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miércoles, 21 de noviembre de 2012

La crisis del clero José M. Castillo, teólogo

La noticia circula por la red. Y es tema de cometarios preocupados y preocupantes. Se trata de esto: por cada 10 sacerdotes que mueren en Europa, se ordena de presbítero 1 seminarista.
A este paso, si no se produce muy pronto un milagro impensable, ¿qué futuro le espera a la Iglesia en el continente donde reside el centro de la cristiandad y que ha difundido la fe por todo el mundo? Insisto: si las cosas no cambian muy pronto, de aquí a diez años, el catolicismo será un residuo histórico, una curiosidad del pasado, reducida a casi nada, y que se recordará como ahora recordamos los tiempos antiguos, cuando a los herejes se les quemaba en la plaza pública o los esclavos se compraban en el mercado.
Por supuesto, es posible que estas estadísticas no se ajusten exactamente a la verdad de los hechos, por igual y en todas partes. Eso, sin duda, puede suceder. Y seguramente sucede. De hecho, el Vaticano y la Conferencia Episcopal difunden, de vez en cuando, informaciones que aseguran un aumento de vocaciones en la Iglesia. Y puede ser que, algún que otro año, eso sea cierto. En todo caso, hay hechos que nadie me puede negar. Hace más de quince años, hablé detenidamente con un sacerdote francés que, ya entonces, me dijo que era párroco de cuarenta parroquias.
Y conste que, ante mi asombro, me insistió: “Sí, ha oído Usted bien. Hablo de cuarenta parroquias”. Y añadió: “A lo más que alcanzo, los fines de semana, es a poder decir siete misas”. Ahora, hace pocos días, un cura amigo, que ha estado en la vendimia del sur de Francia, con trabajadores de su pueblo, me contaba la impresión que le ha hecho ver que los párrocos son casi todos africanos, venidos del Congo, o rumanos que han huido de la penosa situación de su país.
Las consecuencias, que todo esto arrastra, le llaman la atención a cualquiera. Por ejemplo, es notable la cantidad de iglesias y conventos que se están vendiendo, en Alemania, Holanda, Austria, Francia…, para dedicarlos a centros comerciales, salas de cultura, almacenes, hoteles, etc. En la mayoría de los conventos, lo que predomina son los ancianos y ancianas, mientras que los noviciados se han agrupado porque ya quedan pocos y además están medio vacíos. Y conste que los síntomas, que se palpan en Europa, se empiezan a notar en otros continentes, por ejemplo, en no pocos países de América Latina. Hoy, con el exceso de información que funciona por todas partes, este tipo de fenómenos nunca son estrictamente locales.
¿Quiere decir esto que la Iglesia se hunde y desaparece? No. Lo que quiere decir, por lo pronto, es que el tipo de sacerdotes, obispos y papas, que viene teniendo la Iglesia, desde hace un siglo, ya no sirve para estos tiempos y para la cultura dominante. Pienso que esto no es una hipótesis. Es un hecho, que ahí está, a la vista de todos. Es más, no se trata sólo del tipo de personas que ocupan esos cargos. El problema está en los cargos mismos. Quiero decir: la Iglesia se tiene que organizar de otra manera. Se les tiene que dar más poder de participación a los laicos. Más presencia a las mujeres. Más autoridad a las Conferencias Episcopales en el gobierno general de la Iglesia.
La Curia Romana tiene de cambiar de manera radical. El poder supremo, en la Iglesia, no puede seguir concentrado en un solo hombre, el papa. Está visto que de esa manera la Iglesia no puede ni aceptar en ella el complimiento de los derechos humanos. Muchos menos, el Evangelio. Por supuesto, debe modificarse el sistema económico de las diócesis y del Vaticano, que, cuanto antes, debe dejar de ser un Estado. Tiene que pensarse muy en serio si lo mejor para la Iglesia es mantener esa forma de presencia de pompa y boato que lleva consigo cualquier obispo, cualquier cardenal y no digamos si es que hablamos del Vaticano y del papado.
Todo eso, tal como lo ve la gente, no se parece, prácticamente en nada, a los que leemos en el Evangelio. Mientras la Iglesia no afronte en serio estas cuestiones, esto no tiene arreglo. Y, además, le queda poco tiempo. Sin olvidar que ninguno de los cambios, que acabo de mencionar, son cuestiones que tienen que mantenerse porque son verdades obligatorias de la fe cristiana. Todo lo contrario, si es que nos atenemos a la forma de vivir que escogió Jesús, tal como la relatan los evangelios.
¿Qué vendrá después, si lo que tenemos se hunde del todo? ¡Cualquiera lo sabe!

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