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sábado, 29 de diciembre de 2018

Sobre el “abuso” de poder en la Iglesia. El abuso de poder, en el ADN de la Iglesia

Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
Por lo menos según el obispo de Hildesheim, “quien lamenta que el abuso de poder está en el ADN de la Iglesia”. Hay que reconocer al obispo, por lo menos, valentía y gran dosis de sinceridad al obispo de la Baja Sajonia, en Alemania, para, desde su cargo institucional tan importante y decisivo, como obispo, es decir, miembro del órgano eclesiástico del episcopado, que es el que ostento máximo poder en la Iglesia, que el abuso de éste está ya en el ADN de la comunidad eclesial. He asegurado que el episcopado es la institución que más poder ostenta en la Iglesia, y lo voy a argumentar. En Edad Media, entre los siglos XIV-XV, se discutió dónde radicaba, o quien ostentaba, la máxima “autoritas” en la Iglesia.
Los canonistas se inclinaban por el Concilio ecuménico, y los teólogos por el Papa. En ambos casos se trata o del conjunto de prelados de toda la catolicidad de la Iglesia, o de un obispo señalado especialmente, el de Roma. Así que queda claro que el episcopado ostenta el máximo poder en la Iglesia, por lo menos en la conocida como Católica, sobre todo la del rito romano. Voy a dar, desde estas primeras líneas, toda la razón al señor obispo de la ciudad sajona de tan difícil fonética, del que no sabía el nombre hasta este momento, en que acabo de consultar en Google. Me he enterado, además, de que se trata de una sede principesca, por concesión del rey Ludovico Pío, desde el remoto inicio del siglo IX, año 815, y que pertenece en el presente a la provincia eclesiástica-arzobispado de Hamburgo, y que el nombre del señor obispo tan libre y desacomplejado es Norbert Telle. Pero así como desde el principio le voy a conceder a Norbert que tiene toda la razón, por motivo de claridad, haré algunas precisiones, que considero no solo oportunas, sino necesarias, para que se entienda bien la veracidad de afirmación tan fuerte.
1º) El ADN del abuso del Poder no está en la Iglesia, sino en una parte de la misma, importante, sí, pero solo parte: en la Jerarquía.
No voy a entrar en excesivos distingos, y precisiones, sino afirmar algo que, hoy, es voz y pensamiento comunes y frecuentes, entre los teólogos y pensadores católicos de sensibilidad abierta a la autocrítica, como en los días que corren, es idea y práctica común afirmar que, en los primeros siglos de la Iglesia, hasta casi finales del siglo V, la Jerarquía, como hoy la conocemos, y en el sentido en que hoy la vivimos, no existía. Cuando la comunidad eclesial aumentó mucho, y lo hizo rápida y enormemente, se hizo, en efecto, necesaria una reorganización de la comunidad, y, sobre todo, los cuadros encargados de esa tarea necesitaban una determinada cuota de poder. (Después volveré a cómo hubiera sido prudente y razonable esa cuota, y cómo no lo fue).
2º), el paso traumático de una “Iglesia-comunidad-de-creyentes-y-seguidores-de-Jesús” a una “Iglesia-Institución”.
Podemos simplificar, para entendernos, que la Iglesia toda es “un misterio de Salvación”, la comunidad de seguidores de Jesús que intentan pautar su vida por los valores que el Señor les dejó, y que aparecen en las palabras y hechos que nos cuentan los cuatro evangelios, y, después, se completan con la experiencia de la vida de los primeros cristianos, de la que nos informan los restantes libros del Nuevo Testamento, (NT). Los miembros de esa Iglesia son testigos del Reino de Dios, y son contemplados por el mundo, y admirados, y, al llegar a cierto punto, imitados. Es profundamente significativo de esta relación creyentes-bautizados con el resto de las personas lo que nos cuentan las crónicas primitivas de la reacción de los gentiles, quienes no tenían otra alternativa que mostrar su admiración con el reconocimiento de “mirad como se aman”. Los cristianos no eran reconocidos por el culto y los fenómenos religiosos que podrían eventualmente producir, que no eran ostentosos, ni podían serlo, ante la prohibición oficial del Imperio, sino por el estilo y el modo de vida. Dos comportamientos llamaban poderosamente la atención, en un mundo llenos de violencia y de profundas desigualdades sociales, con la omnipresencia de la esclavitud: el amor entre los miembros de la comunidad cristiana, y el perdón, así como la autonomía y autosuficiencia social y económica que intuían, primero, y después, comprobaban, en el seno de la comunidad. Fuera de la comunidad sus dirigentes no eran conocidos como tales, sino por el boca a boca, y la rumorología inherente a un grupo humano que producía curiosidad, interés, y, más tarde, voluntad de integrarse a su grupo. Es decir, no existía un grupo organizado y visible encargado de la dirección, patente fuera de la comunidad por signos externos, como vestimenta, o diverso modo de aparición ante la comunidad humana. Resumiendo: no había rastro del clericalismo, ¡porque no había clero!.
3º) Entre los siglos IV y VI aparece el clero, como casta separada del grueso de los fieles, encargada de la dirección de la comunidad.
Ya he explicado, más arriba, la necesidad fatal de este cuerpo de dirección, cuando el número de cristianos, miembros de las diferentes comunidades repartidas por el Mediterráneo, crece exponencialmente. Este cuerpo, lo llamaremos clerical a partir de este momento, poco a poco tiende a convertirse en una casta, y a consecuencia de la observación de los sacerdotes de las religiones paganas, y de la magnificencia y ostentación de la corte, y de toda la organización imperial, se va convirtiendo, poco a poco, en Religión, y, ya después, a través de tantos siglos de Edad Media, y hasta nuestros días, va creando esa parafernalia de ritos, devociones, celebraciones, divisiones territoriales apetitosas, atrayentes, y decisivas en el dominio físico de la tierra, que llamaron, a estilo romano, diócesis, y así hasta hoy, y que se convirtieron en creadoras de una aristocracia religiosa, y socio-económica, y ésta sí nace, por necesidad, y casi por naturaleza, con el ADN de poder del que habla el franco, decidido, sincero y valiente, obispo Norbert Telle, de la Baja Sajonia alemana. Pero una cosa es el ADN del poder, y otra cosa, el abuso del mismo.
4º) El ADN del poder se encuentra en la propia Jerarquía eclesiástica, pero el abuso del mismo nunca debería haber aparecido en el seno de la institución de la Iglesia.
Como he afirmado más arriba el problema del poder, y, por tanto, de su abuso, no se encuentra en la Iglesia, sino en su cuerpo de dirección, es decir, en la Jerarquía de la misma. Y este problema y dificultad no apareció en la Iglesia primitiva, porque su organización era muy plana, casi reducida a los aspectos cultuales, como la celebración de la Eucaristía, y de los otros sacramentos, junto a la pastoral catequética. Y si en los primeros siglos, la misión evangelizadora requirió una clara organización directora, ésta se perfiló con un espíritu evangélico de servicio, y del gozo del Anuncio del Reino, teniendo en cuenta la debilidad humana, que apareció, y nunca la ocultaron. Este es uno de los principales signos de identidad de los primeros cristianos, el reconocimiento de sus pecados, que, en lugar de dificultar la Evangelización, la potenciaban mucho más, al estilo evangélico de reconocimiento de la propia miseria. Ahí están las presentaciones de Pedro y Pablo a las nuevas comunidades, siempre presentando su propio pecado. Después, eso sería imposible. A la gente con poder no le gusta reconocer errores, ni equivocaciones, ni pecados.
5º) Conclusión: la gran traición al Evangelio
Lo podría ejemplificar con la comparación del uso y abuso del poder en la Iglesia con un gran número de textos del Evangelio, pero pondré solo uno, el de Mateo, 20, 24-27
“Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder, (y en otro texto añade, “Y viven en palacios..) Entre vosotros, que no sea así, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo”.

Por eso, cuando Francisco informó que se quedaría a vivir en Santa Marta, una fonda, o pensión, dentro del Vaticano, pero no iría a morar a “Los palacios apostólicos”, algo que constituye una “contradictio in terminis” (contradicción en los términos), se armó la marimorena en el Vaticano, y tuvieron, algunos de los curiales, la osadía de reprochar al Papa porque con su actitud “retrataba a todos los paspas anteriores”. Mi opinión es que a todos no, pero al 99% de ellos desde el siglo VIII, sí. Pero los que se han retratado viviendo en palacios, apostólicos o no, han sido papas y obispos, que, por lo visto, no habían leído ese texto de Mateo, ni otros muchos, o lo habían olvidado, porque más claro no puede estar: ” … entre vosotros, que no sea así”.

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