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lunes, 15 de abril de 2013

El nuevo Papa, nuevo modelo de sacerdote José María Castillo, teólogo

El nuevo estilo de presentarse en público, que el papa Francisco está poniendo de manifiesto y que tanto llama la atención de la gente, entraña más hondura de lo que seguramente imaginamos. Si, hace unos días, yo decía que no basta con cambiar de zapatos (y vestimenta) para renovar la Iglesia, hoy debo insistir en otro aspecto del problema que me parece enteramente necesario. Más aún, fundamental.
Me refiero a algo que es mucho más importante que la ropa que uno se pone. Hablo del estilo y de la forma de relacionarse con los demás, con la gente en general. No cabe duda que este papa es distinto. En muchas cosas, es como un hombre de tantos, como uno más. Al menos, ésa es la impresión que produce en quienes le ven, le oyen o se dirigen a él. Se ha despojado de todos los oropeles que ha
podido. Y se esfuerza por comportarse como un hombre normal. Ni más ni menos que eso.
Bueno, pues esto es lo que a mí me parece que representa un “nuevo modelo de sacerdote”. ¿Por qué? Al hacer esta pregunta, afrontamos una cuestión que, en el cristianismo, tiene una importancia que quizá no sospechamos. En la carta a los hebreos, al presentar a Jesús (Heb 3, 1) como “sacerdote” (Heb 2, 17-18), el autor de la carta afirma que Cristo, “para poder ser un sacerdote misericordioso y fiel”, tuvo que hacerse en todo semejante a sus hermanos” (Heb 2, 17 a). Y así, cumpliendo esa condición, es como se capacitó “para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2, 17 b). El verbo, que utiliza el texto original, es el verbo “homoioô”, que expresa conformidad, parecido total (G. Haufe).
Lo que nos remite nada menos que a la “kenosis” de Dios en Jesús (Fil 2, 6-7). Dios se despojó de todas sus dignidades y diferencias. Y así, hecho “como uno de tantos”, es como aportó salvación y esperanza a este mundo tan desesperanzado.
El criterio es claro y tremendo al mismo tiempo. Para darle a la gente esperanza, fe y acercamiento a Dios, lo primero que tenemos que hacer, quienes pretendemos colaborar en esa tarea, es suprimir diferencias, distancias, dignidades, conductas de superioridad. Quien no haga eso, irá de payaso por la vida. De sacerdote, no. Y esto es lo que da pena. Y da mucho que pensar. Cuando uno ve los curas jóvenes, que lo primero que hacen, en cuanto los ordenan de lo que sea, es ponerse la vestimenta que los distingue y que va diciendo a voces: “¡yo soy distinto, soy superior, soy sagrado y consagrado, y tengo unos poderes que Vds no tienen, ni van a tener como no sea que algún día se parezcan a mí!”. Ya sé que nadie es tan estúpido como para pensar y sentir todo eso. Los curas que se visten de curas, hacen eso porque “así está mandado”. Y son hombres obedientes a las normas que vienen de Roma, de la Curia o de la Vicaría.
En esa actitud de obediencia, merecen todo respeto. Y, por lo que a mí respecta, incluso verdadera admiración. Porque yo no me pondría esa ropa, ni aunque viniera la guardia civil a ponérmela. Pero es que – no sé si estoy en lo cierto – yo creo firmemente que la teología del N. T. tiene más autoridad, en este asunto, que la autoridad que puedan tener las normas y costumbres que vienen de Roma. Es más, yo me
pregunto si Jesús le dio poder a la autoridad eclesiástica para decidir cómo se tiene que vestir la gente. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la vestimenta es sólo un indicador de todo un “modelo de persona”. Y aquí es donde yo quería venir.
El papa Francisco, con su sencillez y modestia, le está diciendo a la Iglesia lo que ya ha dicho en una de sus más recientes intervenciones: la responsabilidad de la descomposición, que vive la Iglesia, la tiene ella misma. Se nos han subido los humos a la cabeza, ha entrado en el clero gente vulgar y trepadora, se han ocultado cosas que nunca debieron de quedar tapadas, se quieren mantener privilegios, distancias y dignidades que nada tienen que ver con lo de Jesús y el Evangelio. Y está claro que por esos caminos no vamos sino a aumentar las distancias, quedándonos cada día más rezagados.
Y reducidos a cultivar a los limitados grupos conservadores que nos quedan. Ya el cardenal Albert Vanhoye, el mejor conocedor (católico) de la carta a los hebreos, nos hizo caer en la cuenta de que precisamente la originalidad de esta carta está en que ve el sacerdocio de Cristo, en el asunto que estamos tratando, exactamente al contario de como lo presenta el A. T.. La condición, para acceder al sumo sacerdocio del antiguo Israel, era la separación: a esa dignidad, sólo podían llegar los levitas. Y, dentro de los levitas, para el sumo sacerdocio, era necesario pertenecer a la familia de Aarón, es más, a la estirpe de Sadoq (Ex 29, 29-30; 40, 15; Sir 45, 13/16. 15/19. 24/ 30).
A lo que había que añadir los solemnes ritos, sacrificios, unciones, vestimentas especiales que aquel sacerdocio llevaba consigo (Ex 29; Lev 8-9). Sin embargo, en el caso de Jesús, nada de esto se menciona. El sacerdocio de Cristo no es “ritual”, sino “real” (cf. Heb 5, 7-10; 9, 11-28). Por eso, a Jesús no se le exigió separación
o dignidad alguna, sino todo lo contrario: su vida fue un descenso imparable, hasta terminar sus días como terminaban los últimos en aquella sociedad cruel: despreciado, escupido, torturado y colgado entre malhechores. Y así consumó su sacerdocio.
El papa Francisco ha iniciado un nuevo camino para los sacerdotes en la Iglesia. Que todo el que busque dignidades, privilegios, categorías propias de selectos y cosas de ésas, que se las busque en otro sitio. Porque, en realidad, no ha sido el papa
Francisco, ni siquiera san Francisco de Asís en quien se inspira, sino que fue Dios mismo, en Jesús, quien abrió el camino que a todos nos desconcierta. El único camino que lleva a la verdadera humanización que dignifica este mundo: el camino que nos señalan “los últimos”, ésos a los que Jesús señaló como “los primeros”.

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