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jueves, 28 de octubre de 2010

Declaración desde Srinagar

PARA EL QUE NO LA CONOZCA Arundhati Roy (nacida 1961) es una escritora y activista india. Ganó el Premio Booker en 1997 por su primera novela, El Dios de Las Pequeñas Cosas.

Roy nació en Shillong, Meghalaya, India, de una madre cristiana Siria-ortodoxo de Kerala y un padre hindú de Bengala. Pasó su juventud en Aymanam, Kerala, estudiando en Corpus Christi. Cuando tenía 16 años, se trasladó a Delhi y comenzó en un estilo de vida bohemio. Vivía en una cabaña vendiendo botellas para ganarse la vida. En 2004, Roy ganó el Premio Sydney de la Paz por su trabajo en campañas sociales y su apoyo al pacifismo.En 2005, participó en el Tribunal Mundial Sobre Irak.


 Arundhati Roy
Tlaxcala

Escribo esto desde Srinagar, Cachemira. Los diarios de esta mañana decían que podrían detenerme acusada de sedición por lo que he dicho últimamente en ciertas reuniones públicas en Cachemira. He dicho lo que millones de personas dicen aquí todos los días. He dicho lo que, al igual que otros observadores, llevo años escribiendo y diciendo. Cualquiera que se moleste en leer las transcripciones de mis discursos verá que son principalmente un llamamiento para pedir justicia. He hablado de justicia para el pueblo de Cachemira, que vive bajo una de las ocupaciones militares más brutales del mundo; de los pandits [brahmanas hindúes] de Cachemira, que sufren la tragedia de haber sido expulsados de su territorio; de los soldados dalit [intocables] asesinados en Cachemira, cuyas tumbas visité entre montones de basura en sus pueblos de Cuddalore; de los indios pobres que están pagando materialmente el precio de esta ocupación y que ahora aprenden a vivir en medio del terrorismo de lo que se está convirtiendo en un estado policial.

Ayer fui a Shopian, la ciudad de las manzanas en el sur de Cachemira que el año pasado permaneció cerrada durante 47 días en protesta por la brutal violación y asesinato de Asiya y Nilofer, dos jóvenes cuyos cadáveres aparecieron en un riachuelo poco profundo cerca de sus casas y cuyos asesinos aún no han sido entregados a la justicia. He conocido a Shakeel, esposo de Nilofer y hermano de Asiya. Nos sentamos en un círculo de personas enloquecidas por el dolor y la ira que habían perdido toda esperanza de recibir alguna vez insaf (justicia) de la India, y que ahora creían que la azadi (libertad) era su única esperanza. He visto a jóvenes lanzadores de piedras a los que han atravesado los ojos de un disparo. He viajado con un joven que me contó cómo a tres de sus amigos, unos adolescentes del distrito de Anantnag, les habían encarcelado y arrancado las uñas de las manos en castigo por lanzar piedras.

En los periódicos hay quien me acusa de pronunciar “discursos incitando al odio”, de querer que la India se fragmente. Sin embargo, lo que digo surge del amor y del orgullo. Surge de no querer que maten, violen, encarcelen o arranquen las uñas a la gente para obligarles a decir que son indios. Surge de querer vivir en una sociedad que se esfuerza por ser una sola. Compadezco a la nación que tiene que acallar a sus escritores por decir lo que piensan. Compadezco a la nación que tiene que encarcelar a quienes piden justicia, mientras los asesinos comunitaristas, los homicidas en masa, los extorsionadores capitalistas, los saqueadores, los violadores y los que actúan como aves de rapiña sobre los más pobres de entre los pobres campan a sus anchas.

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