Mt 13, 44-52
La vejez trae consigo limitaciones importantes que todos conocemos. Los sentidos se entorpecen; comienza a fallar la memoria; se pierde la vitalidad de otros tiempos. Es lo propio de la edad avanzada. Pero hay también otros signos, que pueden aparecer a cualquier edad y que siempre revelan un proceso de envejecimiento espiritual.
Así sucede cuando la persona va recortando poco a poco el horizonte de su existencia y se contenta con «ir tirando». Nada nuevo aparece ya en su vida. Siempre los mismos hábitos, los mismos esquemas y costumbres. Ningún objetivo nuevo, ningún ideal. Sólo la rutina de siempre.
En el fondo, la persona se ha cerrado, tal vez, a toda llamada nueva que pueda transformar su existencia. No escucha esa voz interior que desde dentro, nos invita siempre a una vida más elevada, más generosa, más noble y más creativa.
Pero, cuando el amor se apaga, se apaga también la vida. La persona no se comunica de verdad con nadie. No acierta a amar gratuitamente. La vida sigue, pero el individuo, envuelto en su mediocridad, ya no vibra con nada. Pronto percibirá en su corazón algo difícil de definir, pero que no está lejos del aburrimiento, la decepción, la soledad o el resentimiento.
Para muchos, Dios es hoy una palabra gastada, un concepto vacío, algo así como un personaje cada vez más nebuloso y lejano. Por eso, puede sorprender que, en la pequeña «parábola del tesoro encontrado en el campo», Jesús presente el encuentro con Dios como una experiencia gozosa, capaz de transformar a la persona trastocando su vida entera.
Jesús contó dos pequeñas parábolas para «seducir» a quienes permanecían indiferentes. Quería sembrar en todos un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un «secreto» que todavía no hemos descubierto?
En los países del Primer Mundo mucha gente está abandonando la religión sin haber saboreado a Dios. Les entiendo. Yo haría lo mismo. Si uno no ha descubierto un poco la experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la pena.
Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han estado nunca. Viven encerrados en su religión, sin haber encontrado ningún «tesoro». Entre los seguidores de Jesús, cuidar la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa de Dios. LEER MÁS
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