Ante el tema de las "inmatriculaciones", discutido en estos días en España, ha de recordarse la palabra de Jesús al rico Mc 10, 17-21 (y paralelos), que quiere seguir a Jesús y alcanzar la vida eterna, pero con dinero.
Esa "palabra" forma parte de una parábola central del camino de Jesús, de manera que el "hombre" (en Mateo el joven) que quiere seguir a Jesús con dinero es un signo de la Iglesia, que ha mantenido en su evangelio este pasaje, pero aplicándolo sólo a un tipo de elegidos o perfectos (que serían los eremitas antiguos).
Habría por tanto dos tipos de personas y de situaciones.
(a) Iglesia rica: en general, ella ha optado por el dinero y el poder para extender el evangelio (una iglesia de propiedades de tierra, con edificios particulares y catedrales ricas...).
(b) Algunos cristianos pobres... Pero, al mismo tiempo, en otra línea, esa misma Iglesia ha querido que algunos dentro de ella sean pobres, diciéndoles además que ellos son bienaventurados, porque tienen a Dios (pero sin pedir/exigir que se comparta entre todos los creyentes (y los hombres) la riqueza, en forma de comunión real, de la palabra y de la vida).
Pues bien, esa distinción entre iglesia rica-poderosa y algunos cristianos pobres-impotentes va en contra del evangelio. La primera que debe "vender" sus bienes, quedándose sin nada propio y compartiendo el camino de los pobres del mundo, ha de ser la Iglesia entera.
Éste es un tema de fondo, que puede ayudarnos a entender el tema de las inmatriculaciones. La riqueza verdadera de la Iglesia no son unas propiedades de tierras y fincas, de edificios y de catedrales/museos. La riqueza de la Iglesia es su generosidad (vende lo que tienes...) y su solidaridad (dáselo a los pobres), en clave de experiencia más alta de gratuidad y misterio (ven y sígueme), en la línea del "ciento por unos", en familias y amigos, casas y campos... como verá quien lea lo que sigue.
Un texto de Iglesia
Éste es un texto que Marcos sitúa en el “camino de surgimiento de la Iglesia, un texto que el evangelio interpreta como vocación frustrada de un hombre que quiere seguir a Jesús, pero no puede pues se lo impiden las riquezas (como puede pasar a nuestra Iglesia)
Y poniéndose en camino se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Él le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Uno es bueno: Dios. Ya conoces los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no robarás, no darás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre. El replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven. Jesús, mirándole, le amó y le dijo: Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme. Ante estas palabras, él suspiró y se marchó entristecido, porque poseía muchas riquezas (Mc 9, 17-21).
Este relato ejemplar, recreado quizá por Marcos, recoge rasgos esenciales de la tradición del evangelio. Jesús aparece como maestro al que pregunta el hombre rico, y como líder que le invita al seguimiento. Mt 19, 20 dice que ese hombre rico era un joven, y de Lc 18, 18 le presenta como un arkhôn, hombre principal.
El hombre viene corriendo, como si tuviera prisa por resolver algún problema, arrodillándose ante Jesús, en signo de gran respeto y llamando a Jesús Maestro Bueno, es decir, Líder Supremo (la bondad es un atributo de Dios), le pregunta qué ha de hacer, cómo debe comportarse para “heredar” las promesas de Dios, es decir, la vida eterna (no simplemente el Reino en este mundo) Significativamente, Mt 25, 34 habla de “heredar el Reino” (cf. 1 Cor 6, 9-10; 15, 50), con una terminología judía y mesiánica. Nuestro pasaje se sitúa en un contexto más sapiencial (helenista) y no habla de Reino, sino de Vida Eterna, que está vinculada con el mismo ser y plenitud de Dios, como iré mostrando al comentar los rasgos económicos del pasaje.
- Jesús le dice: Cumple los mandamientos. El hombre le pregunta qué ha de hacer para “heredar la vida eterna”, no simplemente tierra, como viene prometiendo la tradición israelita desde las promesas de Abraham, que han sido reformuladas por la iglesia, según Mt 5, 5, diciendo que los mansos heredarán la tierra (entendida así como Capital supremo). Jesús le responde diciendo que “cumpla los mandamientos”, es decir, que se mantenga en la línea de lo estipulado por la ley israelita, partiendo de decálogo (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21: no matar, no robar…). Hay una Ley, y esa Ley debe cumplirse, conforme a la tradición de la sabiduría antigua, con sus mandamientos básicos. Pues bien, el hombre responde que eso lo ha cumplido.
- Y mirándole le amó. Esa mirada marca la novedad de lo que Jesús va a proponer, el paso de un orden social “justo” (cumplir los mandamientos) a una experiencia nueva de compromiso personal en el amor, siguiendo a Jesús, más allá de todas las normas de responsabilidad ética (e incluso de seguridad económica). De esa manera, Jesús abre ante ese hombre un compromiso más alto de amor, diciéndole que hay algo por encima de la Ley, en un nivel de gratuidad. Por eso le dice que le falta una cosa (o le sobra), según se mire: Sus propias riquezas. Jesús sabe que es “rico” y que en el fondo, a pesar de guardar los mandamientos, vive para cultivar (conseguir, guardar) sus riquezas, y buscar seguridad en ellas.
- Vende lo que tienes Hasta ahora ha vivido en un mundo de cálculos, donde el comprar y el vender se equilibran dentro de un mercado en el que quiere asegurar su vida. Pues bien, Jesús le dice que lo venda todo en el mercado, de tal forma que ésa será su última acción económica en sentido antiguo. Venderlo todo significa abandonar el nivel mercantil de la economía, desprenderse de la riqueza en el plano de la compra-venta o del mercado. Esta venta ha de ser el último gesto económico del discípulo de Jesús: No quema la riqueza, no la abandona sobre el campo, la vende.
- Y dáselo (el producto de la venta) a los pobres, es decir, a los que están fuera de los circuitos de la economía. Ese vender (que en otro contexto podía interpretarse en un contexto comercial) se convierte en expresión de gratuidad. Es vender para dar (regalar), superando el plano del talión (do un des: doy para que me des). No da el producto de la venta a otros hombres ricos, para seguir así en la rueda de los intercambios mercantiles (cf. Mt 5, 46-48), ni se lo entrega a una comunidad religiosa en la que podrá luego vivir, como en Qumran (cf 1QS, 6, 20-26) o en la comunidad eclesial de Hech 4, 34-37, en Jerusalén, donde todos ponían sus bienes en manos de la Iglesia, para que se distribuyeran entre los hermanos). Este seguidor de Jesús tiene que vender para darlo todo a otros (a los pobres), pasando así del plano monetario del dinero (vender en el mercado) al plano de la vida compartida con Jesús (entre los pobres).
- Y tendrás un tesoro en el cielo, es decir, en el tesoro de Dios, donde todo es gratuidad. Al “dar” sus bienes a los pobres tras venderlos en el mercado, este hombre situará su vida en el ámbito de Dios (cf. Mt 6, 19-21), arriesgándose a caminar con (tras) Jesús, como discípulo. Éste será su tesoro, su nueva riqueza. Jesús no le pide que pase de la posesión individual (o en pequeña familia) a la posesión grupal de bienes (como veremos, al menos implícitamente, en Mc 10, 28-31, donde se habla del ciento por uno en bienes compartidos, en una Iglesia que ofrece la máxima seguridad a sus miembros. Pues bien, Jesús no pide a este hombre rico que lo entregue todo en una “iglesia de bienes compartidos”, sino que los ponga en manos de todos los pobres (de todos los necesitados), arriesgándose a ser como Dios (como Jesús).
- Y ven y sígueme… Jesús se presenta así como aquel que está recorriendo el camino de Dios, que es camino de gratuidad, sin más “bien” o tesoro que su propia vida, que él entrega a los demás (a todos los necesitados), con toda su riqueza, superando de esa forma el nivel de la propiedad privada. En esa línea él pide al hombre rico que supere un tipo de economía de mercado, centrada en la compra y venta, según ley (conforme a un principio de equivalencia que termina condenando o expulsando a los pobres), para iniciar un camino de gratuidad, abierto a todos, superando de esa forma la diferencia entre los de dentro y los de fuera, los ricos y los pobres.
El texto sigue diciendo que, al oír estas palabras, (el hombre) se marchó entristecido, pues, a pesar de sentir el amor de Jesús, no se arriesgó a tomar su camino, en gesto de desprendimiento, dejándolo todo para así seguirle. Quizá le gustaría seguir a Jesús, pero no se atreve, pues le domina el deseo de seguridad que se consigue por un tipo de bienes económicos que están representados por el dinero. Seguir a Jesús no significa optar por sólo por él, sino caminar con él, poniéndolo todo al servicio de los pobres.
No se trata, por tanto, de “quemar” los bienes (de abandonarlos, sin más), sino de regalarlos, pasando de la propiedad privada a la comunión universal, que se establece así con los pobres del mundo (es decir, con los que nada poseen, con los ptôkhois, que son los pordioseros, cristianos o judíos, creyentes o no creyentes). Es evidente que ese “tesoro en el Cielo” puede y debe expresarse en la tierra como vida compartida y fraterna, como indicará el final del pasaje (10, 30), pero no sólo con una “comunidad” que posee sus propios bienes (separados del conjunto de los hombres), sino con todos los pobres del mundo.
La respuesta de Jesús (“vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme”: 10, 21) se puede interpretar en un plano: de mística (confianza en Dios) o ascética (renuncia), pero también, y sobre todo, en un plano social, convirtiendo la riqueza propia en riqueza y bendición para los pobres. Ciertamente, Jesús sabe que es bueno tener y compartir dentro del grupo (como indicará 10, 28-30), pero ello podría encerrar a los seguidores de Jesús en sí mismos, suscitando un tipo nuevo de egoísmo y poder comunitario, como podría verse en regla de Qumrán (y en otras reglas religiosa del cristianismo). Jesús no quiere sustituir la posesión individual (de familia pequeña) por el egoísmo o riqueza estructurada de un grupo especial de personas.
Jesús no necesita los bienes de este rico para edificar su comunidad; por eso no le pide que los ceda a su grupo; ni quiere construir su iglesia sobre donativos de los poderosos. Ama al rico en cuanto tal, como persona, no por lo que pueda darle. Le quiere libremente a él, no porque entregue algo a su “empresa”, pues ha de darlo a todos los necesitados (sean o no parte de la iglesia).
Quizá el rico estaría dispuesto a ceder sus riquezas de otro modo. Si Jesús le hubiera dicho ¿cuánto me puedes dar para mi obra? él habría respondido ¿cuánto necesitas?, y posiblemente hubiera dado todo por un tipo de causa “propia” de Jesús, para su “iglesia”. Pero Jesús no pide para él, ni para su iglesia, pues no necesita los bienes del rico, ni eleva su reino con dinero. Le quiere a él, le mira con amor y añade ¡sígueme! como diciéndole: ¡no quiero tus riquezas, te amo a ti como persona!
Jesús viene avanzando desde Mc 8,31 en una marcha que le pone en manos de las autoridades de Israel, y que 9,31 ha definido como experiencia radical de entrega, sin quedarse con algo propio. Pues bien, a diferencia de Jesús, este hombre rico quiere alcanzar la vida eterna al modo israelita, cumpliendo el mandamiento de la ley y manteniendo, al mismo tiempo, sus riquezas. Pero Jesús trasciende ese nivel y quiere ofrecerle la más honda palabra de lo humano, diciéndole que no busque ni retenga nada para sí mismo, que regale su fortuna, que la ponga al servicio de los pobres, para asumir de una manera personal el nuevo proyecto y realidad de reino (que es la Vida Eterna).
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