A la luz de la deconstrucción de la fe tradicional y de sus fundamentos teológicos, ¿es posible seguir siendo cristiano hoy? ¿Cómo superar el nihilismo ambiental y salir de un pensamiento deconstructivo? ¿Cómo se puede creer después de la muerte de Dios? ¿Es posible ser un cristiano no teísta? ¿Se puede reducir el cristianismo a una espiritualidad y un humanismo ético, sin que se pierda la continuidad con la fe tradicional? ¿Es posible afirmar al cristianismo como una oferta de sentido, sin plantearse la verdad del significado que se ofrece? ¿Se puede mantener la pretensión de universalidad y de salvación del cristianismo a pesar de que hoy tenemos un mayor conocimiento de las otras religiones? ¿Es posible una pretensión de absoluto en formulaciones y hechos que son siempre históricos y contingentes? Estas son algunas de las preguntas en el nuevo marco cultural, social y religioso que ha surgido a finales del siglo XX. Para responder a ellas hay que analizar el contexto social y cultural actual. La postmodernidad y la globalización caracterizan al tercer milenio. El simbolismo de la muerte de Dios está vinculado al creciente déficit de sentido, al nihilismo ontológico, cognitivo y moral de nuestras sociedades. La pluralidad y la carencia de fundamentos son constitutivos de la mentalidad postmoderna. La globalización genera la relativización de lo particular y arruina los sistemas con pretensiones de universalidad. Hago aquí una adaptación para FronterasCTR de algunos párrafos del capítulo V de mi obra, publicada recientemente en la Editorial Trotta, Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad (Trotta, Madrid 2018). A esta obra me refiero para ampliación, clarificaciones, matices y referencia a las notas a pie de página.
La crítica de la modernidad llevó a la laicización del Estado y a la secularización de la sociedad, que generó la crisis de las religiones y la pérdida de irradiación de lo religioso en la cultura. Con la postmodernidad podemos hablar de una segunda secularización, que ha agravado la falta de correspondencia entre la sociedad y la cultura, por un lado, y las religiones por otra. El cristianismo tiene dificultades para echar raíces en la nueva sociedad democrática y pluralista de los últimos cincuenta años. La mentalidad científica ha desplazado a la religión, y con ella se ha impuesto una forma de conocimiento en que solo se puede hablar de aquello que es observable y comprobable empíricamente. Las propuestas que no pueden falsarse con hechos comprobables carecen de validez. A esto se añaden las consecuencias culturales de la “muerte de Dios” en la época de la postmodernidad. Se ha impuesto una inmanencia cerrada, que limita radicalmente las trascendencias intra mundanas de las utopías, las éticas y los proyectos de emancipación. En este marco, también lo sobrenatural y cualquier teología del más allá queda descalificada como especulación o proyección sin posibilidad de refrendo. Epistemológicamente podemos hablar de una cosmovisión cerrada, del cierre categorial para lo que trasciende lo comprobable. Hay una doble crisis de sentido y de fe, que es la otra cara del nihilismo. Cada vez es más difícil creer en algo o alguien y abrirse a que otra sociedad y forma de vida son posibles.
La epistemología actual es más agnóstica que atea, aunque la primera sea frecuentemente un estadio para llegar a la segunda. Choca frontalmente con el sobrenaturalismo tradicional y con un modelo de religión y de iglesia de cristiandad. Además, las estructuras y doctrinas vigentes en las iglesias son obsoletas y no se adecuan a la situación actual. Persisten instituciones, creencias y rituales que corresponden a las antiguas sociedades de cristiandad. Al cambiar la antropología, la cultura y los proyectos de vida, ya no hay correspondencia entre las preguntas de los ciudadanos y las respuestas de las religiones.Los mismos valores humanos vinculados en sus orígenes al cristianismo, se han autonomizado y forman parte de la cultura. Ya no son específicos de las religiones y estas pierden capacidad de atracción y de ofrecer alternativas a lo establecido. Lo importante es ser buena persona y basta con el humanismo laico, ¿para qué hacen falta las religiones? Crece el número de los que “pasan” de religión, porque no ven qué puede ofrecer al progreso, incluso la ven como un obstáculo para una sociedad emancipada. No es solo el anticlericalismo del pasado ante una Iglesia aliada con los grupos dominantes, sino de ciudadanos que no ven qué pueden aportar las religiones. Hay un trasfondo de ateísmo práctico y desinteresado por lo religioso. La paradoja es que los ateos son estadísticamente minoritarios en la sociedad y sin embargo se impone el silencio sobre Dios.
En este marco es difícil justificar una teología postmoderna y lograr una teología pública, que pueda hablar cristianamente en términos seculares. Las preguntas propias del agnosticismo y del ateísmo, han pasado también a los que se consideran cristianos. La sensibilidad postmoderna ha sustituido las verdades objetivas por la subjetividad de las creencias. Hemos pasado del teocentrismo del pasado al antropocentrismo actual. La autonomía cognitiva personal se ha desplazado en favor del contexto sociocultural, que impregnan la subjetividad y constituyen el trasfondo de las creencias y deseos. Ya no hay experiencias fundadoras para avalar las doctrinas. Cualquier pretensión de absoluto, tanto secular como religiosa, es hoy impugnada. Hoy impera la deconstrucción y la crítica. Resulta más fácil cuestionar las propuestas, su fundamento y su verdad, que ofrecer alternativas válidas. El escepticismo y la increencia son mayoritarias, amparadas por la banalidad de ofertas de la sociedad de consumo y los medios de comunicación.
Se impone el relativismo de las creencias y el pluralismo competitivo, por la imposibilidad de encontrar alguna que genere consenso. El eclecticismo postmoderno, que comenzó en el arte (en la arquitectura, literatura y pintura), se extiende también a la filosofía y a la religión. No hay hechos objetivos, sino interpretaciones que se imponen. Se rechaza todo lo que sea normativo en nombre de la tolerancia y la permisividad. Son virtudes cívicas necesarias en las sociedades plurales, pero necesitan el complemento de la crítica, porque las ideologías no son respetables, aunque lo sean las personas. Podemos hablar de una crisis de civilización en una época histórica de cambio, en la que subsiste pero decae la cultura heredada del pasado y todavía no se ha constituido la emergente. Sabemos más lo que no queremos que hacia dónde dirigir nuestras expectativas. Pero hay muchos que rechazan el horizonte del consumismo y la sociedad de mercado, y buscan un sentido humanista para sus vidas.
En este marco surgen distintas propuestas para responder a la coyuntura presente. Una de ellas es la del cristianismo como una religión débil, básicamente ética, que corresponda a la cultura postmoderna. Destaca Gianni Vattimo, muy influido por Nietzsche y Heidegger como precursores de la postmodernidad. La muerte de Dios, que ha dejado de ser la referencia última para la conducta y el modo de vida lleva consigo una ontología débil y un cambio de creencias. La hermenéutica es el lenguaje de la nueva época en que vivimos, con pluralidad de relatos, tradiciones que son piezas de museo y una minusvaloración del pasado. En este contexto, Vattimo replantea el significado de la religión, en concreto del Cristianismo, su papel actual en la sociedad y las aportaciones que puede ofrecer a la cultura y la sociedad. No se trata de superar la religión (“Überwindung”) sino de “retorcerla”, de cambiarla para adaptarla al nuevo modelo de sociedad que se ha creado en los últimos cincuenta años. Lo normativo no es el cristianismo, sino la sociedad, a la que hay que adaptarse, eliminando los dogmas de la religión.
Como se no se puede vivir sin una cosmovisión, a pesar de las críticas a los grandes relatos, se asume la cristiana, a costa de transformar sus contenidos. De acuerdo con la mentalidad de la postmodernidad se rechazan los contenidos doctrinales fuertes. Como no hay verdad última no se puede afirmar que Dios exista, porque se trata de una afirmación metafísica obsoleta, sin referencias objetivas. Consecuentemente hay que superar, con Nietzsche, el Dios moral y dejar que la ciencia acabe con la divinidad platónica de lo sobrenatural. Es lo que le permite la doble afirmación de que “soy ateo por la gracia de Dios” y de presentar la religión como “creer que se cree”. La muerte de Dios arrastra cualquier pretensión de absoluto y Vattimo invalida también el ateísmo militante, ya que esa forma de ateísmo es también metafísica y con pretensiones fuertes de verdad. El ateísmo que lucha contra las religiones y sus creencias pierde fuerza, como todos los grandes relatos del pasado. El ateísmo no puede ser una anti-religión materialista, con pretensiones de verdad y de normatividad parecidas a las de la religión que combate. Según él, el agnosticismo y la relatividad de las creencias es lo más acorde con la época postmoderna, dado que el mundo no tiene estructuras permanentes y estables.
La alternativa es lo divino encarnado en lo humano, que diluye la trascendencia en lo intrahistórico, y está presente en todas las religiones. Hay que interpretar las “metáforas religiosas”, manteniendo su simbolismo y su retórica espiritual, pero transformando sus contenidos doctrinales y morales. Vattimo enfatiza el carácter interpretativo y procesual de la verdad, siempre dada históricamente. La religión se acerca a la poesía e impregna la vida, dando motivaciones e inspirando formas de actuación. Se trata de un cristianismo “kenótico”,en el que se rebajan las pretensiones de la divinidad y con ellas el potencial de violencia de lo religioso. Esta debilidad confesional convierte las tradiciones en “recuerdos peligrosos”, en “chispazos del bien”, en propuestas más que verdades objetivas. La alternativa de Vattimo es la de un cristianismo “no religioso”, frente al cual se mantiene siempre la libertad, a costa de las pretensiones normativas. No se puede hablar de una religión verdadera y hay que rechazar toda pretensión de exclusividad. La verdad es siempre plural, se ubica en la diversidad de las religiones y obliga a un diálogo entre ellas. La salvación y el sentido son contingentes, rechazando cualquier pretensión de trascendencia vertical. Pero al debilitar al cristianismo hay que plantear si se pierde su pretensión fuerte de ser revelación divina, con lo que dejaría de ser el cristianismo.
El principio fundamental es el de la “caridad”, al que Vattimo subordina el de “verdad”, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Hay que renunciar a las pretensiones de los grandes relatos, en favor del saber histórico, contingente y relativo, que da prioridad a lo que significan las cosas en cada momento, más que a lo que son en sí mismas. Por eso critica las instancias de poder y autoridad religiosa, que son las que exigen cumplir lo normativo. Para él, ser miembro de una religión es una forma de pertenecer a una cultura, porque el cristianismo es un mero subsistema cultural. Lo positivo del cristianismo está en su capacidad desacralizadora, en su capacidad para mantener la esperanza, en la productividad cultural de sus interpretaciones y en el valor que da a la propia conciencia, que hay que anteponer a cualquier mandamiento divino. También habla de una ontología de la piedad, consonante con la ontología de la decadencia de la época actual. Por eso no pretende creer, sino cree que cree. Pero su metafísica débil se convierte en fuerte, cuando pretende darle consistencia y validez universal. Se trataría de una hermenéutica “verdadera”, que recaería en los peligros de la metafísica fuerte.
Esta relativización del cristianismo correspondería a la ausencia última de criterios válidos, tanto cognitivos como morales. La “humillación de Dios”(‘Kenosis’), que en la tradición cristiana implica la encarnación, se convierte en una devaluación de lo divino y renunciar a cualquier pretensión de validez ultima. Hay que asumir las consecuencias de la muerte de Dios, sin expectativas de verdad o sentido último. Vattimo se mueve en una doble dinámica, elimina cualquier referencia objetiva y normativa, subrayando la subjetividad e historicidad de nuestras comprensiones. Pero defiende una doctrina desde la que critica el antropocentrismo, las construcciones subjetivas y la inconsistencia de todas las convicciones y motivaciones. Su crítica se vuelve contra él y sus pretensiones de verdad. Cuando se le pregunta por la validez de su propia interpretación, comparándola con otras, indica que solo tiene mayor congruencia y adaptación a las necesidades actuales. No hay un plus objetivo de su propia hermenéutica, sino que coyunturalmente encaja con la sociedad en la que vivimos. Se atiene a la congruencia con la sociedad, a la que se sacrifican las pretensiones de verdad de la religión. En lugar de transformar la sociedad desde las convicciones religiosas, se alteran para que se acomoden a ella, optando por la integración más que por la transformación. El cristianismo es un mero humanismo y la crítica religiosa queda neutralizada, al reformarla para adaptarla.
Su cristianismo débil, como su concepción de la iglesia, carece de pretensiones fuertes y es susceptible de la privatización de la religión. Para abolir el potencial autoritario de la religión, hay que renunciar a cualquier pretensión de ultimidad, del mismo modo que la moral rechaza cualquier apelación a la naturaleza (cósmica y humana), al consenso social (en una época de pluralidad) y a cualquier postulado normativo (la dignidad y los derechos). Solo queda el principio de caridad, que a su vez postula la permisividad, pero a costa de las pretensiones de verdad y de normatividad. No hay tampoco referencias a la dinámica escatológica del cristianismo. Ya no se puede hablar de un proyecto de salvación que quiere cambiar al ser humano y a la sociedad, el reinado de Dios, y se tiende a una equiparación de todas las religiones, no solo en cuanto que tengan los mismos derechos en la sociedad, sino en cuanto que se relativizan los contenidos de todas. Se trata de una “rendición cognitiva” del cristianismo, de un recorte de sus pretensiones cognitivas y morales, y de una individualización de la fe cristiana. No hay teo-logía en sentido estricto, ya que la fe en Dios se reemplaza por la fe en el hombre. El principio de encarnación, lo divino presente en lo humano, se transforma ahora en renuncia y en una trascendencia intrahistórica. Hay que mundanizar la salvación, desacralizarla, disolverla. Se siguen las pautas de un cristianismo reducido a ética, en la línea de Kant, pero sin su esperanza última de sentido. El cristianismo equivale a un credo humanista y la opción de fe es una opción individual y preferencial más, entre otras muchas. El humanismo de inspiración cristiana se convierte en una alternativa a la religión cristiana.
Junto a los intentos de transformar el cristianismo, están las ideologías que buscan apropiarse del cristianismo y de sus contenidos, rechazando las referencias a Dios y cualquier instancia sagrada. Son corrientes que tienen como denominador común la idea de que ha comenzado la etapa del final de las religiones y que hay que buscarles sustitutos. El declive de las religiones plantea nuevas exigencias, que hay que resolver con formas de trascendencia intra mundana, porque no hay sociedad sin religión, pero sí sin Dios. Hablan de una espiritualidad atea pero religiosa; de la supervivencia de lo religioso después de las religiones; del humanismo postcristiano y de la espiritualidad laica y atea: “Yo podría llamarme ‘cristiano ateo’. (…) Me gusta más llamarme, y la expresión es de Spinoza, ‘fiel al espíritu de Cristo’, al menos intento serlo. (…) Ser un ateo fiel no es creer en Dios, ni en cualquier otra vida después de la muerte, sino permanecer fiel, en efecto, a esos grandes valores de la humanidad que una gran parte de este planeta han vivido a través de la tradición judeocristiana”.
Se impone la tendencia a apropiarse de contenidos cristianos, que sirven de inspiración, pretendiendo, al mismo tiempo, superar a la religión cristiana. La mezcla de ateísmo post cristiano y de espiritualidad laica, transforma secularmente el hecho religioso. Se busca el sentido sin Dios, transformando el concepto religioso de ‘agape’ y el de sentido, como vidacumplida y humanismo realizado. Hay que recepcionar el cristianismo desde el humanismo inmanente. El individuo se salva en la sociedad como totalidad objetiva y los deseos de trascendencia que perduran no pueden servir de fuente para una moral. La clave está en la espiritualidad, más que en la religión, porque la segunda tiene exigencias, creencias y prácticas mucho más exigentes que la primera. El rechazo postmoderno de la institucionalidad, y con ella de las iglesias, se une al de los grandes relatos, buscando una espiritualidad que se mueva en el ámbito de las experiencias más que de las doctrinas. En la “época de lo light” sobran las religiones con contenidos exigentes y son bienvenidas las corrientes con más capacidad de acomodación y de integración. A esto hay que añadir la orientación hacia el individuo y el realce de lo privado, interior y contemplativo. Se aceptan los “maestros”, que solo pretenden una autoridad moral y se rechazan las jerarquías institucionales de las religiones, por miedo a sus dinámicas autoritarias.
Según Gauchet, hoy se consuma el final de la estructuración religiosa del mundo, pero no de las creencias religiosas; muere el cristianismo sociológico, no el individual, el cual mantiene su núcleo antropológico; y subsiste la pasión por lo invisible y lo religioso sin religión. Se ha pasado de una economía de participación, en la que lo sagrado lo dominaba todo, a una de separación que posibilita la autonomía del individuo. Cuanto más trascendente es la divinidad más lejana está, y mayor es el espacio del hombre en la historia. La religión deja de estructurar la sociedad y el cristianismo se convierte en la religión del final de la religión. La pregunta que surge es si las instancias trascendentales horizontales pueden prescindir de las verticales, y no acaban sustituyéndolas y sacralizándose. El mundo desencantado es propicio a las instancias sacralizadoras y a las ideologías totalitarias que generan. Y entonces la fe en Dios puede resurgir como instancia crítica y anti idolátrica. La religión, contra los que buscan privatizarla, puede ser una instancia que se oponga al autoritarismo del Estado, como lo ha sido respecto del fascismo y del comunismo y como ocurre en el tercer mundo.
Gauchet propone la salida de la religión, no su evolución, en favor de una democracia atea, en la que no hay una estructuración religiosa de la sociedad. Pero se mantienen las creencias religiosas, porque siempre hay consustancialidad entre sociedad y religión. La apelación a Dios, el absoluto de las religiones, se convierte en una opción social preferencial, en una referencia relativa más. Muere el cristianismo sociológico, pero no el individual y se afianza lo religioso sin religión porque persiste la búsqueda de lo trascendente e invisible Lo religioso subjetivo permanece en el pensamiento y en la imaginación, vinculado a la búsqueda de sentido. Gauchet rehúsa las categorías tradicionales religiosas (sacrificio, salvación, deber, etc.), porque teme que haya intentos de retorno de la religión, pero busca salvar los contenidos y valores absolutos que transmiten. El carácter ecléctico y sincretista de estas tradiciones facilita que todos encuentren en ellas elementos positivos para aminorar las críticas. Se trata de una espiritualidad laicista, que busca responder a la demanda de sentido y de valores humanos que existe en nuestras sociedades desarrolladas.
Es una corriente plural que se dirige a las personas que no encuentra respuestas suficientes en los logros de nuestra sociedad de consumo. Se busca la trascendencia en la inmanencia de lo humano, dentro de los límites de la contingencia y lo finito. Las utopías humanitarias son la nueva versión del trascendentalismo, una vez que se ha perdido el concepto de salvación de las religiones. Se trata de ofrecer proyectos de vida y valores por los que merezca la pena luchar,teniendo como horizonte el legado que hay que dejar a las generaciones posteriores. El humanitarismo, la igualdad y la revalorización de la persona son las claves de la espiritualidad secular. Al asumir la finitud y el divorcio trágico entre ser y sentido, queda una ‘mística de la inmanencia’, una trascendencia en el presente, que sustituye a la cristiana. La cercanía de este humanismo con el cristianismo facilita tender puentes y colaborar en tareas comunes, sobre todo con cristianos progresistas, abiertos y dialogantes. Pero también tiende a marginar las diferencias y facilitar la pérdida de los rasgos específicos del cristianismo. La colaboración fácilmente desemboca en absorción, a costa de la identidad cristiana. El hecho de que ateos asuman los valores cristianos, puede ayudar también a refrendar la valía de las tradiciones religiosas.
Se desacraliza lo sagrado religioso, al mismo tiempo que se sacralizan las libertades individuales y la realización personal. El cuerpo y los sentimientos se revalorizan, en línea con el predominio de lo vivencial y experiencial. La ética es también el eje estructural de esta espiritualidad laica, que quiere ocupar el lugar que han dejado vacío las religiones. Se acepta la teología y las tradiciones religiosas como ideologías y testimonio del pasado, que pueden enriquecer las propuestas actuales, pero sin que tengan función alguna de fundamentación ni de legitimación. Por un lado hay una humanización de lo divino, siendo el hombre-dios el símbolo por antonomasia de esa síntesis, pero manteniendo el carácter ilusorio y proyectivo de las imágenes tradicionales de Dios. Ya no se trata de ser salvado, como en las religiones, sino de cómo salvarse cada uno. La divinización de lo humano, implica el retorno de las éticas, aunque debilitadas por su carencia de fundamento y de universalidad. Ya no son éticas del deber, como la kantiana, sino más bien utilitarias y procedimentales. Más que de verdad hay que hablar de autenticidad, que es la otra cara del derecho a la diferencia, a ser uno mismo y a aceptarse y gustarse tal y como se es. Por eso hay que luchar por una vida realizada, más individual y privada que colectiva y pública, en una época en la que hay un eclipse de los ideales del siglo pasado (Dios, la patria, el progreso, etc.). El sentido en la vida, sustituye al sentido de la vida, que las religiones ponen más allá de la muerte.
Son humanismos de protesta, porque se ha consumado la laicidad social y se ha impuesto un materialismo hedonista y radical, en el que la realización de los deseos genera frustración y desencanto, más que plenitud. Después de la religión, que Ferry ve como una etapa superada, se abole la trascendencia de la moral, de la política y de las utopías. Solo queda implementar la vida buena con un nuevo humanismo secular, que nunca se especifica ni se fundamenta. Queda, como en el caso de Vattimo, una apelación genérica al amor, como horizonte de creatividad y sentido. Ante la competitividad social, sin un proyecto que la canalice, y un dominio técnico abocado al consumismo, Ferry alega en favor de la vida privada y de la familia como horizonte de humanización y de trascendencia. Desde su visión negativa de la sociedad, no encuentra en ella un consenso para asumir valores y derechos basados en la dignidad humana. Pero sin ellos no es posible el humanismo, con lo que resurge de forma secularizada la imagen de una divinidad externa que se comunica: “Hablo en cambio, del hecho que está en cuestión en las discusiones con los verdaderos materialistas, es decir, de esa trascendencia que está en el corazón de la humanidad; propiamente hablando, de ese “sobrenatural” que, en efecto, me parece ser lo propio del hombre y que lo hace capaz de una cierta ‘disposición metafísica’”.
Se puede calificar este humanismo de espiritual y tradicional respecto de los proyectos emancipadores modernos, sin que quede a veces claro en qué se diferencia del tradicionalismo religioso y cómo puede ubicarse y desarrollarse en las sociedades postmodernas. La espiritualidad humanista muestra la fecundidad del cristianismo y su capacidad de inspiración, incluso cuando hay un distanciamiento de él. No se puede comprender la historia de Occidente sin las tradiciones cristianas, que han fecundado la cultura en el pasado y subsisten en el presente, incluso cuando se da una crisis del cristianismo. Que los cristianos encuentren compañeros de viaje con los que comparten valores comunes, facilita por un lado la salida del cristianismo en favor de un humanismo sin Dios. Por otro lado confirma la religión y su fecundidad, que a veces reconocen más los no cristianos que ellos mismos. Un humanismo espiritual pero no religioso puede también ayudar a una remodelación de la religión, excesivamente sofocada en su espiritualidad por las estructuras institucionales y la carga dogmática y jurídica. El resurgimiento de la carismaticidad, de la comunidad y de los laicos en las iglesias puede ser también facilitado por la espiritualidad no religiosa.
CONCLUSIÓN: LA BÚSQUEDA DE SENTIDO COMO APROPIACIÓN DE LO RELIGIOSO
Ante una valoración negativa del progreso y de los riesgos que ha generado la postmodernidad hay una búsqueda de sentido, que es básicamente una apropiación de lo religioso.. Solo se ofrece un horizonte posibilista de futuro, no una La pérdida de influencia del cristianismo no implicaría la ausencia de lo sagrado, que retorna desde tradiciones que habían sido desbancadas por él. Se reconoce también que las corrientes que hoy luchan contra el cristianismo han surgido de una cultura cristiana. Y se rechaza el sometimiento a Dios, aunque se reconoce que la obediencia se ha desplazado a instancias mundanas como el Estado y la sociedad de mercado. Se valora lo religioso en el hombre, incluso como constitutivo de la naturaleza humana, lo cual explicaría la pervivencia de las religiones en la historia de la humanidad. Pero ahora lo religioso se canalizaría fuera de ellas, y se vería solo como creación subjetiva y opción personal. Las cuestiones límites siguen planteándose, pero sin Dios ni los componentes institucionales que acompañan la oferta de las religiones. Lo trascendente está inscrito en las búsquedas humanas, aunque no haya claridad sobre su realidad constitutiva. Como no hay fundamentos, tampoco los hay para las versiones secularizadas que no vinculan la realización humana a la fe en Dios meta o un fin último de la historia. Y esto implica a la fe y a la libertad, se crea o no en Dios.
Las religiones, en concreto el cristianismo, no han sido pasivas ante los cambios. Han asumido los presupuestos sociales, culturales e ideológicos de la muerte de Dios y han buscado adaptarse a la nueva situación. Habría que responder a los retos de la secularización, el laicismo y la postmodernidad abriéndose a nuevas influencias, que incidieran en la estructuración del cristianismo. Cuanto más racionalista y pragmática es la sociedad, más añoranza hay por ideologías y tradiciones compensatorias. Los idealismos y espiritualismos actuales son el equivalente de las corrientes románticas y vitalistas del siglo XIX. En ambos casos se reacciona contra la sociedad científico-técnica, el pragmatismo y el naturalismo, y la crisis de las metafísicas, de las éticas y de las religiones. La insistencia en los factores materiales y en los condicionamientos externos de las creencias y de los deseos, ha agudizado la necesidad de centrarse en la experiencia interior, en las vivencias y en el mundo de los deseos. Las nuevas teologías son también un exponente de la globalización, del influjo de otras tradiciones culturales que irrumpen en Occidente, con especial repercusión en el campo religioso. Al cambiar el panorama religioso con la irrupción de nuevas religiones, confesiones, sistemas de creencia y rituales, se hace necesaria una nueva teología de las religiones y se cuestiona el casi monopolio que ha tenido el cristianismo en Occidente. A esto nos referiremos en un próximo artículo, elaborado también para FronterasCTR, que será publicado próximamente.
Artículo elaborado por Juan Antonio Estrada, Catedrático de Filosofía en la Universidad de Granada, colaborador de la Cátedra CTR y de FronterasCTR. El profesor Estrada presenta una adaptación para FronterasCTR, en dos artículos (este es el primero), del capítulo quinto de su obra, de reciente aparición: Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad. Trotta, Madrid 2018. Adaptaciones para FronterasCTR.
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