Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
En este tema hay que andar con pies de plomo. No quiero incomodar a nadie, ni escandalizar, ni molestar. Pero es bueno recordar que los asuntos que tratan teológicamente de María de Nazaret están cargados de una sensibilidad especial, que la Teología mariana tiene muy pocos fundamentos bíblicos, y que María es, para muchos católicos, el principal punto de referencia de su fe, de su relación con Jesús, y de su pertenencia a la comunidad creyente.
Dicho esto, y dejando bien claro que lo que deseo es proponer una reflexión teológica sobre el dogma de la Inmaculada, pero para nada sorprender, y menos escandalizar, termino esta petición de disculpa previa afirmando taxativamente que mi deseo es colaborar positivamente para la mayor, y más profunda, percepción de la fiesta que hoy celebramos. Y para cubrirme las espaldas citaré dos autoridades que no pueden ofrecer la más mínima duda a la tarea que me propongo.
El primero es San Bernardo, reconocido por toda la tradición como el santo más enamorado y ferviente devoto de María, algo que no lo hace sospechoso de las dudas que tuvo sobre el Dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y sobre ello escribe, ” …con toda certeza, sólo la gracia hizo limpia a María del contagio original… La fiesta de la Inmaculada Concepción es una fiesta que desconocen los ritos de la Iglesia, ni recomienda la tradición antigua”. Y un verdadero primer espada de la Teología católica, Santo Tomás de Aquino, afirmó que no era necesario el dogma de la Inmaculada Concepción.
Voy a destacar algunos puntos que considero fundamentales para entender y delimitar claramente el dogma que sustenta la festividad mariana que hoy celebramos, y que fue defendida y propagada, sobre todo, por los caballeros españoles, tanto medievales y renacentistas, como modernos, hasta llegar a exhibir en la punta de sus lanzas los colores y la inscripción de la Inmaculada.
1º) El relato de la anunciación del Evangelio de Lucas, que hoy hemos proclamado en la misa, se refiere a la concepción de Jesús, por parte de María, que es la madre en este relato. No es ésta la concepción que expresa la fiesta y el dogma de la Inmaculada Concepción de María, como lo entiende la mayoría de los fieles, sino que se trata de la Concepción de María como concebida, no como madre. Es decir, se trata de la concepción que un día realizaron los padres de María, según la tradición popular, Joaquín y Ana.
2º) Sospechamos por qué Santo Tomás de Aquino, la corriente dominica en su mayoría, y muchos padres conciliares del concilio Vaticano I, que proclamó el dogma, tuvieran serios reparos, y muchos de ellos, incluso, se opusieran a esa proclamación. Y es que la terminología de la declaración dogmática nos remite al mundo de los “detergentes”, (!con perdón!, pero es así como le oí comenzar la homilía en esta fiesta a un fraile dominico: “hoy nos toca hablar de detergentes”, -sic-). Porque los padres conciliares, todos ellos varones, lógicamente, no se dieron cuenta, -o si se la dieron no les importó lo más mínimo, o si les importaba no lo remediaron-, que al destacar que la Concepción de María fue sin “mácula”, mancha en latín, las demás sí que la tienen, por lo visto. Y la gracia extraordinaria concedida a esa concepción alcanzó, en buena lógica, tanto a la concebida, como a los progenitores. Esto querrá decir, supongo, que santa Ana concibió sin mancha, sin mácula. Pero todas las demás mujeres, según este aserto, conciben y paren con mancha, pero nos tiene que resultar muy arriesgado, ¡y nos resulta”!, afirmar que Dios cometió, ya desde el origen, semejante discriminación.
3º) Acudir a las consecuencia del pecado original no parece un recurso válido, pues se trata de un proceso puramente biológico, natural, y, para los creyentes, la naturaleza ha sido creada, es decir, es creada, en presente, por Dios, en una creación continuada. Y no parece sostenible, ni defendible, ni entendible, que un proceso tan natural y decisivo para la existencia de todos los animales, racionales o no, comience, necesaria y obligatoriamente, con una acción pecaminosa, algo que resultaría inevitable, y, por lo tanto, inimputable.
4º) De este modo, el sexo sería catalogado, como lo fue por muchos autores cristianos medievales, como algo sucio y pecaminoso. Hasta de las relaciones entre esposos de un matrimonio canónico lo afirmaban, y catalogaban la relación sexual como pecado, por lo menos, venial. Por eso esas relaciones eran prohibidas por algunos en el tiempo litúrgico de Cuaresma. Esta visión pesimista y pecaminosa del sexo se fue agrandando, hasta llegar a ocupar gran parte del elenco de pecados que las personas confesaban en el sacramento de la Penitencia. Eso no era así ni en el Antiguo (AT), ni en el Nuevo Testamento (NT). Así como la consideración de la Virginidad, que fue mudando, desde constituir un baldón, o vergüenza, hasta una condición de especial predilección. No estamos seguros de que ese trato de privilegio lo sea por parte de Dios, algo que no concuerda con los textos del Génesis, (Ge 1,28 ; 2,18.23-24). Pero en lo que no hay duda es que por influencias ajenas a la Biblia, con la Gnosis, y el movimiento filosófico de los Estoicos, la Virginidad pasó de ser una Vergüenza, (Ju 11, 30-31. 34-40) al especial estado de excelencia y privilegio que es hoy. Es enternecedor el remate del relato del sacrificio de la hija de Jefté en Ju 11, 39b-40, en el que se cuenta como las hijas de Israel irían cada año, durante cuatro días, a llorar y lamentar la virginidad de la hija del juez de Israel.
(Insisto, no quiero molestar a nadie, pero a la luz de los textos del AT, y de los del NT, excepción hecha del Apocalipsis, (no casualmente escrito en Éfeso, según toda probabilidad), no cabe duda de que el estado de virginidad, o celibatario, es, según los textos bíblicos, una anomalía al proceso de la Naturaleza, sin olvidar nunca que, para los creyentes, ésta, la Naturaleza, es creada y guiada, y responde a los planes de Dios).
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