Lo primero que habría que descubrir es el verdadero sentido de “misericordia”. En su estricto sentido bíblico el único que puede ejercer la misericordia es el Señor Dios. Aunque algunos no lo hayan oído nunca, ni lo sospechen, la palabra hebrea que traducimos por misericordia tiene la misma raíz que “útero”. Tener misericordia sería colocar otra vez a alguien en el útero para hacerle renacer de nuevo. De esto le estaba hablando el Maestro a Nicodemo, al decirle, “En verdad, en verdad, te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” Jn 3,3). Dícele Nicodemo: “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar en el seno de su madre y nacer?” … A lo que respondió Jesús, “Tú eres maestro en Israel, ¿e ignoras estas cosas?” (Jn 3,10)
Tal vez esta orientación del concepto Misericordia haya sorprendido a algunos, pero es el más bíblico, y, desde luego, el que más garantías ofrece al que la recibe. A veces se confunde la Misericordia con la compasión, algo que no es muy exacto. Sobre todo si ésta se concibe como una especie de “sentimiento de pena” por el que es compadecido. Todavía sería algo asemejable, que no similar por completo, si compasión se entendiera en su sentido etimológico latino, “padeceré cum”, padecer con. Es decir, transcender al otro, meterse su piel, que es una de las mejores formas de cumplir el mandamiento fraterno de amar al prójimo como a sí mismo. Pero la compasión no hace, de por sí, cambiar la situación, o la causa que la provoca. La misericordia, sí.
Hay en la actualidad de la Iglesia un movimiento a llenar los templos de confesores, que de confesionarios ya están (¿desgraciadamente?) bien surtidos. Recuerdo cómo en Brasil, el año 1972, y ya ha llovido desde entonces, se quitaron los confesionarios en casi todas las Iglesias, y se promovió con entusiasmo una celebración que el Concilio Vaticano II rescató del olvido de la noche de los tiempos, como era la Celebración Penitencial Comunitaria. Y a mí se me ocurre que algo falla si se encomienda el ejercicio de la Misericordia a la penumbra de lo les confesionarios. En algunas diócesis, como la de Madrid, se está organizando auténtico maratón de confesiones, con episodios de “24 horas” de confesiones y de penitencias individuales. Pero me parece que falta, en el cálculo clerical, un elemento sustancial: nadie ha preguntado, ni cuenta, con un acervo de penitentes que soporte toda la movida que se está organizando. Ya leí en un teólogo español, y lo suscribo por entero, que el “sensus fidei populi Dei” es estaba concretando, en los últimos tiempos eclesiales, en un punto muy concreto, muy significativo, y muy importante: en el hecho, incontrastable, de que el Pueblo de Dios, en los días que corren, comulga mucho más que se confiesa. Y que es muy fácil constatar que los fieles que se confiesan con frecuencia son de colectivos muy concretos, y señalados; no, por cierto, por su aggiornamento litúrgico.
Es indiscutible la afirmación de que en el confesionario se puede actuar con mucha, o con muy poca misericordia. Esta segunda posibilidad no es ni remota, ni rara, ni infrecuente. Más bien, todo lo contrario. Todos podemos contar, o, por lo menos, recordar en lo profundo de nuestras conciencias, y de nuestros corazones, demasiadas veces, malheridos, un buen número de veces de que, en cl confesionario, hemos probado el acíbar de la más triste inmisericordia. Así como es bueno recordar que los manuales que estudiamos por entonces, hablaban, con total seguridad, de la condición de juez del confesor. Algo que, a mí, nunca me gustó. Y por todo ello, me pregunto si no será mucho más misericordioso volver a otras prácticas penitenciales, que ya existieron en la Iglesia, en las que la confesión auricular no sea, para nada, necesaria. Es decir, practiquemos la misericordia dejando que la verdadera y única Misericordia de Dios invada, dulce y mansamente, los corazones doloridos de los fieles, nuestros hermanos. Para lo que tendremos que ser creativos estableciendo celebraciones gozosas y ágiles, en las que el Pueblo de Dios no sea obligado a pasar por la tortura, innecesaria, de comunicar lo profundo de su corazón, tantas veces con invencible sentimiento de culpa, y del dramático “peso de sus pecados”.
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