“La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo“. Así se expresaba Pablo VI en la sesión pública de la clausura del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, hace 47 años.
Y presumo que la mención de aquella parábola de Jesús –en la que el sacerdote y el levita del templo pasan de largo ante el herido y un samaritano hereje o pagano, lleno de compasión, cuida de él hasta que se cura– pudo resultar para muchos padres conciliares tan provocadora como para el piadoso escriba que escuchaba a Jesús.
Es como si el papa les dijera: “Hermanos, el mundo moderno es como ese caminante herido, ante el que tanto tiempo hemos pasado de largo, como si estuviera perdido y nos fuera a contaminar. Pues dejémonos contaminar. Es hora de que pasemos del templo y de los dogmas a la misericordia y la compasión de los heridos. Curemos heridas. Pero no solo eso, hermanos. No solo hemos de acercarnos al mundo moderno para curar sus heridas, sino también para aprender de él y tal vez dejarnos curar, pues también nosotros estamos heridos. Somos hermanos heridos de todos los heridos del mundo, del mundo en el que somos, del mundo que somos. Su camino es nuestro camino. Sus fracasos son nuestros fracasos. Sus éxitos, nuestros éxitos. Pero el mundo moderno también es tal vez como ese samaritano que llevamos siglos condenando como impío y enemigo. Esta parábola nos provoca, hermanos. No nos humilla, pero sí nos invita a una gran humildad: he aquí que a ese samaritano heterodoxo o increyente se nos pone como modelo. La espiritualidad del samaritano y una inmensa simpatía: ésta es, hermanos, mi conclusión del Concilio”.
No es que Pablo VI fuera un Hans Küng, el teólogo más joven y crítico del Concilio. Aquel papa no era ni siquiera un Rahner o un Congar, mucho más moderados. Y a veces la duda y el miedo se apoderaban de él y entonces se aferraba a la tradición y apelaba a su autoridad absoluta, pensando que así salvaba a la Iglesia (como muy pronto se vería, por ejemplo, en su lamentable decisión de imponer la Humanae Vitae, la prohibición de todos los medios “artificiales” de anticoncepción, contra el parecer de los teólogos expertos y contra el episcopado de no pocos países).
Pero aquel hombre creía en el Espíritu, alma del ser humano y de todos los seres. Y el Espíritu universal le ensanchaba la mente y el corazón. De modo que prosiguió en su alocución: “Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno (…). El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no solo han sido respetados, sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas”. Y a quienes (el actual papa entre otros), ya antes de la clausura del Concilio, expresaban reticencias sobre su resultado final y lamentaban que se hubiera limitado a proclamar un mero humanismo, Pablo VI les dijo: “Nuestro humanismo se hace cristianismo. Para conocer a Dios es necesario conocer al hombre. Hay que enseñar a amar al hombre para amar a Dios”.
¡Cómo han cambiado, 47 años después, la letra y la música, el mensaje y el tono de las declaraciones de la jerarquía eclesiástica! ¡Ojalá nos hablaran así los obispos! ¡Ojalá hablara así el portavoz de la Conferencia Episcopal Española! ¡Ojalá recuperara la Iglesia esta fe en el mundo moderno, esta fe en los hombres y mujeres de hoy, esta fe en el Espíritu que habita en todas las criaturas, y sufre y goza con ellas, en ellas! ¡Ojalá recuperara la Iglesia la fe en su fe, y se pareciera a Jesús! ¡Ojalá percibiéramos en cada una de sus palabras, y también en su rostro y su tono, una huella amable del Misterio de Dios que no es sino eso: la simpatía universal que todo lo transforma, sana, salva.
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