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miércoles, 29 de mayo de 2024

SOLO HACERNOS PAN NOS LLEVARÁ A LA PLENITUD CORPUS II (B) Mc 14,12-26


 fe adulta


La eucaristía es el sacramento de nuestra fe. Por muy claras que tenga las ideas y por muy razonada que sea la explicación, siempre termina pesando más la postura tradicional. Pero resulta que la tradición que prevalece no es la original, sino la que se fue elaborando a través de los siglos, al tiempo que se perdía el sentido original del sacramento. ¿Alguien puede imaginarse a Pedro poniéndose de rodillas ante el trozo de pan que le ofrecía Jesús o recogiendo las migas que habían caído? 

Este sacramento encierra numerosos aspectos, todos interesantes. Hoy me voy a ceñir a lo que es como sacramento. Todos los sacramentos son signos. Si no tenemos claro lo que es un signo, mal podremos entender lo que es un sacramento. En la primera mitad del siglo pasado Cassirer inventó y desarrolló una nueva definición del ser humano. Ya no se trata de ‘animal racional’ sino de ‘animal simbólico’. Este nuevo concepto no lleva a una comprensión del ser humano mucho más amplia y profunda. La racionalidad no queda abolida, pero se interpreta como insuficiente para explicar lo que es el hombre.

Esta idea puede ser muy útil para adentrarnos en una nueva manera de entender los sacramentos como signos. Signo es cualquier sonido, gesto o realidad que, a través de nuestros sentidos, provoca en nuestra mente una imagen concreta que está más allá de lo que vemos u oímos. Los signos son la única manera que tenemos los humanos de trasmitir lo que tenemos en nuestro cerebro, que no coincide nunca con lo que entra por nuestros sentidos. Las realidades trascendentes no caen bajo el objeto de nuestros sentidos, por lo cual, si queremos hacerlas presentes tenemos que utilizar signos.

En la eucaristía, el signo no es el pan sino el pan partido, repartido, preparado para ser comido y el vino derramado, bebido como sangre, vida que se pone al servicio de los demás. En ambos casos, la realidad significada es el AMOR, que es Dios. Esta realidad, por ser trascendente, divina, está siempre ahí porque no está sometida al tiempo y al espacio. Ni se trae ni se lleva, ni se pone ni se quita. DIOS-AGAPE está invadiéndolo todo e identificándolo con Él en todo instante, pero nosotros podemos no ser conscientes de ello, por eso necesitamos los signos para tomar conciencia de esa realidad.

Dios no puede estar en uno más que en otros. Está siempre en todos de la misma manera. Somos nosotros los que podemos pasar toda la vida sin enterarnos o podemos tomar conciencia de esta realidad y vivirla. El signo lo necesitamos nosotros porque las cosas llegan a nuestro cerebro a través de los sentidos. Dios ni necesita los signos ni está condicionado por ellos. Dios no está más presente en nosotros después de comulgar que antes. Comulgamos para tomar conciencia de lo que nos desborda.

Creo que estamos en condiciones de comprender que los sacramentos ni son magia ni son milagros. La experiencia me dice lo difícil que va a ser superar la comprensión de la eucaristía como magia. Cuando celebramos una eucaristía, ni el sacerdote ni Dios hacen ningún milagro. Lo que hacemos es algo mucho más profundo, pero lo tenemos que hacer nosotros mismos. Tomar conciencia de lo que fue Jesús durante su vida mortal y comprometernos a ser nosotros lo mismo. Lo que pasa fuera de mí, lo que puedo ver u oír es solo un medio para descubrir, dentro de mí, una realidad que me transciende.

Lo repito: el signo no es el pan, sino el pan partido, preparado para ser comido. Partir el pan forma parte de la esencia del signo. Jesús se hace presente en ese gesto, no en la materia del pan. Si comprendiéramos bien esto, se evitarían todos los malentendidos sobre la presencia de Jesús en la eucaristía. El pan consagrado hace siempre referencia a una ‘fracción del pan’, (celebración eucarística). Lo mismo en la copa. El signo no es la copa sino el cáliz bebido, es decir, compartido. Para los judíos la sangre era la vida. La copa derramada es la vida de Jesús (no la muerte) puesta al servicio de todos.

Debemos superar el “ex opere operato”. Ninguna celebración puede tener valor automático. Cuando me llamaron al orden, me dijeron: “Tú tienes que ser como el farmacéutico, que despacha las pastillas a los clientes sin explicarles lo que han hecho en el laboratorio”. Mi desacuerdo es absoluto. La aspirina produce su efecto en el paciente automáticamente, aunque no tenga ni idea de su composición. Pero los sacramentos son la unión de un signo con una realidad significada que no se puede dar sin una mente despierta. Sin esa conexión, el rito se queda en puro garabato.

La realidad significada es Jesús como don; es Dios-Ágape, manifestado en Jesús. La palabra hebrea que traducen al griego por soma, no significa cuerpo. En la antropología judía, el ser humano era un todo único, pero distinguían distintos aspectos: hombre carne, hombre cuerpo, hombre alma, hombre espíritu. Hombre cuerpo no hace referencia a la carne, sino a la persona sujeto de relaciones. El soma griego todavía conserva ese significado. Al traducirlo por “corpus”, se impuso el significado físico, distorsionando el mensaje original. Jesús no dijo: Esto es mi cuerpo sino esto soy yo.

La eucaristía resume la actitud vital de Jesús, que consistió en manifestar, amando, lo que es Dios. Como buen hijo hace siempre presente al padre. La realidad significada, por ser espiritual, no está sometida al tiempo ni al espacio. Hacemos el signo, no para crearla sino para descubrirla y poder vivirla. No podemos celebrar la eucaristía sin los demás. Solo en nuestras relaciones con los demás podemos hacer presente el amor. Con demasiada frecuencia hemos convertido la eucaristía en una devoción particular en la que los otros incluso nos molestan, como me han comentado alguna vez.

Jesús nunca hizo hincapié en que amaba mucho a su Abba; sino en su unidad con Él. Esa misma es la experiencia de todos los místicos. S. Juan de la Cruz: “¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!” Dios no puede hacerse presente en un lugar acotado, sencillamente porque no puede dejar de estar en todo lugar. Tampoco puede estar más presente aquí que allí. Nosotros, como seres humanos, no tememos más remedio que percibirlo en un lugar para poder tomar conciencia de su realidad.

Cuando Jesús propone el mandamiento nuevo, está hablando de las consecuencias que debía tener en nuestra vida, el amor (ágape) del Padre. El fin último de la celebración de una eucaristía, es hacer presente con los signos, este ágape que nos fundiría con Dios y nos abriría a los demás, hasta sentirlos fundidos en Dios. El hombre puede tomar conciencia de este hecho y vivirlo. El que lo descubre y lo vive descubre su verdadero ser y disfruta siéndolo. Nunca se nos ocurra pensar que dándonos a los demás, les estamos haciendo un favor. Con esa actitud de entrega, estás alcanzando tú la plenitud.

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