No esperaba que este cuarto Sínodo del pontificado del papa Francisco, al igual que los tres primeros, fuera a dar ningún paso decisivo en el camino de la irrenunciable y urgente reforma institucional de la Iglesia Católica Romana. Visto lo visto, no esperaba que fuera a cumplir la condición indispensable de una tal reforma: la supresión del obstáculo estructural decisivo, a saber, el modelo clerical jerárquico. El Instrumentum Laboris que acaba de publicarse me reafirma en mi escepticismo: el clericalismo sigue intacto y cerrado, y condena el Sínodo a un callejón sin salida.
Me explico. En este documento que servirá de base de reflexión para la segunda sesión ordinaria de los obispos en el próximo mes octubre, se siguen distinguiendo y separando claramente dos tipos de servicios y poderes en la Iglesia: los “ministerios” y poderes que dependen de la decisión comunitaria – histórica, contingente, variable –, y los que dependen de la voluntad divina – eterna, absoluta, inmutable –. Los primeros son ministerios y poderes comunes, vienen de “abajo”, y cualquier bautizado adulto puede desempeñarlos, si la comunidad lo nombra. Los segundos son ministerios y poderes superiores, “ordenados” (diáconos, sacerdotes” y obispos), vienen “de arriba”, son conferidos por Dios a sus “elegidos” (en griego klerikói) a través de un rito o sacramento de “ordenación” válidamente ejecutado por un obispo; estos ministerios superiores solamente pueden ser desempañados por varones, y otorgan en exclusiva el poder de absolver los pecados y de presidir la eucaristía o misa convirtiendo el pan y el vino en “cuerpo y sangre” de Jesús.
Así han sido las cosas en las Iglesias dependientes de Roma desde los siglos III-IV, no ciertamente desde Jesús, y así siguieron en la Edad Media, y en el Concilio de Trento (siglo XVI) contra la Reforma protestante, y en el Concilio Vaticano I (1869) contra la Modernidad. Y así continuaron en el Concilio Vaticano II (1962-1965), a pesar de algunos tímidos intentos de reforma. Así han continuado durante los 11 años del pontificado del papa Francisco con sus tres sínodos. Y en el fondo todo sigue igual en el Instrumentum Laboris para la segunda sesión ordinaria del Sínodo sobre la sinodalidad en curso (y ya va para tres años).
No nos engañemos: nada cambiará en la institución eclesial. O sí: en un mundo que cambia a un ritmo que da miedo, en una humanidad que busca sobrevivir como puede ante tanto poder opresivo y ante el alarmante desarrollo de la Inteligencia Artificial, la Iglesia institucional seguirá repitiendo viejos moldes vacíos, formas y palabras sin alma ni vida. “Sínodo” significa “caminar juntos”, pero este Sínodo sobre la sinodalidad ni siquiera planteará la posibilidad de que ni ahora ni nunca se derogue en esta Iglesia la ley humana que separa y segrega, que consagra el dominio y la subordinación. La ley canónica, antievangélica, que impide que podamos realmente caminar juntos. El sínodo, una vez más, seguirá dando vueltas en el mismo callejón. Jesús nos diría lo mismo que decía a los clérigos legalistas de su tiempo: “Dejáis a un lado el mandamiento de la Vida (Jesús le llama “Dios”, yo también lo hago) y os aferráis a la tradición de los hombres” (Mc 7,8).
El texto formula ciertamente criterios generales acertados y muchos buenos propósitos. Por ejemplo: la bella llamada “a acompañarnos unos a otros como Pueblo de peregrinos que recorre la historia hacia un destino común” (Introducción), la afirmación de “la identidad mística, dinámica y comunitaria del Pueblo de Dios” (n. 1), la reiterada apelación al diálogo, a la escucha y al discernimiento compartido, la necesidad de una “conversión sinodal” (Introducción), una “conversión de las relaciones y de las estructuras” (n. 14), la invitación a “reflexionar concretamente sobre las relaciones, las estructuras y los procesos que pueden favorecer una visión renovada del ministerio ordenado, pasando de un modo piramidal de ejercer la autoridad a un modo sinodal” (n. 36).
Muy bien. Lo que pasa es que esos criterios y propósitos se encuentran no solo contrapesados, sino de hecho bloqueados por la afirmación de otra instancia última, inapelable: la instancia clerical. Y ahí no se atisba ningún avance en este documento. En ningún momento reivindica, ni siquiera sugiere, la abolición –indispensable y posible– del vigente modelo clerical, piramidal, autoritario, patriarcal de la institución eclesial. De modo que no quedan resquicios para una radical conversión estructural de la Iglesia. Afirma, faltaría más, que la autoridad ha de ser ejercida como servicio, y que es preciso “favorecer una visión renovada del ministerio ordenado, pasando de un modo piramidal de ejercer la autoridad a un modo sinodal” (n. 36).
Pero nunca pone en tela de juicio el modelo jerárquico clerical como tal. Insiste también en que la autoridad ha de ejercitada con “transparencia y rendición de cuentas” (n. 74, 75, 78, 92), pero no se pregunta de dónde o de quién proviene la autoridad ni propone medios para un control efectivo de su ejercicio. Las condiciones democráticas elementales de legitimidad de la autoridad en la Iglesia brillan por su ausencia. La palabra democracia no se conoce. La transparencia y la rendición de cuentas son cruciales, pero serán quimeras mientras el sistema clerical quede incólume, mientras la potestad primera y la última palabra, emanadas de lo alto, pertenezcan a la jerarquía. Es la jerarquía la que elige a la jerarquía y se considera a sí misma como elegida por Dios. Se cierra en círculo.
El texto lo deja muy claro: “La sinodalidad no supone en modo alguno la devaluación de la autoridad particular y de la tarea específica que Cristo mismo confía a los Pastores: los Obispos con los Presbíteros, sus colaboradores, y el Romano Pontífice como "principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los Obispos como de la multitud de los Fieles" (n. 8, citando la Constitución Lumen Gentium 23 del Vaticano II). (Lo mismo se repite en los nn. 10, 37, 38,69, 88, 101…). Por si a alguien le cabe alguna duda: “En una Iglesia sinodal, la competencia decisoria del Obispo, del Colegio episcopal y del Romano Pontífice es inalienable, ya que hunde sus raíces en la estructura jerárquica de la Iglesia establecida por Cristo” (n. 70). Dicho queda.
No hay mejor reflejo ni peor efecto del clericalismo sacralizado e inamovible que el lugar y el papel que se reconoce a la mujer en la Iglesia. Y lo que dice el Instrumentum laboris al respecto me parece algo patético. Insiste en “la necesidad de dar un reconocimiento más pleno a los carismas, la vocación y el papel de las mujeres en todas las esferas de la vida de la Iglesia” (n. 13), aboga por “una participación más activa de la mujer en todos los ámbitos eclesiales" (n. 15), por “un acceso más amplio a los puestos de responsabilidad en las diócesis y en las instituciones eclesiásticas”, incluso por “un aumento del número de juezas en los procesos canónicos” (!), pero todo ello “de acuerdo con las disposiciones existentes” (n .16) (clericales, claro está). Justo asoma una referencia, muy escueta, a “la admisión de las mujeres en el ministerio diaconal”, para decir que no hay acuerdo al respecto, que “esta cuestión no será objeto de los trabajos de la Segunda Sesión” del Sínodo (¿debemos entender que el Sínodo es para tratar sobre aquello en lo que todo el mundo está de acuerdo?) y que… “es bueno que continúe la reflexión teológica” (n. 17).
Doctores tiene la Iglesia que sabrán responderos. Y aumenta mi perplejidad aumenta al constatar que la piedra de toque del clericalismo, la cuestión de la “ordenación sacerdotal” de la mujer ni siquiera se menciona en el documento, cuando ha estado presente en todas las mesas, parroquias, países y continentes, en todas las etapas, fases e informes. Interprételo cada cual. Personalmente, en los números sobre el papel de la mujer en la Iglesia percibo cierto deje de mala conciencia, como si los redactores (presumo que casi todos clérigos) nos dijeran: “Perdón, lo sentimos, pero así lo quiso Cristo, así lo quiere Dios”. ¿Cómo lo saben?
Así llevamos décadas, siglos y milenios, metidos en el callejón sin salida del clericalismo. No será posible un verdadero sínodo, un camino compartido, una Iglesia de hermanas y hermanos, libres e iguales, mientras no se derribe el muro, el sistema, el modelo clerical. Y este Instrumentum laboris no lo rompe, ni lo cuestiona, ni lo mira siquiera, a pesar de que dos veces utiliza el término “clericalismo” e incluso denuncia sus “efectos tóxicos” (n. 35; cf. n. 75).
Pero el Espíritu (gran ausente de este documento) no se deja poseer ni se deja encerrar. El Espíritu vibra en el corazón de todos los seres sin excepción y sin exclusión. El Espíritu es el verdor de la vida, el movimiento, la relación, la creatividad universal, la novedad permanente. El Espíritu atraviesa todos los credos y sistemas, muros y murallas, y abre sin cesar nuevos caminos de luz y de aliento.
José Arregi
Religión Digital
Aizarna, 11 de julio de 2024
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