosas resistencias que dieron vía libre al molinete de las maquinaciones. Por lo demás, el único motivo de desacuerdo que Ratzinger tuvo con Wojtyla se refería precisamente a la pedofilia (y al caso, no idéntico aunque estrechamente relacionado, de los potentísimos Legionarios de Cristo y de su jefe, el tristemente famoso Marcial Maciel Degollado, a quien no por casualidad “fulminó” Ratzinger nada más subir al solio pontificio), asunto sobre el que el cardenal del ex Santo Oficio insistió al papa polaco para llevar a cabo un radical giro copernicano en aras de la severidad y la transparencia. Sin éxito, derrotado por una curia que, a esas alturas, tenía a su merced a un papa en sus últimos años, incapaz de gobernar debido al agravamiento de su enfermedad. Espectro que sin duda ha jugado a favor de la decisión actual de Benedicto XVI.
Vatileaks, el escándalo de filtraciones de documentos reservados, no es más la punta del iceberg, lo que hemos podido llegar a conocer nosotros, los comunes mortales, pero Benedicto XVI ha podido abrazar el iceberg por entero, en su devastadora amplitud, y el informe de los cardenales Herranz, Tomko y De Giorgi debe haberle dejado literalmente desolado. Sobre todo porque en todas las nauseabundas intrigas que “desfiguran el rostro de la Iglesia” está siempre metido hasta el cuello su más estrecho colaborador desde los tiempos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Tarcisio Bertone, potentísimo secretario de Estado, que en cuanto a “individualismos y rivalidades” y vano orgullo de quienes “buscan el aplauso y la aprobación”, otras “suciedades” estigmatizadas por Benedicto XVI durante su reciente homilía del Miércoles de Ceniza, no conoce rival en los palacios apostólicos. Hasta tal punto de que ha asumido el pleno dominio de las finanzas vaticanas, desbancando de la comisión que lo controla al cardenal Attelio Nicora, el hombre de la apertura (por tímida que fuera) hacia la transparencia, colocando así con inaudita arrogancia al próximo papa frente al hecho consumado.
En el destructivo enfrentamiento en curso entre facciones prelaticias Benedicto XVI no se ha sentido capaz de escoger. Entre otras cosas, porque no es que las “consorcios” rivales de Bertone brillen por su santidad (su predecesor y archienemigo, el cardenal Sodano, ha sido uno de los protectores históricos de Maciel, por ejemplo). Benedicto XVI, frente a tal desbordamiento subterráneo de la “suciedad” de la Iglesia se ha rendido, confesando su propia incapacidad, escogiendo la única vía que sigue pareciéndole eficaz, la oración.
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