José M. Castillo, teólogo
El nombramiento del jesuita Ladaria, para el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es una de las decisiones más importantes que el Papa Francisco ha tomado para el gobierno de la Iglesia. Es evidente que el actual Obispo de Roma, con su forma de ser y de actuar, le había dado un giro nuevo a la presencia del Papado en la Iglesia, en el mundo y en la sociedad. Pero también es cierto que, en los asuntos más determinantes, concretamente en cuanto se refiere a la actualización de una teología estancada, que por eso mismo no puede dar la respuesta que necesitan los enormes problemas que hoy tiene que afrontar la Iglesia, en la agitada y cambiante sociedad en que vivimos, en eso es patente que el depuesto cardenal Müller – y quienes se identifican con su pensamiento – han sido (hasta ahora) un freno para la puesta al día de esta Iglesia, crecientemente envejecida, en sus ideas básicas y decisivas.
Pues bien, así las cosas, el cambio decisivo se ha puesto en marcha. El arzobispo Ladaria, por su sólida formación teológica, su experiencia como vice-rector de la Universidad Gregoria, como excelente profesor y decano de la Facultad de Teología Dogmática, por la calidad de sus numerosas publicaciones en los temas más discutidos y de mayor hondura en la teología posconciliar, en todo esto y en su equilibrio como persona, como religioso y obispo, reúne sin duda alguna las condiciones para dar la necesaria solución a los problemas de mayor calado, que el pensamiento y el futuro de la Iglesia tiene que afrontar en este momento.
Se ha dicho, con toda razón, que “en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría”. La Iglesia tiene que dar solución ya a cuestiones que no admiten más espera. Y el Papa lo sabe. Por eso, ni más ni menos, el Papa ha puesto, donde tiene que estar, el Prefecto de la Doctrina de la Fe, que estamos necesitando. Ladaria es un hombre que sabe, es un hombre equilibrado, es un creyente que sólo quiere el bien de la Iglesia. Tenemos, pues, el camino abierto a un futuro de esperanza. Quien supo estar de parte de K. Rahner, Y. Congar, E. Schillebeeckx, H. U. von Balthasar, J. Alfaro y tantos otros que aceptaron lo más original y mejor que nos dejó el concilio Vaticano II, es un hombre, un teólogo y un creyente, que, en su fidelidad a la Iglesia, es un excelente gestor de la respuesta que necesitamos.
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