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viernes, 11 de noviembre de 2011

J.A. PAGOLA LA PARÁBOLA DE LOS TALENTOS


 En poco tiempo hemos visto hundirse entre nosotros ideales sociales y religiosos que sólo hace unos años despertaban la generosidad y entrega de hombres y mujeres. Las nuevas generaciones difícilmente encuentran causas nobles por las que merezca la pena luchar. Mejor es vivir el presente intensamente exprimiéndole el máximo placer.
Al mismo tiempo, valores tan importantes como la familia, la autoridad, la tradición, el magisterio de la iglesia, han quedado oscurecidos o se han debilitado profundamente en la conciencia de muchos.
El desconcierto se ha hecho todavía mayor al caer por los suelos normas concretas de comportamiento y leyes de conducta que hace unos años eran todavía intocables.
La crisis ha provocado en muchos una sensación de vértigo, vacío y desorientación. No pocos se preguntan con inquietud: ¿Ha cambiado la moral? ¿Ya no hay pecado? ¿Hemos vivido equivocados hasta ahora? ¿Cuándo volverán de nuevo los tiempos pasados?
No es de extrañar la reacción de muchos que se defienden instalándose íntegramente en el pasado, cerrándose a toda novedad y gastando casi todas sus energías en «conservar intacta la moral de siempre».
Sin embargo, la sorpresa del «tercer siervo» de la parábola, condenado solamente por preocuparse de «conservar el talento» sin arriesgar nada más, nos recuerda que seguir a Jesús es mucho más que conservar intacta nuestra moralidad frente a todo y frente a todos.
La moral cristiana no consiste en conservar fielmente la herencia que hemos recibido del pasado, sino en buscar, movidos por el Espíritu de Jesús, cómo ser más humanos precisamente en el mundo de hoy.
Las leyes son necesarias. Nos indican la dirección en que hemos de buscar y nos señalan los límites que no debemos franquear. Pero sería una equivocación pensar que estamos respondiendo a las exigencias profundas de Dios sólo porque nos mantenemos íntegros en el cumplimiento de unas leyes.
Ser creyente es algo mucho más grande y apasionante que enterrar nuestra vida en unas leyes para conservarla segura.
El seguimiento a Jesús es siempre llamada a buscar y crear una humanidad nueva y siempre mejor. Por eso mismo, seguir a Jesús es riesgo más que seguridad. Exigencia fecunda más que cumplimiento estéril. Urgencia de amor más que satisfacción del deber cumplido.
  
Con frecuencia se ha entendido la religión como un sistema de creencias y prácticas que sirven para protegerse contra Dios, pero no ayudan a vivir de manera creativa. Esta religión conduce a una vida triste y estéril donde lo importante es vivir seguros ante Dios, pero donde falta alegría y dinamismo.
Hay que decirlo sin rodeos. En el fondo de esa religión sólo hay miedo. Quien busca protegerse de Dios es que le tiene miedo. Esa persona no ama a Dios, no confía en él, no disfruta de su misericordia. Sólo le teme y por eso busca en la religión remedio para sus miedos y fantasmas.
Después de Jesús, no tenemos ya derecho a entender y vivir así lo religioso. Dios no es un tirano que atemoriza a los hombres buscando egoístamente su propio interés, sino un Padre que le confía a cada uno el gran regalo de la vida. Por eso, Jesús imagina a sus seguidores no como «observantes piadosos» de una religión, sino como creyentes audaces dispuestos a correr riesgos y superar dificultades para «inventar» una vida más digna y dichosa para todos. Un discípulo de Jesús se siente llamado a todo menos a enterrar su vida de manera estéril.
El tercer siervo de la parábola es condenado, no por hacer algo malo sino porque, paralizado por el temor a su Señor, «entierra» los talentos que se le han confiado. El mensaje es claro. A Dios no se le puede devolver la vida diciendo: «Aquí está lo tuyo. La vida que me diste no ha servido para nada». Es un error vivir una vida «religiosamente correcta» sin arriesgarnos a vivir el amor de manera más audaz y creativa.
Quien sólo busca cuidar su vida, protegerla y defenderla, la echa a perder.
Quien no sigue las aspiraciones más nobles de su corazón por miedo a fracasar, ya está fracasando.
Quien no toma iniciativa alguna para no equivocarse, ya se está equivocando.
Quien sólo se dedica a conservar su virtud y su fe, corre el riesgo de enterrar su vida. Al final, no habremos cometido grandes errores, pero no habremos vivido.
Jesús es una invitación a vivir intensamente. A lo único que hemos de temer es a vivir siempre con miedo a arriesgarnos, con temor a salirnos de lo «correcto», sin audacia para renovarnos, sin valor para actualizar el evangelio, sin fantasía para inventar el amor cristiano. LEER MÁS

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