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ATALAYA

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viernes, 3 de febrero de 2012

JOSE ANTONIO PAGOLA QUINTO 2012



La exégesis moderna ha tomado conciencia de que toda la actuación de Jesús está sostenida por la «gestualidad». No basta, por ello, analizar sus palabras. Es necesario estudiar además el hondo contenido de sus gestos.
Las manos son de gran importancia en el gesto humano. Pueden curar o herir, acariciar o golpear, acoger o rechazar. Las manos pueden reflejar el ser de la persona. De ahí que se estudie hoy con atención las manos de Jesús, en las que tanto insisten los evangelistas.
Jesús toca a los discípulos caídos por tierra para devolverles la confianza: «Levantaos, no temáis». Cuando Pedro comienza a hundirse, le tiende su mano, lo agarra y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por que has dudado?». Jesús es muchas veces mano que levanta, infunde fuerza y pone en pie a la persona.
Los evangelistas destacan sobre todo los gestos de Jesús con los enfermos. Son significativos los matices expresados por los diferentes verbos. A veces Jesús «agarra» al enfermo para arrancarlo del mal. Otras veces «impone» sus manos en un gesto de bendición que transmite su fuerza curadora. Con frecuencia extiende su mano para «tocar» a los leprosos en un gesto de cercanía, apoyo y compasión. Jesús es mano cercana que acoge a los impuros y los protege de la exclusión.(LEER EL EVANGELIO)
Desde estas claves hemos de leer también el relato de Cafarnaún. Jesús entra en la habitación de una mujer enferma, se acerca a ella, la coge de la mano y la levanta en un gesto de cercanía y de apoyo que le transmite nueva fuerza. Jesucristo es para los cristianos «la mano que Dios tiende» a todo ser humano necesitado de fuerza, apoyo, compañía y protección. Esa es la experiencia del creyente a lo largo de su vida, mientras camina hacia el Padre.


La teología contemporánea trata de recuperar poco a poco una dimensión del cristianismo que, aun siendo esencial, se ha ido perdiendo en buena parte a lo largo de los siglos. A diferencia de otras religiones, «el cristianismo es una religión terapéutica».
En el origen de la tradición cristiana nada aparece con tanta claridad como la figura de Jesús curando enfermos. Es el signo que él mismo presenta como garantía de su misión: «Los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen...». Por otra parte, nada indica mejor el sentido de la fe cristiana que esas palabras tantas veces repetidas por Jesús:«Tu fe te ha sanado». No es extraño que Cristo haya sido invocado en la Iglesia antigua con esta hermosa plegaria:«Ayúdanos, Cristo, tú eres nuestro único Médico».
Es fácil resumir lo sucedido posteriormente. Por una parte, el cristianismo se preocupó cada vez más de justificarse frente a objeciones y ataques, utilizando la teología para exponer el contenido de la fe de manera doctrinal; poco a poco se terminó pensando que lo importante era «creer verdades reveladas». Por otra parte, la curación fue pasando enteramente a manos de la ciencia médica, cada vez más capacitada para curar el organismo humano.
No se trata ahora de que la fe recupere el terreno cedido a la medicina científica echando mano de la oración o de otras prácticas religiosas para curar enfermedades. La religión no es un remedio terapéutico más. La perspectiva ha de ser otra. La medicina moderna se ha centrado en curar órganos y reparar disfunciones, pero la persona es mucho más que un «caso clínico». No basta curar enfermedades y dolencias. Es el ser humano el que necesita ser sanado.
Asegurada la curación de buena parte de las enfermedades graves, el mal se cuela por la puerta trasera y vuelve a entrar en el ser humano bajo forma de sinsentido, depresión, soledad o vacío interior. No basta curar algunas enfermedades para vivir de manera sana.
Algunos teólogos apuntan dos hechos que pueden abrir un horizonte nuevo para la fe. Por una parte, se está desmoronando por sí sola una religión sustentada por la angustia y el miedo a Dios; es tal vez uno de los signos más esperanzadores que se están produciendo secretamente en la conciencia humana. Por otra parte, se abre así el camino hacia una forma renovada de creer y de «experimentar a Dios como fuerza sanadora y auxiliadora».
Tal vez en próximos siglos solo creerán quienes experimenten que Dios les hace bien, los que comprueben que la fe es el mejor estímulo y la mayor fuerza para vivir de manera más sana, con sentido y esperanza.

 

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