fe adulta
Es probable que para la gran mayoría de personas religiosas o que han crecido en ese espacio, tanto la palabra “predicar” como la de “conversión” evoquen significados concretos que prefieran olvidar.
Debido a la experiencia vivida durante muchas generaciones, el término “predicación” hace pensar en adoctrinamiento, proselitismo, imposición y sometimiento a una doctrina. Por su parte, “conversión” remite a pecado, culpa, confesión, sacrificio y reparación. En consecuencia, la unión de ambas palabras en una sola expresión reviste tonos sombríos, rutina y pesadumbre.
Tanto el abuso de esos términos, con una práctica abusivamente negativa asociada a los mismos, como la disonancia que provocan en una cultura moderna reacia a cualquier tipo de prédica y refractaria a cualquier idea de culpa, hace que sean irrecuperables.
Solo cabe, si acaso, rescatar el sentido original de “conversión”, traducción del griego “metanoia”. Ateniéndonos a la etimología, se habla aquí de “meta” (más allá) y “noia” (de “nous”: inteligencia, que podría traducirse por mente). De acuerdo con ese significado etimológico, convertirse es ir más allá de la mente. Un ir que supondrá siempre un cambio de dirección o de sentido, con respecto al camino que habíamos tomado con anterioridad.
Cada vez somos más conscientes de los límites de la mente y del peligro reduccionista y limitante que supone el hecho de absolutizarla. Si queremos avanzar en la verdad -única fuente de crecimiento, liberación y humanización-, es preciso trascenderla. Lo cual no significa en absoluto negar su lugar ni mucho menos sofocar su función crítica. Significa, sencillamente, reconocer su límite, advirtiendo que nunca puede ir más allá del mundo de los objetos. Por tanto, para avanzar en la verdad, necesitamos acallarla entrando en el silencio de los pensamientos y del yo, teniendo el coraje de integrar lo que ahí se nos revela. Eso es la “conversión”, no algo sombrío, sino fuente permanente de luz y despliegue.
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