La Navidad es siempre oportunidad de volver al cristianismo originario. En primer lugar, existe el mensaje de Jesús: la experiencia de Dios como Padre con características de madre, el amor incondicional, la misericordia y la entrega radical a un sueño: el del Reino de Dios. En segundo lugar, existe el movimiento de Jesús: de aquellos que, sin adherirse a alguna confesión o dogma, se dejan fascinar por su saga generosa y radicalmente humana y lo tienen como una referencia de valor. En tercer lugar, están las teologías sobre Jesús, contenidas ya en los evangelios, escritos 40-50 años después de su ejecución en la cruz.
Las comunidades subyacentes a cada uno de los evangelios elaboraron sus interpretaciones sobre la vida de Jesús, su práctica, su conflicto con las autoridades, su experiencia de Dios y sobre el significado de su muerte y resurrección. Sin embargo, cubren su figura con tantas doctrinas que resulta difícil saber quién fue realmente el Jesús histórico que vivió entre nosotros. Por último, existen las Iglesias que intentan llevar adelante el legado de Jesús, una de ellas, la católica, que reivindica ser la única verdadera guardiana de su mensaje y la intérprete exclusiva de su significado. Tal pretensión hace prácticamente imposible el diálogo ecuménico y la unidad de las Iglesias a no ser mediante la conversión.
Hoy tendemos a decir que ninguna Iglesia puede apropiarse de Jesús. Él pertenece a la humanidad y representa un don que Dios ofreció a todos, de todos los rincones de la Tierra.
Tomando como referencia a la Iglesia Católica, notamos que, en su milenaria historia, dos tendencias, entre otras menores, alcanzaron gran desarrollo. La primera se funda mucho en la culpa, en el pecado y en la penitencia. Sobre tales realidades planea el espectro del infierno, del purgatorio y del miedo.
Efectivamente, podemos decir, que el miedo fue uno de los factores fundamentales en la penetración del cristianismo, como lo mostró J. Delumeau en su clásico El miedo en Occidente (1989). El método en tiempo de Carlomagno era: conviértete o serás por el filo de la espada. Leyendo los primeros catecismos hechos en América Latina como el primero de Fray Pedro de Córdoba Doctrina Cristiana (1510 y 1544), se ve claramente esta tendencia. Comienza con la descripción idílica del cielo y después la terrorífica del infierno «donde están todos vuestros antepasados, padres, madres, abuelos y parientes… y adonde iréis todos vosotros si no os convertís». Hoy día todavía hay sectores de la Iglesia que manejan estas categorías del miedo y del infierno.
Otra tendencia, más contemporánea, y pienso que más próxima a Jesús, pone el énfasis en la compasión y en el amor, en la justicia original y en el fin bueno de la creación. Entiende que la historia de la salvación se da dentro de la historia humana y no como una alternativa a ella. De ahí surge un perfil de cristianismo más jovial, en diálogo con las culturas y con los valores modernos.
La fiesta de Navidad se liga a esta última tendencia del cristianismo. Lo que se celebra es un Dios-niño, que está llorando entre la vaca y el buey, y que no mete miedo ni juzga a nadie. Es bueno que los cristianos vuelvan a esta figura. Arquetípicamente representa al puer aeternus : el eterno niño que, en el fondo, nunca dejamos de ser.
Una de las mejores discípulas de C. G. Jung, Marie-Louise von Franz, analizó en detalle este arquetipo en su libro Puer Aeternus (Paulinas 1992). Posee cierta ambigüedad. Si ponemos el niño detrás de nosotros, desencadena energías regresivas de nostalgia de un mundo que ya pasó y que no fue totalmente superado e integrado. Continuamos siendo infantiles.
Pero si colocamos el niño eterno delante de nosotros entonces suscita en nosotros renovación de vida, inocencia, nuevas posibilidades de acción que corren en dirección al futuro.
Estos son, pues, los sentimientos que queremos alimentar en esta Navidad en medio de una situación sombría para la Tierra y para la humanidad. Sentimientos de que todavía tenemos futuro y de que podemos salvarnos porque la Estrella es magnánima y el puer es eterno y porque él se encarnó en este mundo y no permitirá que se hunda totalmente. En él se manifestó la humanidad y la jovialidad del Dios de todos los pueblos. Todo lo demás es vanidad.
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