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domingo, 22 de diciembre de 2013

El Papa y los mercados Manfred Nolte

La Exhortación apostólica ‘La alegría del evangelio’, recoge las conclusiones de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en Roma del 7 al 28 de octubre de 2012, y constituye el primer documento redactado directamente por Francisco I.
En un estilo fervoroso y dinámico el Papa propone algunas líneas que puedan representar la guía de su pontificado, consciente de que “tampoco debe esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo”, y nunca “con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia”. El Papa aclara que “no se trata de un documento social”, remitiendo la reflexión sobre tales temas al Compendio de la Doctrina social de la Iglesia.
A pesar de la advertencia, hablando de los retos del mundo contemporáneo, el Papa arremete frontalmente contra el sistema económico actual al que califica “injusto en su raíz”, lo que le obliga a posicionarse y a “decir no a una economía de la exclusión y la inequidad”, una economía que “mata” porque predomina “la ley del más fuerte” cuya consecuencia es un aumento de las desigualdades en el mundo. “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz”.
Tras dibujar el mapa de la injusticia mundial, el Pontífice cuestiona la consistencia misma de unos mercados que se autoproclaman ‘libres’. En su opinión, los desequilibrios reinantes “provienen de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera… Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas”. Bergoglio se muestra rotundo al concluir que “ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado”. “Algunos todavía defienden… que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión… jamás ha sido confirmada por los hechos”. Para los fundamentalistas del mercado cualquier tipo de intervención en la esfera económica es contraproducente. “De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común”. La potencial globalización incluyente ha dado lugar a una “globalización de la indiferencia”.
Concluye el Papa –“que ama a todos, ricos y pobres”- recordando la obligación que los ricos tienen de ayudar a los pobres, respetarlos y promocionarlos. “Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano”, “renunciando a la autonomía absoluta de los mercados…atacando las causas estructurales de la inequidad”. El Pastor de la Iglesia se declara “lejos de proponer un populismo irresponsable”, pero advierte que “la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno”, pidiendo el retorno de políticos capaces “a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo y la vida de los pobres”.
El texto que desborda espontaneidad y una profunda sensibilidad hacia las necesidades de los más vulnerable se desmarca poco de la rica doctrina social dictada por sus antecesores, aunque se muestra mucho más radical al denunciar los fallos ‘objetivos’ de la economía de mercado.
La denuncia papal de las circunstancias desintegradoras que rodean al mundo actual, solo puede suscitar adhesiones. En efecto, ninguna persona que tenga ojos para ver puede negar que vivimos en un mundo injusto, con una injusta distribución de la riqueza y de la renta, y lo que es más relevante, con limitadas posibilidades por parte los más desfavorecidos para abandonar la trampa de la pobreza. Nadie de buena fe puede desoír la llamada de una ‘justicia distributiva’ sobre unos bienes que, en gran medida, han sido regalados a unos y hurtados a otros al margen de méritos personales. En eso el carismático líder de la Iglesia católica se alinea con el consenso general proclamado en la ‘Declaración universal de derechos humanos’ y en la ‘Declaración sobre el derecho al desarrollo’ , ambas de Naciones Unidas.
Mayor motivo para la controversia despierta la descalificación vaticana de los mercados, -la asignación de precios y cantidades a través de la libre oferta y demanda- a pesar de los penosos resultados cosechados, en particular durante la gran crisis global que padecemos. Basta echar un vistazo a la trayectoria de aquellos países que en la actualidad discurren por economías estatalizadas o aquellas otras intervencionistas de signo populista para contabilizar tantos fracasos estrepitosos como ejemplos quieran irse citando. A pesar de la condena papal, pocos niegan que, en los últimos doscientos años, la codiciosa mano invisible de Adam Smith ha promovido la competencia, la división del trabajo, la innovación y con ellas el progreso y cotas más altas de bienestar para la humanidad. Para bien o para mal, los mercados siguen siendo el mejor método de asignación de recursos conocido hasta la fecha. En realidad y hasta el prólogo de la crisis, el Banco Mundial ha fundamentado la reducción gradual y progresiva de la pobreza global.
No ha sido necesario derribar el edificio teórico que apostaba por los mercados libres sin regulaciones ni intervención estatal. La crisis se ha encargado de rehabilitar el intervencionismo por medio de rescates espectaculares del sector financiero y descomunales programas de apoyo fiscal a los sectores más afectados, que en principio casi todo el mundo ha apoyado y defendido. El carácter equilibrante del mercado está bajo sospecha. También la hipótesis de los “mercados eficientes”, según la cual estos valoran las transacciones en cada instante con total precisión. El propio Alan Greenspan, ex Presidente de la Reserva Federal confesó que frente a la trágica elocuencia de la realidad “todo mi edificio intelectual ha quedado derruido”. Precisamente la hipótesis en la que se asientan los pretendidos mercados eficientes es que todo el mundo posee una información perfecta y que, en consecuencia, los precios expresan certeramente el valor de los productos ofertados. Pero todos sabemos que a la hora de intercambiar bienes y servicios unos saben más que otros y también tienen más que ganar. En todo trueque la información es poder. Sin transparencia, la información organiza y acumula el privilegio . Finalmente, si todas las personas fueran perfectamente racionales y los mercados totalmente eficientes se llegaría a la esperpéntica conclusión de que, en nuestro entorno actual, el desempleo es voluntario y la recesión deseable.
Pero aun así y todo, la autonomía de las disciplinas frente a los juicios morales ha sido una constante del pensamiento positivista. El discurso científico no admite injerencias. Aplicada a la economía, y siguiendo la tradición inaugurada por Adam Smith, esta posición sostiene que el mercado es incompatible con la ética porque las acciones morales voluntarias contradicen sus reglas y apartan al empresario moralizante del escenario del juego. La economía rueda con la eficiencia y no con la moralidad, pura ley de oferta y demanda. De ahí que deba reivindicarse la autonomía de una ‘justicia conmutativa’ a nivel transaccional microeconómico donde no tengan cabida postulados éticos, dentro del proceso de generación de bienes y servicios de la economía, con independencia de una mayor o menor solidaridad, -la justicia distributiva- que se puede abordar una vez concluido el acto económico. La verdadera y sustantiva función de los Estados no consiste en adulterar o anestesiar las leyes del mercado sino garantizar con el imperio de la ley y el estado de derecho que este funcione sin posiciones dominantes de información o de influencia. Preservar la libre actuación de la oferta y la demanda y sancionar e impedir cualquier actividad contraria a ella: he ahí su mas alta vocación. Cualquier otra consideración de sesgo estatal en el acto transaccional del mercado conduce a diversas malformaciones indeseables: o bien políticas taumatúrgicas donde un sano y necesario ‘Estado del bienestar’ se ve sustituido por un inviable ‘Estado benefactor’ o bien una deriva progresiva hacia economías de plan central.
Pero Francisco I –como lo hiciera Ratzinger en la encíclica ‘Caritas in Veritate’- responde que la economía no solamente está gobernada por leyes económicas, sino que está determinada por la acción del hombre. Aunque la economía de mercado descanse en el entramado de sus propias reglas, no puede eludir al ser humano o excluir su libertad moral. El desarrollo de los poderes espirituales de la humanidad es esencial para el desarrollo de la comunidad. Estos poderes espirituales son en sí mismos un factor económico: las reglas del mercado solo funcionan eficientemente cuando existe un consenso moral que las sostenga. Es este, técnicamente, el punto más delicado de confrontación.
Aunque –parafraseando a Churchill- el capitalismo perviva por ser ‘la peor forma de relación económica con excepción de todas las demás que han sido ensayadas’, este debe representar un medio para la libertad y la prosperidad y no un fin en si mismo. Max Planck sostenía que “las ciencias avanzan a golpe de funeral”. Error y prueba, a precios en ocasiones exorbitados.


Recuperar nuestra armadura moral y una actitud inclusiva basada tal vez en una regulación global y una apropiación y refuerzo atinados de las iniciativas públicas puede sentar las bases de una nueva era. Pero los cambios de paradigma se someten a sus propios ritmos y avanzan formando una serie de círculos inescrutables. Al Papa Francisco, en todo caso, profundo respeto y admiración.
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