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viernes, 12 de agosto de 2011

JOSÉ ANTONIO PAGOLA DOMINGO XX



Nos hemos acostumbrado a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica cristiana.
A algunos les parece indigno rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí mismo y de su historia. Pero, aun siendo esto verdad, también lo es el que los hombres vivimos de la gracia. Y reconocerlo significa enraizarnos en nuestra propia verdad.
Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un ser indiferente y lejano, que no se preocupa del mundo. Por un lado, vivimos los hombres sumergidos «en el laberinto de las cosas terrenas» y por otro, vive Dios en su mundo eterno.
Y sin embargo, orar a Dios es descubrir que está incondicionalmente de nuestro lado contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación, alegría de vivir.
Si nosotros oramos a Dios no es para lograr que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama.
Somos nosotros los que, al orar, nos dejamos transformar por su gracia, descubrimos la vida desde el horizonte de Dios y nos abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que cambiar sino nosotros.

Qué tentador resulta en una época como la nuestra el medir la grandeza o pequeñez de una vida desde el éxito o los logros conseguidos.
Condicionados por una cultura que casi sólo piensa en el rendimiento y la producción, apenas somos capaces de emplear otros criterios para valorar a la persona si no es su actividad y eficacia.
No es extraño que, a la hora de evaluar la calidad de la fe, busquemos inmediatamente la eficacia transformadora y el compromiso práctico que esa fe es capaz de generar en nuestra sociedad.

Pero sería una equivocación el considerar «grandes creyentes» sólo a aquellos hombres y mujeres que se esfuerzan generosamente en transformar nuestra sociedad desde un compromiso social o político animado por la fe, menospreciando como a «creyentes de segunda categoría» a aquellos que, por factores muy diversos, no pueden comprometerse a ese mismo nivel, aunque vivan toda su vida desde una postura creyente.
Jesús admira la grandeza de fe de una mujer sencilla que, por amor a su hija, no duda en invocar al señor con insistencia, a pesar de todos los obstáculos y dificultades.
Es una temeridad medir con nuestros criterios estrechos y parciales el misterio de la fe de un creyente, pues, en último término, la fe debería ser medida por nuestra capacidad de abrirnos al misterio insondable de Dios. LEER MÁS




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