A estas alturas, nadie pone en duda que la crisis económica ha sido causada, en gran medida, por la corrupción moral de los responsables de la política y de la economía.
Por otra parte, hablar de corrupción es hablar de maldad. Ha sido gente corrupta, gente mala, la que ha provocado – y la que sigue provocando y manteniendo – el inmenso sufrimiento que estamos padeciendo. Sobre todo, el sufrimiento que están padeciendo las víctimas más castigadas por esta enorme desgracia que se nos ha venido encima. ¿Se puede decir, por tanto, que las “víctimas de la crisis” son, por eso mismo, “víctimas del pecado”?
Por otra parte, hablar de corrupción es hablar de maldad. Ha sido gente corrupta, gente mala, la que ha provocado – y la que sigue provocando y manteniendo – el inmenso sufrimiento que estamos padeciendo. Sobre todo, el sufrimiento que están padeciendo las víctimas más castigadas por esta enorme desgracia que se nos ha venido encima. ¿Se puede decir, por tanto, que las “víctimas de la crisis” son, por eso mismo, “víctimas del pecado”?
Sin duda alguna, habrá mucha gente que, al leer lo que estoy escribiendo, se llevará las manos a la cabeza. ¿Se puede decir mayor disparate? La crisis depende de la economía. El pecado es asunto de la religión. ¿Podemos afirmar tranquilamente que quienes han tenido – y tienen – responsabilidades en los desastres y desgracias, que nos está ocasionando la crisis, han sido (y son) personas que viven este complejo problema, no sólo como asunto de conciencia, sino además como una “ofensa que le están haciendo a Dios”? Está por demostrar que muchos de los que han provocado (y toman decisiones que prolongan) la crisis sean “delincuentes”. ¿Vamos a tener el atrevimiento (o el desvarío) de asegurar que, además de eso, son “pecadores”? ¿Se puede, ni siquiera, insinuar que el “delito” es lo mismo que el “pecado”? Las leyes humanas nos obligan a todos los ciudadanos. Las llamadas leyes divinas obligan en conciencia a quienes crean en eso: en Dios, en la religión, en la Iglesia, en los curas….
Ahora bien, por más extraño que resulte, todo lo que acabo de decir necesita ser matizado y corregido. Empezando por lo más elemental: ¿Qué es el pecado? ¿quién comete un pecado? ¿cuándo y cómo se comete un pecado? Se suele decir que un pecado es una “ofensa a Dios”, una “desobediencia a Dios”, una “ruptura de nuestra relación con Dios”. Pues bien, si esto efectivamente es así, la consecuencia lógica que de ello se sigue es que quien no cree en Dios, por eso mismo nunca peca, es más nunca puede pecar. Pero realmente ¿se puede llegar a semejante conclusión con la seguridad de estar en lo cierto?
Las religiones han enseñado, durante siglos, que así es en efecto. El cristianismo, sin embargo, introdujo (a partir de Jesús) una variante decisiva en cuanto a nuestra manera de entender a Dios y, por tanto, también en cuanto se refiere a nuestra relación con Dios, es decir, lo que rompe esa relación y lo que la restablece. Lo que en el cristianismo se llama la “encarnación de Dios” (Jn 1, 14), entraña en sí la “humanización de Dios”. Dios, en Jesús, “se despojó de su rango” y “se hizo como uno de tantos” (Fil 2, 6-7).
Lo cual quiere decir que, en Jesús, “lo divino” se fundió con “lo humano”. De manera que es, en lo humano, donde los humanos podemos encontrar a Dios. O, por el contrario, quien se desentiende del bienestar y de la felicidad de lo humano, ése es el que rompe con Dios. El que se porta así en la vida, sepa o no sepa lo que realmente le pasa, eso es lo que hace. El comportamiento humano, en el encuentro o el des-encuentro con el otro, se trasciende a sí mismo. Y lo que realmente hace es relacionarse bien con Dios o, en caso contrario, romper su relación con Dios.
El Evangelio es muy claro en este sentido. En el famoso relato del juicio final, según san Mateo (25, 31-46), lo que decide la salvación o la perdición de cada cual no es ni su fe, ni sus observancias religiosas. Ni siquiera lo que la conciencia le dice a cada uno cuando se siente cerca o lejos de Dios. No. Jesús es tan claro como tajante: “Lo que hicisteis con uno de estos a mí me lo hicisteis”.O por el contrario: “Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de ésos tan insignificantes dejasteis de hacerlo conmigo” (Mt 25, 40 y 45). Y para que la cosa quede patente y sin lugar a dudas, en los cuatro evangelios se insiste machaconamente en que quien “recibe”, “acoge”, “escucha” a un ser humano, aunque sea el más pequeño, a quien recibe, acoge o escucha es al mismo Jesús y, en última instancia, es a Dios (Mt 10, 40; Mc 9, 39; Mt 18, 5; Lc 9, 48; 10, 16; Jn 13, 29).
La mayor torpeza, que han cometido las religiones, ha sido explicar el pecado como una ofensa que nosotros los humanos le hacemos a Dios. Santo Tomás de Aquino tuvo la libertad y la audacia de preguntarse si nosotros los mortales podemos ofender al Trascendente. Y su respuesta fue terminante: “A Dios no le ofendemos sino en tanto en cuanto actuamos contra nuestro propio bien” (Sum. Contra Gent. III, 122). El pecado no es una mala relación con Dios, sino una mala relación consigo mismo o con los demás. Por tanto, no hay que preguntarse: ¿Cómo es mi relación con Dios?. La pregunta que todos tenemos que afrontar es mucho más simple y mucho más dura: ¿Cómo es mi relación con las personas con las que convivo?
Las víctimas de la crisis son víctimas del pecado. Son los mismos de siempre: los pobres, los trabajadores, los enfermos, los inmigrantes, los parados, los que no tienen una vivienda digna… ¿Qué dicen a esto ahora los que defienden la religión, los amigos de la Iglesia, los que siempre estuvieron alineados junto a obispos y curas porque así se defendía el bien y las buenas costumbres? Los que saben de economía y entienden a fondo de qué va la crisis están hartos de decirnos que esto se podía haber organizado de otra manera. Y, en todo caso, lo que no admite duda es que, antes que los intereses del partido y el poder de los que mandan, está el sufrimiento de las víctimas. Que no son víctimas de la crisis solamente.
Antes de eso, son víctimas de la maldad. Por más que esa maldad se sienta segura con el silencio de los obispos, con las bendiciones del papa y con las buenas relaciones que ahora se mantienen con la religión. Todo eso no es sino la más grande de las mil mentiras que nos han soltado en nuestra propia cara. Y si es que, de verdad, las cosas no se pueden hacer sino como manda el “credo” de la señora Merkel, ¿por qué no dimiten todos de unos cargos que no son sino el triunfo soñado por ellos a costa del sufrimiento de los demás?
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