Joseph Aloisius Ratzinger ha sido un hombre seguro de que sus ideas
encarnaban la verdad. Por eso, amén de dimitir, realizó otro gesto no
menos excepcional: dejarle prácticamente redactada una encíclica a su
sucesor, la Lumen fidei,la luz de la fe, para que este la hiciera suya,
comprometiéndose así con la concepción dogmática del papa
alemán. Dada su temática era tanto como obligar a quien le siguiera a
suscribirla como pie forzado para la expresión futura de su pensamiento.
Es así como en medio del bosque de citas bíblicas y de san Pablo
que habitualmente caracteriza a los textos de Ratzinger, destaca en
Lumen fidei una visión dualista muy clara, asentada además sobre
referencias insostenibles (“el mundo pagano sediento de luz”, Nietzsche,
chivo expiatorio). El resto del relato es el esperado: “la luz de la
razón autónoma no lograr iluminar el futuro” y entonces llega la
confusión, solo superable mediante la luz de la fe. Y, última
precaución, la fe no es una cuestión individual —“es imposible creer
cada uno por su cuenta”—, ha de “darse siempre dentro de la comunidad de
la Iglesia”. Creyentes y no creyentes son mundos separados y la razón
por sí sola lleva a una vía muerta.
La Iglesia era para Ratzinger una fortaleza sitiada por el error y el
mal, ya que “por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió
un cierto dominio sobre el hombre” (Catecismo de 1992). De ahí que no
parezca fácil para su sucesor la afirmación de una perspectiva
diferente, aun cuando existieran puntos de apoyo, tales como el enfoque
cristo-céntrico o la aportación del amor
al prójimo como ágape, definida por Ratzinger en su primera encíclica.
Había que desplazar el protagonismo de la Iglesia-institución
centralizada hacia una Iglesia “misionera y de los pobres”, restaurar el
papel de la conciencia individual y de la realidad y, en fin, recuperar
el diálogo con los no creyentes.
La ocasión para evitar la confrontación llegó al publicar el diario La Repubblica un artículo de su exdirector Eugenio Scalfari,
donde este manifestaba su perplejidad ante el tradicionalismo de la
Lumen fidei. Para su sorpresa, Francisco se puso en contacto con él,
mediante una cordialísima carta al periódico, seguida de una
conversación telefónica y una cita en el convento de Santa Marta para el
24 de septiembre. En el curso de la misma, el Papa procedió a explicar
sus ideas de cambio, publicadas luego por Scalfari en el diario, no sin
reacciones negativas por parte de la oficina de prensa de la Santa Sede
(padre Lombardi SJ), a pesar de que el texto de la entrevista contaba
con el nihil obstat expresado por el secretario del pontífice. El enfado
de la burocracia vaticana se hizo mayor hace días, por boca del mismo
jesuita Federico Lombardi, frente a la afirmación de Scalfari de que el
Papa había suprimido el pecado. No parece que el diálogo con el pensador
laico vaya a reproducirse en el futuro.
La autonomía de la razón se refuerza por la confianza en la salvación
El episodio permitió a Francisco dar un giro copernicano a la
relación precedente entre fe y racionalismo, entre “la Iglesia y la
cultura de inspiración cristiana” —no la Iglesia sola— y “la cultura
moderna de impronta ilustrada”, retomando el llamamiento conciliar al
diálogo entre ambos. “El Vaticano II”, explicará, “inspirado por el papa
Juan y Pablo VI, decidió mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse
a la cultura moderna”. Sobre ello, advierte, poco se ha hecho luego. La
luz de la fe sigue ahí en Francisco, pero deja de ser algo
institucional, convirtiéndose en un encuentro de cada creyente con
Jesús. El diablo y las acechanzas del mal desaparecen de la escena para
ceder paso a la apertura por Jesús “a todos” de la vía del amor. A
todos; Jesús no excluye. Amor al prójimo, ágape, voluntad de servicio a
hombres con necesidades demasiado concretas, frente a la inequidad y la
injusticia social. El dualismo de Ratzinger es sustituido por la
invitación a los no creyentes para “hacer juntos una parte del camino”.
La discutida entrevista del 24 de septiembre insiste en la apertura,
en el rechazo de una visión vaticano-céntrica y clerical, así como en
una concepción pluralista de una Iglesia abierta a la realidad social.
La reciente exhortación Evangelii gaudium, la alegría del evangelio,
muestra que Francisco sostiene la misma línea. La invitación a recuperar
el espíritu del Evangelio implica su proyección sobre todos los
hombres, “no puede excluir a nadie”, lo cual obliga a “una impostergable
renovación eclesial”, en el marco de una vocación de “transformarlo
todo” para evangelizar, no solo “autoprotegerse”, envolviéndose en “una
maraña de obsesiones procedimentales” y “en las normas que nos vuelven
jueces implacables”. En 1965, Ermanno Olmi retrató a Juan XXIII en una
película de título expresivo: Y llegó un hombre. Ahora, en más difíciles
circunstancias, vuelve otro hombre para intentar colmar ese vacío entre
estructuras eclesiales y sociedad que ha sido ocupado por “nuevos
movimientos” fundamentalistas, de lo cual sabemos mucho en España.
Scalfari ha descrito Evangelii gaudium como una revolución, al
suprimir la noción de pecado, ganándose por ello un nuevo varapalo de
Lombardi. Pensemos que sigue existiendo la Congregación para la Doctrina
de la Fe, con un alter ego de Ratzinger al frente, el arzobispo Müller.
Lo cierto es que Francisco ha modificado sustancialmente la relación
entre pecado y libertad humana. La consideración tradicional del pecado
como expresión del Mal, causado por la desobediencia al mandato de Yavé
—relato del Génesis— llevó a construir desde el catolicismo una historia
de la humanidad presidida por el hecho fundacional de la Caída. El
Catecismo de Ratzinger lo refrendaba, según mostré en mi artículo La
construcción de Dios. Ahora el eje del dilema entre el Bien y el Mal se
dirime en el interior de la conciencia de cada uno, pudiendo contar
además con la ayuda de la gracia divina en el marco de una concepción
antropológica optimista. La reivindicación de la autonomía de la razón y
de la libertad individual se encuentra además reforzada por la
confianza en una salvación cuyo promotor es Cristo, por efecto de la
cual el perdón reemplaza al castigo. El “pecado” aparece una sola vez en
la exhortación y es para ser asimilado a la tristeza y al aislamiento,
superables mediante el recurso al Evangelio.
La réplica de Lombardi a Scalfari alude indirectamente al Papa,
recordándole, como jesuita, que en los ejercicios espirituales, el
pecado ocupa un papel de protagonista. Por algo la referencia
fundamental para el nuevo Papa es Francisco de Asís, y no Ignacio de
Loyola. Pero el episodio indica que la renovación exigida por Francisco
tropezará con serios obstáculos.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.
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