José María Castillo, teólogo
Escribo esta breve reflexión el día de san José. Hoy se celebra en la Iglesia el “Día del Seminario”, el día de las vocaciones sacerdotales. Y esto precisamente es lo que me lleva a pensar en el dolor de la Iglesia. Pienso en la Iglesia como lo hace el concilio Vaticano II: “el conjunto de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación” (LG 9, 3). Cuando se piensa así en la Iglesia, resulta inevitable sentir el dolor de esta Iglesia, que se ve cada día más desamparada, más desprotegida y me temo que, también cada día, más desorientada.
Digo estas cosas porque, en las últimas semanas, en pocos días, han fallecido cinco sacerdotes, amigos de toda la vida, que han dedicado su larga vida a trabajar por el bien de la Iglesia y por el bien de todos aquellos a los que la Iglesia ayuda y quiere seguir ayudando. Como es lógico, mi dolor tiene su razón de ser más inmediata en el vacío que dejan los amigos que se nos van para siempre. Pero, más allá de eso, es el dolor del que ve a esta Iglesia tan desamparada. ¿Por qué? Por dos razones, que explico lo más brevemente que me es posible.
La primera razón está a la vista de todo el mundo: cada día hay menos sacerdotes; y los que van quedando, cada día son más ancianos, con sus lógicas e inevitables limitaciones. Y mientras tanto, los seminarios medio vacíos, algunos casi vacíos y no pocos se han cerrado. A la casi totalidad de los jóvenes, ni ofreciéndoles un puesto de trabajo seguro y un sueldo (sobrio) seguro, no les interesa este trabajo. Si es que se puede decir que tiene “vocación” un individuo que se mete a cura por ganar dinero y por tener un trabajo fijo.
Así las cosas, aumenta de día en día el número de pueblos sin párroco, el número de parroquias sin misa, sin sacramentos, sin catequesis… Además, una situación como ésta no se arregla en un año. Ni en varios años. La Iglesia se ha metido en un fangal del que no sabemos ni cuándo, ni cómo podrá salir.
La segunda razón de mi dolor es que esta situación se tenía, y se podía, haber resuelto hace mucho tiempo. Jesús no instituyó el sacerdocio. Ni en los primeros tiempos de la Iglesia hubo en ella sacerdotes. Había “ministerios”, que tenían un carácter meramente organizativo y administrativo. Y que variaban de unas comunidades a otras. Cada “iglesia” tenía libertad para organizarse como creía que era más conveniente, según las circunstancias y necesidades de cada lugar. Por tanto, no había ninguna necesidad de organizar todo este montaje del clero y de los sacerdotes como administradores de los sacramentos.
¿No podría la Iglesia repensar este estado de cosas muy en serio y tomar decisiones audaces? No hay ninguna cuestión de fe que lo impida. Es un asunto meramente organizativo. Si hubo un tiempo en que la Iglesia funcionó sin clero, ¿por qué no podría hacerlo hoy? Yo tengo la convicción de que el tiempo del clero y de los sacerdotes se está acabando. Pienso, por tanto, que la Iglesia tiene que organizarse de otra manera. Y es evidente que, cuanto antes lo haga, será ganar tiempo. Se podría pensar, como pasos intermedios, en el sacerdocio de las mujeres o de los curas casados.
Pero yo creo que, si se piensa con amplitud de miras, todo eso son parches que no van al fondo del problema. Para bien de la Iglesia misma. Y de todos aquellos a los que la Iglesia puede prestar algo de ayuda y ofrecerles una esperanza que tanto necesitamos, vamos a tomar en serio, muy en serio y sin miedo, la forma de salir, cuanto antes, de este estancamiento que no lleva a ninguna parte.
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