Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
Cuando comencé este blog ni imaginaba que llegaría hasta este abultado número. Por eso, voy a intentar resumir, sintetizando, las “ideas madre” que han movido, y, sobre todo, dirigido, mis reflexiones, mis críticas, mis denuncias, y las alegrías de sentirme testigo de la Palabra, y miembro de la comunidad de seguidores de Jesús.
1. Revelación, o Religión. En los años del Vaticano II se puso de moda afirmar que el Cristianismo “no es una Religion”. Para muchos fue una moda, y como tal pasó. Para mí no lo era: se trataba, más bien, de localizar el mayor drama que vivió la Iglesia en los siglos IV-VI, cuando al poder desarrollarse sin persecución, primero, y como Religión oficial del Imperio, después, eligió mal, y adoptó modos, tics, rituales, y organigrama que tenían gran parecido con dos realidades muy presentes, entonces, como eran, A), la organización del Imperio Romano, y B), las religiones naturales, del Imperio o de los pueblos circundantes.
Y eso se hizo a cambio del abandono progresivo del Evangelio, el anuncio del Reino de Dios, y los primeros pasos de la Iglesia primitiva. Y este abandono, creciente e imparable, nos llevó hasta extremos que, por demasiado conocidos, consiguieron no ser considerados preocupantes, aunque lo fuesen en grado sumo. En el siguiente apartado señalo algunas de esas realidades clara, y evidentemente, antievangélicas.
2.1. Búsqueda e identificación con el poder. Fenómeno que alcanzó casi exclusivamente a la Jerarquía: Tanto la máxima, la papal, como la episcopal. Que en esas épocas de la alta Edad Media los jerarcas eclesiásticos pudieran dormir tranquilos con la ostentación de poder, y la naturaleza de los medios empleados para conseguirlo, es hasta comprensible. Pero que no haya habido todavía en la comunidad eclesial una poderosa y eficaz autocrítica, que hubiera llevado a la Iglesia a una conversión, a una “Metanoya” fulgurante, casi hasta nuestros días, esto sí que es incomprensible. (HA habido una tentativa, sincera, pero ha sido malograda, como veremos más abajo)
2.2 Fracasos conciliares en alguna supuesta tentativa de conversión. Los primeros concilios ecuménicos, que consiguieron de manera brillante legarnos el Símbolo de la Fe, el Credo, sucedieron antes de los siglos de la gran traición. Después, los concilios fueron tocando puntos muy concretos, poco importantes, a veces, totalmente prescindibles, de la formulación de la doctrina oficial. Se fueron multiplicando, haciendo incluso caer al Magisterio de la Iglesia en ideas peregrinas, como la Doctrina “de las dos Espadas”, del mando y jurisdicción universales del Papa, etc, que mejor serían “no meneallas”. Y cuando, por fin, la Iglesia, y el emperador, (pues fue éste, Carlos V, quien lo convocó), se decidieron en serio a dar un giro copernicano a la Iglesia, en el Concilio de Trento, éste, y su interpretación y aplicación posterior, resultaron un gran fiasco. Que hasta hoy, por desgracia, no ha sido reconocido, ni asumido. Y todos los laureles que oficialmente se llevó la Contra-Reforma no han sido otra cosa que las campanadas funerarias de una Iglesia decadente, que llegó así hasta el Concilio Vaticano II.
2.3 El Concilio Vaticano II. Desde el Concilio de rento la Iglesia era un monstruo: un cuerpo con una cabeza inmensa, y un cuerpo minúsculo, casi enano. Así que el Concilio hincó los dientes a una situación instalada, y ya casi irreversible. O eso parecía, y eso querían los grandes prebostes vaticanos. Pero esta vez sí que el Espíritu trabajó y sopló con fuerza: Así que los padres conciliares a se enfrentaron a la dura tarea de resolver tres frentes fundamentales: 1º, desclerizar a la Iglesia, (cuya definición queda en: Iglesia = “Pueblo de Dios”): 2º, limpiar de “material religioso”, fruto de la religiosidad natural, la Liturgia, y volver a la eucaristía-cena del Señor-Pascua: 3º, estricta separación Iglesia-Estado, no solo en lo político, sino en lo social y ético, sin interferencias mutuas. Había que poner al día a la Iglesia, y volver a los orígenes del Evangelio. El resultado “oficial” del Concilio fue, sin exageración, óptimo. Lo malo vino en su aplicación, con las fuerzas conservadoras actuando a todo trapo en la curia Vaticana, con el liderazgo inapreciable de la máxima autoridad de la Iglesia, el papa, en la ocasión Juan Pablo II, que supuso no solo un freno de momento, sino una rémora que, visto lo visto, va a ser difícil de superar.
2.4 El pontificado de Francisco. Algunos se enfadan de que al hablar de este papa, a quien “los cardenales fueron hasta la pampa argentina a buscar para obispo de Roma”, sea preciso insistir en su denodada intención de ser fiel al Evangelio, con lo que otros antecesores en la sede de Pedro podrían quedar retratados. Pues muy bien, que lo queden. Coherente con mi repaso a vista de águila de la Historia de la Iglesia, me resulta escandaloso que mucho antes de nuestros días no se elevaran voces afeando el estilo de vida, los atributos de poder, los signos de ostentación y de lujo, la elevación por encima de todas las cabezas y todos los parámetros que los papas, durante siglo, aceptaron, sin protestar, y, todavía más, demostrando agrado y gusto por esas deferencias, reverencias, que no se avenían, en nada, con el humilde título de “servus servorum Dei”. Así que podemos decir, sin miedo a error, que “por fin, parece que un Papa cree en el Evangelio, y procura seguirlo”. Otro que creyó, y salió pitando, fue San Pedro Celestino, que duró en el trono de Pedro unos meses, los suficientes para comprobar que ese poder, esa ostentación, y esa sacralidad de aspectos tan mundanos, no eran sino una farsa, casi sacrílega, y propiciaban un paripé insoportable, para un creyente y seguidor de Jesús. ¿O es que vivir en un palacio, para el primero de los seguidores de Jesús, tenía un mínimo de lógica evangélica?
Mi opinión, que expreso a menudo en este blog, es que con Francisco, y buscando a propósito trazos muy gruesos, la Iglesia ha conectado, por fin, con la salida de las catacumbas, y, ahora, la Iglesia está a punto de poder iniciar una fase que supere la religiosidad, y se adentre en la realización de la Palabra, y de crear comunidades evangélicas poderosas, como lo fueron las de los primeros siglos de la Iglesia. Poderosas en fuerza de convicción, que provoque, como entonces, comentarios, como los que pronunciaban los paganos, “¡mira cómo se aman!”, y que no solo convirtió al Imperio Romano, sino que lo venció a fuerza de un cúmulo de valores evangélicos, como el amor, el perdón, la misericordia, la solidaridad, la verdad, la justicia, el respeto a la idiosincrasia de cada uno, el no juzgar ni condenar, el acoger, el repartir los bienes, el vivir una felicidad que superaba las limitaciones y fracasos inherentes a la vida.
Pero no soy un ingenuo despistado. Esta revolución en la Iglesia tiene enemigos. A Francisco le están haciendo la vida imposible algunos cardenales, instalados en la aparentemente inmune impunidad. Y muchos obispos solo lo siguen de palabra, con la boca pequeña. Hemos comprobado en la última remodelación organizativa de la Conferencia Episcopal Española, (CEE), cómo todavía comandan a nuestros fuerzas escondidas, “de cuyos nombres no queremos acordarnos”, que no solo se contentaron con frenar, hasta casi parar, la energía del Vaticano II, sino que ahora temen que un papa evangélico, -¡por fin, esa especie que creíamos imposible, un sueño!-, consiga, con su buen hacer y sus pasos enérgicos en el seguimiento de Jesús, volver al Concilio su prístina fuerza y pureza, que nunca nos deberían haber arrebatado.
(PD: me voy de vacaciones, por mi tierra, y por la parte francesa de la Provenza. Hasta la vuelta no pienso escribir, ni, por lo tanto, cansaros con mis elucubraciones. Que lo paséis tan bien como yo pretendo, buscando el descanso, la contemplación del mundo, las relaciones humanas, y, si es posible, que casi todos los años lo es, el arte y la buena música. ¡Gracias!, por vuestra lealtad).
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