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viernes, 16 de junio de 2017

“NOSOTROS” Y “ELLOS” (II Y III)

col enrique art

EL ESQUEMA DE LA INTOLERANCIA Y EL FANATISMO
II
En cierto modo, la intolerancia –aunque injustificable- es “comprensible”, tanto desde el punto de vista cultural como desde el psicológico. Entre otras cosas, es un pre-juicio –en el sentido más literal del término-, y sabemos que todo prejuicio es inconsciente, lo que hace muy difícil, si no imposible, trabajar sobre él.
Por lo que se refiere al aspecto cultural, parece innegable que uno de los estadios de la consciencia –el llamado “nivel mítico”, que abarcaría al menos 10.000 años, desde el Neolítico hasta nuestra era, y que sigue presente en nuestras neuronas- se caracteriza por el etnocentrismo.
En su último libro, Adolf Tobeña, catedrático de Psiquiatría de la Facultad de Medicina y del Instituto de Neurociencias de la UAB, propone el recurso a la psicobiología y las neurociencias para entender los nacionalismos[i]. En esa clave señala “el gregarismo, el etnocentrismo y la xenofobia, como resortes primordiales de los nacionalismos de base identitaria, pese a que se presenten con una impecable y engañosa modernidad”. Lo que –inconscientemente- persigue todo nacionalista es el sueño de “la república perfecta habitada por individuos perfectos”, algo, según él, no difícil de explicar a partir del estudio del cerebro y de la psicobiología.
Para quien se halla en el nivel mítico de consciencia, su propio grupo es el depositario de la verdad en todos sus aspectos. Para ellos es claro que solo existe un modo correcto de pensar. Los otros se convierten automáticamente en seres equivocados y, por tanto, “inferiores”. Quedan descalificados de raíz. Ante ellos solo cabe una de estas posturas: convencerlos –“traerlos a la verdad”: el proselitismo de todo signo se asienta en esta creencia-, ignorarlos, conquistarlos o eliminarlos.
Desde un punto de vista psicológico, es claro que la intolerancia y el fanatismo son hijos directos de la inseguridad afectiva. Quien padece inseguridad busca aferrarse a cualquier cosa que alivie su angustia, son frecuencia sin ser consciente de que la raíz de la misma se halla en un pasado lejano y tiene un componente esencialmente afectivo. No es exagerado afirmar que el fanatismo esconde la ausencia de vínculo seguro con la figura materna, que se halla en el origen de la inseguridad que resulta insoportable.
La personalidad fanática o intolerante puede creerse en posesión de la verdad absoluta, como un modo de obtener una cierta sensación de seguridad. Ahora bien, como tal sensación es sumamente precaria e inestable, será incapaz de tolerar la discrepancia, porque la mera existencia de opiniones diferentes a la suya lo introducirá en una duda que no podrá afrontar. La personalidad insegura es incapaz de permanecer en la incertidumbre y de convivir en la diferencia.
Sobre estas bases, es comprensible que la intolerancia y el fanatismo se hagan presentes en cualquier ámbito de la existencia humana: relacional, laboral, político, religioso… Hasta el punto de que, incluso en religiones que hacen del amor y de la unidad su primer mandamiento, conviven personalidades intolerantes y fanáticas que, no solo culpan de sus males a los otros, sino que en ocasiones llegan incluso a desear acabar con ellos.
La historia sociopolítica y religiosa está llena de posturas dualistas y maniqueas que consideran a “los otros” como causantes de “nuestros” problemas. A partir de este diagnóstico no queda sino una acción hostil que trate de eliminar o, al menos, reducir y silenciar al diferente, en comportamientos xenófobos de todo tipo.
En cierto modo, podría decirse que, en esos planteamientos dualistas, un componente básico de la identidad del “nosotros” consiste justamente en la oposición a “los otros”. Hasta el punto de que un “enemigo” común más fuerte es capaz de unir en una misma lucha a enemigos que parecían irreconciliables entre sí. A este respecto, Yuval Harari, el historiador israelí ya citado, cuenta que el día del desfile gay en Jerusalén, organizado por la comunidad LGTB, es “el único día de armonía en la ciudad”: religiosos judíos, cristianos y musulmanes se ven poderosamente unidos en una causa común; todos se enfurecen a la vez y con la misma intensidad contra dicho desfile.
Con el grito, reiterado y cansino, de “America first”, Donald Trump no hace sino intentar construir una identidad sobre la base de la oposición o incluso el rechazo de “los otros”, a quienes se culpa de todos los males propios.
[i] A. TOBEÑA, La pasión secesionista. ¿El ímpetu secesionista nació a partir de un enamoramiento colectivo?, ED Libros, Barcelona 2017.
EL ESQUEMA DE LA INTOLERANCIA Y EL FANATISMO
III
La intolerancia cae en trampas tan elementales que son fácilmente perceptibles, excepto para la propia personalidad intolerante. Esta –a veces sin ser consciente- proyecta constantemente en otros sus propios “demonios interiores” o sombra no reconocida; se escuda cómodamente en la supuesta culpabilidad ajena y, de ese modo, evita asumir las propias responsabilidades frente a todo lo que le sucede; ignora que el sufrimiento –no hablamos de “dolor”- nace siempre de uno mismo y, en concreto, de la propia mente no observada; permanece en la creencia errónea que le hace pensar que somos “yoes separados” y que esa separación pertenece a nuestra identidad…
Si tenemos en cuenta que la intolerancia y el fanatismo son hijos de la inseguridad afectiva y de la ignorancia original acerca de quienes somos, parece que solo podremos superarlos si damos pasos en estas cuatro direcciones: crecimiento en autonomía y seguridad personal, gracias a un trabajo psicológico hecho de autoacogida y autoaceptación; comprensión adecuada de la verdadera identidad, que trasciende por completo nuestra “personalidad” o la idea del “yo” que se ha hecho nuestra mente; vivencia de la no-separación radical –no dualidad es amor-, más allá de las diferencias, en la certeza de que no somos iguales, pero somos lo mismo, lo cual implica pasar de la consciencia mítica a la consciencia transpersonal; capacidad para comprender los errores propios y ajenos, como frutos de la ignorancia y, en último término, de la inconsciencia.
Hace unos años, en un pequeño libro en el que trataba de plantear la relación entre “religión” y “espiritualidad”, escribía: “La intolerancia –que es directamente proporcional al sufrimiento psíquico no elaborado, a la inflación del ego y a un estadio de consciencia mítico- se nutre de la necesidad de tener razón y de la voluntad de poder, y se manifiesta como descalificación del otro”[i].
Si esto es así, el camino de liberación pasa por la vivencia de la espiritualidad en su sentido más genuino. Porque, como ha escrito el estudioso Jorge Ferrer, “la espiritualidad consiste principalmente en un proceso transformador básico en el que descubrimos y nos desprendemos de nuestro narcisismo para entregarnos al Misterio a partir del cual todo se está manifestando constantemente… [Toda transformación espiritual auténtica] implica despojarse del narcisismo, del egocentrismo, del estar aislado en uno mismo, del interés por uno mismo”[ii].
Así entendida, la espiritualidad es abierta, flexible, pluralista, dialogante, incluyente, universal. No conoce el juicio, la condena ni la intolerancia. Nos sitúa en el camino de la experiencia y la búsqueda. Es coherente con nuestra condición humana, respetuosa con los otros y humilde ante el Misterio inefable. Y nos coloca en la actitud adecuada, porque nos capacita para acceder a nuestra verdadera identidad, que supera y transciende tanto el mito –entendido literalmente- como la inseguridad. Aquella identidad una y compartida, donde se revela la falsedad de la dicotomía básica –“nosotros” frente a “ellos”-, que, aunque sea inconsciente, es el origen de todo enfrentamiento. La dicotomía remite a una visión tribal de la vida –los “nuestros” son siempre los de la propia tribu-; la sabiduría, por el contrario, nos hace ver que lo único que hay es “nosotros”, ya que todos compartimos, no solo la misma suerte, sino la misma identidad profunda.

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[i] E. MARTÍNEZ LOZANO, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009, p. 41.
[ii] J.N. FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2

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