Por
más que la sociedad se mundanice y, en cierta forma, se muestre
materialista, no podemos negar que en los tiempos actuales se está dando
una vuelta vigorosa de lo religioso, de lo místico y de lo esotérico.
Tenemos la impresión de que existe cansancio del exceso de
racionalización y funcionalización de nuestras sociedades complejas. La
vuelta de lo religioso solamente revela que en el ser humano existe una
búsqueda de algo mayor.
Hay un lado invisible en lo visible que
nos gustaría sorprender. Quién sabe si allí se encuentra un sentido
secreto que sacia nuestra búsqueda incansable de algo que no sabemos
identificar. En ese horizonte no confesional quizás tenga sentido hablar
de lo religioso o de lo espiritual. Sufrió todo tipo de ataques pero
consiguió sobrevivir. La primera modernidad lo veía como algo
premoderno, un saber fantástico que debía dar lugar al saber positivo y
crítico (Comte). Luego fue leído como una enfermedad: opio, alienación y
falsa conciencia de quien todavía no se ha encontrado o si se ha
encontrado, se ha vuelto a perder (Marx). Después, fue interpretado como
la ilusión de la mente neurótica que busca pacificar el deseo de
protección y hacer soportable el mundo contradictorio (Freud). Más
adelante, fue interpretado como una realidad que por el proceso de
racionalización y de desencanto del mundo tiende a desaparecer (Weber).
Por fin, algunos lo tenían como algo sin sentido, pues sus discursos no
tienen objeto verificable ni falsificable (Popper y Carnap).
Estimo que el gran equívoco de estas distintas interpretaciones
reside en el hecho de situar lo religioso en un lugar equivocado: dentro
de la razón. Las razones comienzan con la razón. La razón en sí misma
no es un hecho de razón. Es una incógnita. Ya rezaba la sabiduría de los
Upanishad: «aquello por lo cual todo pensamiento piensa, no puede ser
pensado». Tal vez en este «no pensado» se encuentra la cuna de lo
religioso, es decir, de aquellas instancias exorcizadas por la
racionalidad moderna: la fantasía, el imaginario, aquel fondo de deseo
del cual irrumpen todos los sueños y las utopías que pueblan nuestra
mente, entusiasman los corazones, encienden la espoleta de las grandes
transformaciones de la historia. Su lugar reside en aquello que el
filósofo Ernst Bloch llamaba principio esperanza.
Es propio de estas instancias –de lo utópico, de la fantasía y del
imaginario– no adecuarse al dato racional concreto. Antes bien,
contestan el dato, pues sospechan que el dato es siempre hecho; tanto el
dato como el hecho no son todo lo real. Lo real es aún mayor. A lo real
pertenece también lo potencial, lo que todavía no es pero puede llegar a
ser. Por eso, la utopía no se antagoniza con la realidad; revela la
dimensión potencial e ideal de esta realidad. Ya decía el sabio E.
Durkheim en la conclusión de su famosa obra Las formas elementales de la
vida religiosa: «la sociedad ideal no está fuera de la sociedad real;
es parte de ella». Y concluía: «solamente el ser humano tiene la
facultad de concebir lo ideal y añadirlo a lo real». Yo diría, de
detectarlo dentro del dato real, haciendo que este real en el cual está
lo ideal, sea siempre mayor que el dato que tenemos en nuestra mano.
Es en el interior de esta experiencia de lo potencial, de lo utópico,
donde irrumpe el hecho religioso. Por eso decía Rubem Alves, quien
mejor ha estudiado en Brasil el “enigma de la religión” (título de su
libro): «La intención de la religión no es explicar el mundo. Ella nace
justamente de la protesta contra este mundo que puede ser descrito y
explicado por la ciencia. La descripción científica, al mantenerse
rigurosamente dentro de los límites de la realidad instaurada, sacraliza
el orden establecido de las cosas. La religión, por el contrario, es la
voz de una conciencia que no puede encontrar descanso en el mundo así
como es y tiene como proyecto trascenderlo».
Por esta razón, lo religioso es la organización más ancestral y
sistemática de la dimensión utópica, inherente al ser humano. Como bien
decía Bloch: «donde hay religión, hay esperanza» de que no todo está
perdido. Esta esperanza es un amor por aquello que todavía no es, “la
convicción de realidades que no se ven” como dice la Epístola a los
Hebreos (11,1), pero que son el fundamento de lo que se espera.
Quien vio con lucidez esta singularidad de lo religioso fue el
filósofo y matemático Ludwig Wittgenstein que dijo: en el ser humano no
existe solo la actitud racional y científica que siempre indaga cómo son
las cosas y para todo busca una respuesta. Existe también la capacidad
de extasiarse: «extasiarse no puede expresarse por una pregunta; por eso
tampoco existe ninguna respuesta». Existe lo místico: «lo místico no
reside en cómo es el mundo, sino en el hecho de que exista». La
limitación de la razón y del espíritu científico reside en el hecho de
que ellos no tienen nada sobre lo cual callar.
Lo religioso y lo místico terminan siempre en el noble silencio, pues
no existe en ningún diccionario la palabra que lo pueda definir.
Hasta aquí hemos hablado de lo religioso en su naturaleza sana. Pero
puede enfermar y ahí nace la enfermedad del fundamentalismo, del
dogmatismo y de la exclusividad de la verdad. Como toda enfermedad
remite a la salud, lo religioso debe ser analizado a partir de su salud y
no de su enfermedad. Entonces lo religioso sano nos hace más sensibles y
humanos. Su retorno sano es urgente hoy, pues nos ayuda a amar lo
invisible y a hacer real aquello que todavía no es, pero puede ser.
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