(Agencia Fides).- Cuando comencé mi carrera de periodista en Francia, hace unos quince años, la palabra "misión" era todavía un tanto tabú, difícil de utilizar, porque se sospechaba que estaba asociada a una forma de apología del proselitismo, a veces a las sombras relacionadas con la colonización, a sospechas de imperialismo cultural más o menos disimulado, e incluso a una forma de crítica silenciosa del Concilio Vaticano II y de sus posiciones sobre el diálogo con otras religiones. De hecho, con frecuencia los lectores me han preguntado por la finalidad y el significado de la misión. ¿Por qué ir a otros países, a otros pueblos, a otras culturas?
Poco a poco, a medida que iba conociendo a misioneros, me daba cuenta de que no había ninguno que no se planteara la pregunta de por qué, sobre todo en los países más lejanos. Y este "por qué" era inseparable de un "cómo". Ahora, este "por qué" también se plantea cada vez más en Europa, y me ha resultado especialmente interesante el libro del cardenal Jean-Marc Aveline, porque aborda esta cuestión.
Me gustaría empezar por el epílogo, porque es ahí donde encuentro la clave que ilumina toda la cuestión. Para arrojar luz sobre esta dinámica que empuja al misionero lejos de casa, el cardenal cita la canción del cantante belga Jacques Brel, 'Quand on a que l'amour', (cuando sólo se tiene amor), entrelazándola con la historia de su hermana Marie Jeanne, que en su cama de hospital pronunció estas pocas palabras, que resumían toda su vida: "Sólo hay que amar". La razón de ser de la misión es, pues, que el cristiano y la Iglesia respondan a la llamada a imitar a Cristo, en el sentido de imitar su amor por el mundo, que se concreta en su plan de salvación para la humanidad, como escribe San Juan, de quien toma el título el libro. «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». (Jn 3, 16-17).
Pero una vez reconocido esto, surge inmediatamente la cuestión del "cómo". El cardenal Aveline propone tres horizontes para pensar las modalidades de la misión: "como diálogo de salvación", "en el horizonte de la promesa" y "en la dinámica de la catolicidad".
Antes de entrar en detalles, me ha sorprendido hasta qué punto su teología de la misión está enraizada en la experiencia, la experiencia de su vida en general. En primer lugar, la experiencia fundadora, la herida del exilio, del desarraigo de los pieds-noirs de la tierra de Argelia. «Conocen por experiencia el sufrimiento de toda emigración y sienten en sus carnes que el amor a la patria nunca puede ser arrancado del corazón de un hombre. Han experimentado el dolor de no ser aceptados, el desprecio por su origen, la incomprensión resultante de los prejuicios, la exclusión debida a demasiados malentendidos. Pero también pueden demostrar que la fraternidad entre judíos, cristianos y musulmanes es posible, como cuando vivíamos juntos bajo el sol en Constantina, Orán o Argel, y poco a poco se fueron entretejiendo los hilos de esa mezcla cultural que nos dio forma, compartiendo kémias y mounas, antes de que un viento perverso venido de otra parte invadiera las calles de nuestras ciudades, infundiendo desconfianza, rompiendo amistades, destilando odio. Un viento venenoso que hoy, por desgracia, vuelve a soplar en muchas orillas del Mediterráneo».
A este desarraigo le siguió la dureza de la experiencia migratoria, posibilitada por el calor de la familia y los amigos y el amor por una nueva tierra. Le siguió también la experiencia pastoral e intelectual, que pronto le llevó a centrarse en el diálogo interreligioso, mediante la fundación y dirección durante diez años del Institut de Science et de Théologie des Religions de Marsella, verdadera encrucijada del fermento teológico y cultural del Mediterráneo. Tres crisoles fundamentales que nos recuerdan que el misionero, aunque esté llamado a desplazarse geográfica, cultural y espiritualmente, llega siempre con su historia y que esta historia, leída de nuevo como en este caso, es un pozo de agua viva del que extraer una visión dinámica del compromiso misionero.
El libro comienza con una reflexión sobre la misión como diálogo de salvación. Una vez más, al confrontar esta definición con mi propia experiencia como periodista, a menudo me he topado, al escribir artículos sobre el tema, con una cierta tensión entre quienes se mostraban nerviosos ante la palabra diálogo, porque veían en ella una concepción relativista, y quienes, por el contrario, veían en el diálogo un modo seductor, cuya finalidad era la de "convencer" o movilizar a la gente en torno a determinados valores.
La Declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II afirmaba que "La Iglesia católica no rechaza nada de lo que hay de verdadero y santo en esas religiones, sino que mira con sincero respeto los modos de actuar y de vivir, los preceptos y las doctrinas que, aun difiriendo en muchos aspectos de lo que ella misma sostiene y propone, son portadores a menudo de ese rayo de verdad que ilumina a los hombres". Pero, ¿cómo discernir este texto? El cardenal comienza con el testimonio de los supervivientes de Tibhérine, Amédée y Jean-Pierre, un testimonio de cercanía y amistad con sus vecinos musulmanes. Compromiso: la palabra es importante, porque revelación en hebreo significa 'palabra que es acción'. Dios quiere comprometerse con el hombre estableciendo una alianza a través de la conversación, que no es sólo un medio, sino una modalidad de esta alianza. De hecho, el misionero es alguien que está en constante diálogo; el diálogo era una forma de amar al ser humano, una experiencia de curiosidad amorosa hacia el otro y también de gratuidad.
Algunos jóvenes cristianos conversos, catecúmenos o buscadores de sentido, estos espirituales no-religiosos como se les llama, en Europa o en otros lugares, me han confiado a veces que uno de los obstáculos de su camino hacia la Iglesia era el miedo a ser rechazados. En algunos países donde el cristianismo es aún poco conocido, a este miedo se añade el de una doble finalidad ideológica y política por parte de la Iglesia, doblemente llamada a este imperativo de gratuidad porque forma parte de su testimonio y de la necesidad de no dar un contra-testimonio. El autor advierte: "El hecho de que la libertad se encuentre tanto al principio como al final de la aventura humana nos impide caer en la tentación de reducir la acción misionera a un proceso mecánico, lo que equivaldría a instrumentalizar el encuentro: el diálogo es mucho más que una condición de posibilidad para el anuncio, que sería su fin. De hecho, la propuesta de diálogo es ya un anuncio implícito de la Buena Nueva de un Dios trino, un Dios que es en sí mismo una relación, una relación de amor, y que se revela ofreciendo a todo ser humano una cercanía respetuosa que se abre al diálogo de la salvación".
Pero por gratuito que sea, este diálogo no es una charla. Se trata de entregar el Evangelio, que es la palabra viva. Cabe preguntarse entonces qué significa entregar el Evangelio. Aquí el cardenal cita al franciscano Eloi Leclerc: "Evangelizar a un hombre significa decirle: 'Tú también eres amado por Dios en Cristo'. No basta con decírselo: debes estar convencido. Tampoco basta con estar convencido de ello: hay que comportarse con ese hombre de tal manera que sienta y descubra algo en sí mismo que ha sido salvado'. Esta frase me recordó una conversación sobre la misión con Sor Lucía Bortolomasi, Superiora General de las Misioneras de la Consolata, que me había citado unas palabras que la habían inspirado: "Si hacéis que Dios vibre en el corazón de una sola persona, no habréis vivido en vano".
Al hacerlo, la Iglesia no se limita a ofrecer o proponer, sino que ella misma queda "confundida" por el encuentro. Desconcertada no en un sentido relativista, sino al contrario, del roce con el otro surge la chispa que es una llamada a la propia conversión. Todo misionero que entra en contacto con no cristianos vive la experiencia de verse arrojado de nuevo sobre sus propias preguntas, impulsado a profundizar en el conocimiento y la fe. El jesuita Michel de Certeau, citado por el cardenal, lo expresó magníficamente: "Descubrimos a Dios en el encuentro que él provoca". "Nosotros" significa las distintas partes en diálogo, porque la conversión del otro va unida a la del propio misionero. El encuentro que realiza el misionero, es decir, el encuentro que se produce entre las personas y Dios mismo, es una ecuación misteriosa con varias incógnitas.
El cardenal Aveline cita extensamente la reflexión de Joseph Ratzinger de 1971, desarrollada en el libro "El nuevo pueblo de Dios". El futuro Pontífice escribía entonces: "El camino de Dios hacia los pueblos, que se cumple en la misión, no elimina la promesa del camino de los pueblos hacia la salvación de Dios, siendo este camino la gran luz que brilla ante nuestros ojos desde el Antiguo Testamento; sino que sólo la confirma. Pues la salvación del mundo está en manos de Dios; procede de la promesa, no de la Ley. Pero nos queda el deber de ponernos humildemente al servicio de la promesa, sin querer ser más que siervos inútiles que no hacen más que lo que deben".
Estos "siervos inútiles" que son los misioneros -y con ello me refiero a los cristianos en general, no sólo a los religiosos- se plantean, como Pablo en los comienzos de la Iglesia, la pregunta que resume el cardenal Aveline: "¿Por qué anunciar el Evangelio en tierra extranjera para proclamar un mensaje que ni siquiera los que están cerca de nosotros quieren recibir?". Pablo, acosado por esta pregunta tras el martirio de Esteban y las persecuciones que le siguieron, cuenta que oró en Jerusalén y recibió las palabras del Espíritu: "Id, os enviaré a lo largo y ancho de las naciones". Del mismo modo, los misioneros de hoy, ante la pregunta del porqué, pueden encontrar la respuesta en las Escrituras, en la imitación de Cristo y en el amor a los demás que, como escribió Dante, mueve el sol y las demás estrellas. Y en este lema entra un misterio propiamente divino, que es el de la acción del Espíritu y el designio de Dios sobre cada persona.
Y es aquí donde tocamos un punto muy interesante para nuestras Iglesias, preocupadas por la descristianización actual de las sociedades, por el hecho de que en algunos países europeos la Iglesia parece convertirse en un vestigio moribundo frente a una política cada vez más secularizada y en medio de otras religiones: la comprensión misma de la catolicidad en situación de minoría. Me gusta la definición propuesta por el Cardenal de "levadura eucarística de unidad", que obviamente se hace eco de la metáfora de la levadura en la masa. La catolicidad no como una especie de realidad tendenciosa con fines expansionistas, sino como la promesa de un Dios "que quiere reunir en la unidad a sus hijos dispersos, e incluso al cosmos, en una gran misa sobre el mundo, cantada por Teilhard de Chardin". (...) Aunque los discípulos sean sólo dos o tres reunidos en su nombre, Dios está en medio de ellos, no para que se complazcan, sino para que no tengan miedo de revelar a personas de toda cultura, lengua y religión que su deseo más profundo procede del amor que Dios les tiene, incluso antes de que le conozcan. Esto es lo que la Iglesia llama 'catolicidad'.
Una definición estimulante, en el sentido de que es un poderoso antídoto contra los dos peligros que amenazan a la Iglesia en general y a todo cristiano en particular: la búsqueda de la eficacia y lo que Bernanos quiso decir cuando escribió "el demonio de mi corazón se llama 'à quoi bon' ", una expresión difícil de traducir, pero que quizá se encuentre en el "como sea", en el "dejémoslo ir".
Marie-Lucile Kubacki*
Religión Digital
(Agencia Fides 4/5/2024)
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