La Exhortación apostólica ‘La alegría del evangelio’, recoge las
conclusiones de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
celebrada en Roma del 7 al 28 de octubre de 2012, y constituye el primer
documento redactado directamente por Francisco I.
En un estilo fervoroso y dinámico el Papa
propone algunas líneas que puedan representar la guía de su
pontificado, consciente de que “tampoco debe esperarse del magisterio
papal una palabra definitiva o completa sobre todas las
cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo”, y nunca “con la
intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la importante
incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia”.
El Papa aclara que “no se trata de un documento social”, remitiendo la
reflexión sobre tales temas al Compendio de la Doctrina social de la
Iglesia.
A pesar de la advertencia, hablando de los retos del mundo
contemporáneo, el Papa arremete frontalmente contra el sistema
económico actual al que califica “injusto en su raíz”, lo que le
obliga a posicionarse y a “decir no a una economía de la exclusión y la
inequidad”, una economía que “mata” porque predomina “la ley del más
fuerte” cuya consecuencia es un aumento de las desigualdades en el
mundo. “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente,
las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa
minoría feliz”.
Tras dibujar el mapa de la injusticia mundial, el Pontífice cuestiona la consistencia misma de unos mercados
que se autoproclaman ‘libres’. En su opinión, los desequilibrios
reinantes “provienen de ideologías que defienden la autonomía absoluta
de los mercados y la especulación financiera… Se instaura una nueva
tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e
implacable, sus leyes y sus reglas”. Bergoglio se muestra rotundo al
concluir que “ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano
invisible del mercado”. “Algunos todavía defienden… que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí
mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión… jamás
ha sido confirmada por los hechos”. Para los fundamentalistas del
mercado cualquier tipo de intervención en la esfera económica es
contraproducente. “De ahí que nieguen el derecho de control de los
Estados, encargados de velar por el bien común”. La potencial
globalización incluyente ha dado lugar a una “globalización de la
indiferencia”.
Concluye el Papa –“que ama a todos, ricos y pobres”- recordando la
obligación que los ricos tienen de ayudar a los pobres, respetarlos y
promocionarlos. “Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una
vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano”,
“renunciando a la autonomía absoluta de los mercados…atacando las
causas estructurales de la inequidad”. El Pastor de la Iglesia se
declara “lejos de proponer un populismo irresponsable”, pero advierte
que “la economía ya no puede recurrir a remedios que son
un nuevo veneno”, pidiendo el retorno de políticos capaces “a quienes
les duela de verdad la sociedad, el pueblo y la vida de los pobres”.
El texto que desborda espontaneidad y una profunda sensibilidad hacia
las necesidades de los más vulnerable se desmarca poco de la rica
doctrina social dictada por sus antecesores, aunque se muestra mucho más
radical al denunciar los fallos ‘objetivos’ de la economía de mercado.
La denuncia papal de las circunstancias desintegradoras que rodean al
mundo actual, solo puede suscitar adhesiones. En efecto, ninguna
persona que tenga ojos para ver puede negar que vivimos en un mundo
injusto, con una injusta distribución de la riqueza y de la renta, y lo
que es más relevante, con limitadas posibilidades por parte los más
desfavorecidos para abandonar la trampa de la pobreza. Nadie de buena fe
puede desoír la llamada de una ‘justicia distributiva’ sobre unos
bienes que, en gran medida, han sido regalados a unos y hurtados a otros
al margen de méritos personales. En eso el carismático líder de la
Iglesia católica se alinea con el consenso general proclamado en la
‘Declaración universal de derechos humanos’ y en la ‘Declaración sobre
el derecho al desarrollo’ , ambas de Naciones Unidas.
Mayor motivo para la controversia despierta la descalificación
vaticana de los mercados, -la asignación de precios y cantidades a
través de la libre oferta y demanda- a pesar de los penosos resultados
cosechados, en particular durante la gran crisis global que padecemos.
Basta echar un vistazo a la trayectoria de aquellos países que en la
actualidad discurren por economías estatalizadas o aquellas otras
intervencionistas de signo populista para contabilizar tantos fracasos
estrepitosos como ejemplos quieran irse citando. A pesar de la condena
papal, pocos niegan que, en los últimos doscientos años, la codiciosa
mano invisible de Adam Smith ha promovido la competencia, la división
del trabajo, la innovación y con ellas el progreso y cotas más altas de
bienestar para la humanidad. Para bien o para mal, los mercados siguen
siendo el mejor método de asignación de recursos conocido hasta la
fecha. En realidad y hasta el prólogo de la crisis, el Banco Mundial ha
fundamentado la reducción gradual y progresiva de la pobreza global.
No ha sido necesario derribar el edificio teórico que apostaba por
los mercados libres sin regulaciones ni intervención estatal. La crisis
se ha encargado de rehabilitar el intervencionismo por medio de rescates
espectaculares del sector financiero y descomunales programas de apoyo
fiscal a los sectores más afectados, que en principio casi todo el mundo
ha apoyado y defendido. El carácter equilibrante del mercado está bajo
sospecha. También la hipótesis de los “mercados eficientes”, según la
cual estos valoran las transacciones en cada instante con total
precisión. El propio Alan Greenspan, ex Presidente de la Reserva Federal
confesó que frente a la trágica elocuencia de la realidad “todo mi
edificio intelectual ha quedado derruido”. Precisamente la hipótesis en
la que se asientan los pretendidos mercados eficientes es que todo el
mundo posee una información perfecta y que, en consecuencia, los precios
expresan certeramente el valor de los productos ofertados. Pero todos
sabemos que a la hora de intercambiar bienes y servicios unos saben más
que otros y también tienen más que ganar. En todo trueque la información
es poder. Sin transparencia, la información organiza y acumula el
privilegio . Finalmente, si todas las personas fueran perfectamente
racionales y los mercados totalmente eficientes se llegaría a la
esperpéntica conclusión de que, en nuestro entorno actual, el desempleo
es voluntario y la recesión deseable.
Pero aun así y todo, la autonomía de las disciplinas frente a los
juicios morales ha sido una constante del pensamiento positivista. El
discurso científico no admite injerencias. Aplicada a la economía, y
siguiendo la tradición inaugurada por Adam Smith, esta posición sostiene
que el mercado es incompatible con la ética porque las acciones morales
voluntarias contradicen sus reglas y apartan al empresario moralizante
del escenario del juego. La economía rueda con la eficiencia y no con la
moralidad, pura ley de oferta y demanda. De ahí que deba reivindicarse
la autonomía de una ‘justicia conmutativa’ a nivel transaccional
microeconómico donde no tengan cabida postulados éticos, dentro del
proceso de generación de bienes y servicios de la economía, con
independencia de una mayor o menor solidaridad, -la justicia
distributiva- que se puede abordar una vez concluido el acto económico.
La verdadera y sustantiva función de los Estados no consiste en
adulterar o anestesiar las leyes del mercado sino garantizar con el
imperio de la ley y el estado de derecho que este funcione sin
posiciones dominantes de información o de influencia. Preservar la libre
actuación de la oferta y la demanda y sancionar e impedir cualquier
actividad contraria a ella: he ahí su mas alta vocación. Cualquier otra
consideración de sesgo estatal en el acto transaccional del mercado
conduce a diversas malformaciones indeseables: o bien políticas
taumatúrgicas donde un sano y necesario ‘Estado del bienestar’ se ve
sustituido por un inviable ‘Estado benefactor’ o bien una deriva
progresiva hacia economías de plan central.
Pero Francisco I –como lo hiciera Ratzinger en la encíclica ‘Caritas
in Veritate’- responde que la economía no solamente está gobernada por
leyes económicas, sino que está determinada por la acción del hombre.
Aunque la economía de mercado descanse en el entramado de sus propias
reglas, no puede eludir al ser humano o excluir su libertad moral. El
desarrollo de los poderes espirituales de la humanidad es esencial para
el desarrollo de la comunidad. Estos poderes espirituales son en sí
mismos un factor económico: las reglas del mercado solo funcionan
eficientemente cuando existe un consenso moral que las sostenga. Es
este, técnicamente, el punto más delicado de confrontación.
Aunque –parafraseando a Churchill- el capitalismo perviva por ser ‘la
peor forma de relación económica con excepción de todas las demás que
han sido ensayadas’, este debe representar un medio para la libertad y
la prosperidad y no un fin en si mismo. Max Planck sostenía que “las
ciencias avanzan a golpe de funeral”. Error y prueba, a precios en
ocasiones exorbitados.
Recuperar nuestra armadura moral y una actitud inclusiva basada tal
vez en una regulación global y una apropiación y refuerzo atinados de
las iniciativas públicas puede sentar las bases de una nueva era. Pero
los cambios de paradigma se someten a sus propios ritmos y avanzan
formando una serie de círculos inescrutables. Al Papa Francisco, en todo
caso, profundo respeto y admiración.
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