Esta última semana de Cuaresma, llamada también semana de pasión, el evangelio escogido (Juan 8, 1…) nos pone frente al rostro de una mujer. Una mujer acusada de adulterio ante la que Jesús es confrontado y llamado a cumplir la ley de Moisés, según la cual una mujer acusada de adulterio debe morir apedreada, lo mismo que el compañero de adulterio, como lo determina el capítulo 22 del libro del Deuteronomio. Sugiero que aprovechemos esta invitación para mirar los rostros de tantas mujeres sufrientes en el mundo de hoy. Por siglos, las mujeres hemos sido “acusadas” y situadas frente al paredón… acusadas de infidelidad, de ser “tentaciones”, de traidoras… pero sobre todo hemos sido acusadas, especialmente en las tradiciones religiosas patriarcales, de ser seres incompletos, débiles, ciudadanas de segunda clase, incapaces de muchas cosas.
Nos han acusado las iglesias, las canciones, las bromas, los discursos misóginos, los varones frustrados o rabiosos, por supuesto las leyes… Y en la actualidad, con nuestra rebelión y el no seguir dispuestas a someternos, se multiplican los feminicidios y las violaciones en un intento del sistema de no perder el control ejercido sobre nuestro género.
¿Qué nos enseña Jesús en este diálogo con los maestros de la ley, frente a esta mujer acusada? Tradicionalmente en la predicación se dice que nos sugiere compasión… puede ser cierto, pero no sólo eso. Su actuación plantea retos jurídicos y culturales que revolucionan la situación de la mujer, de las mujeres infinitamente “acusadas” y que exigen al conjunto eclesial unos patrones muy distintos a los que usualmente maneja.
Pensemos que los primeros libros bíblicos se fijan por escrito más o menos en los siglos X y IX antes de nuestra era, pero recogen tradiciones muy anteriores… Este es el caso tanto del Deuteronomio como del Levítico que recogen la sentencia de la lapidación. Encontramos entonces que Jesús es confrontado frente a una ley, una tradición o una costumbre que se ha practicado por lo menos 10 siglos y que desgraciadamente se sigue practicando en algunos lugares todavía hoy. Su respuesta: el que esté libre de pecado tire la primera piedra… no se dirige fundamentalmente a la mujer. Por el contrario, pone en cuestión la ley misma, pregunta a las conciencias si están ante una ley justa, ante una ley o costumbre que los hombres puedan aplicar unos a otros justamente. Cuestiona la raíz o la base misma de la ley, su sentido último.
Esta confrontación se da en el tiempo sagrado de la Fiesta de los tabernáculos o tiendas -una de las más importantes del judaísmo- en medio de unos discursos en los cuales Jesús se ha definido como enviado de Dios y portador de su mensaje y su palabra. Y en medio de este enfrentamiento, Jesús invalida esa costumbre que es una tradición cultural, plantea que es una tradición injusta por cuanto los acusadores no tienen autoridad para hacerlo. Devuelve a la mujer su capacidad de reorientar su vida, su capacidad de decidir y de metanoia.
Con su actuación Jesús propone una cultura del perdón, de la reconciliación, del renacer y las posibilidades de cambio. Es decir no sólo propone, sino que realiza una revolución cultural en la situación de la mujer porque la lleva desde la vulnerabilidad más absoluta a la igualdad con los varones y el resto de la sociedad. Ella no es la única pecadora, los pecadores somos todos y por lo tanto, nadie tiene el “encargo” de juzgar y mucho de menos condenar a otros. Y nadie, ni los varones, ni los gobiernos, ni las iglesias tienen la autoridad para quitarle la vida. Esa cultura debe quedarse atrás y ser transformada según la propuesta evangélica.
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