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lunes, 3 de abril de 2017

Hacéis que los niños se alejen de mí

Rufo González

Con gusto publico la reflexión de Pepe Mallo sobre la “nueva” pastoral del sacramento de la Penitencia que el “nuevo” clero está restaurando de acuerdo con la mentalidad tridentina. El concilio Vaticano II recomendó “revisar el rito y las fórmulas de la Penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento” (SC 72). La Congregación para el Culto Divino concretó tres formas de celebración: Forma A: privada total: lectura, examen, arrepentimiento, confesión, absolución… Forma B: pública en parte; se canta, se lee la Escritura, homilía, examen, se pide perdón… Privada en lo sustancial: Cada penitente va al sacerdote, dice sus pecados, recibe la absolución. Forma C: Pública con confesión y absolución generales. Esta forma está restringida por la legislación eclesiástica para ciertos casos extraordinarios de necesidad grave.

Muchos teólogos defienden y piden que esta forma C sea igualmente “ordinaria”, a elección de los penitentes. La creen “evangélicamente fundada, históricamente ratificada, dogmáticamente correcta, pastoralmente recomendable” (Cf. Domiciano Fernández García, C.M.F.: Celebración comunitaria de la Penitencia. Ed. Utopía. Madrid 1999). Pero el clericalismo, avalado por Juan Pablo II, impuso que no siguiera ningún avance más. La fórmula más evangélica, la que el pueblo sencillo y fiel vive entusiasmado, los clérigos se han encargado hacerla inviable. En esta cerrazón están instalados los “nuevos” clérigos, con su identificación exquisita clerical, intentando someter la libertad cristiana.


Escribe Pepe Mallo:

Han llegado a mis manos unas octavillas, repartidas por las diversas parroquias de mi entorno como preparación de los niños a su “primera confesión”, presumiblemente con vistas a su inminente “primera comunión”. En portada se recuerdan las “Cinco cosas necesarias para una buena confesión”. La segunda hoja explica “Cómo confesarse”. En la tercera se aportan algunas preguntas a modo de “Examen de conciencia”. Mi imagino que estas “orientaciones” se extenderán también a otras parroquias de otras demarcaciones de otras diócesis.
Llaman sobrecogedoramente mi atención las preguntas que se supone deberán contestar en “confesión oral” los neófitos ante el sacerdote. Quiero dejar constancia de mis reflexiones, y no menos de mi desconcierto. Se me ocurren varias preguntas que considero cruciales ante la práctica sacramental de la confesión en los niños.


¿Los niños y niñas de estas edades (nueve o diez años) tienen sentido del pecado?
Cuestión que podríamos plantearnos como punto de partida. No olvidemos que “pecado”es una trasgresión “consciente y voluntaria” de una norma moral o religiosa, lo que supone “responsabilidad personal”. Cualquier tratado de psicología infantil reconoce que el “sentimiento de culpabilidad” no es innato en la persona. Aparece y se produce en la infancia ante situaciones de severidad y rigidez en las que padres y educadores, principalmente, tienden a utilizar la “culpa” como único medio de responsabilizar al niño de sus actos. En nuestro caso, cuando hablamos de confesión, ya estamos sugiriendo “culpabilidad”, ya nos estamos erigiendo en rigurosos fiscales. No voy a comentar todas las preguntas del citado “examen de conciencia”. Elegiré solo las más sugerentes para mí:
– “¿Rezo a Dios al levantarme y al acostarme? ¿Visito a Jesucristo en el oratorio o en la iglesia?”
– “ ¿Me peleo con mis hermanos y compañeros?”
– “¿He mirado fotografías, videos o películas que no debo?”
– “¿Digo mentiras?”


Manipulación del sentimiento de culpa
Ignoro quién haya elaborado este catálogo inquisitorial; pero sí estoy seguro que desconoce lo más elemental de psicología infantil. En principio, hacer estas preguntas con vistas a una confesión, implica atribuir a tales comportamientos carta de pecado (por lo menos, venial) y, como efecto, provocar en los niños el sentimiento de culpa. ¿Puede llegar a constituir pecado el incumplir una acción que no pasa de ser una devota práctica de piedad, como es la oración diaria o la visita a la iglesia? Cuando se habla de “peleas” fraternas, ¿cómo puede llegar a ser pecado algo corriente, sucede en las mejores familias, como las discusiones y “peleas” habituales entre “buenos hermanos”?


De curiosidades infantiles a obscenidades
Se insinúan “fotografías, videos o películas” que los niños no deben ver. ¿Qué se está sugiriendo? ¿Pornografía? Los niños y niñas de este siglo (señores, estamos en el XXI) reciben normalmente una adecuada educación sexual tanto en familia como en el colegio, salvo quienes mantienen una obtusa mentalidad represiva. Hoy día ya saben de sobra que anatómicamente “los niños tienen pene y las niñas vulva”. Y en las edades a las que nos estamos refiriendo, a los niños y niñas no se les ha pasado por la mente el sentido de erotismo y mucho menos de pornografía. ¿Por qué insinuárselo? De esta forma, convertimos ciertas curiosidades infantiles en obscenidades. Debemos tener cuidado de no proyectar en ellos nuestra obsesión de adultos. ¿Y qué decir de las mentiras infantiles? Según la psicología, los menores mienten para evitar un castigo o defender su inocencia cuando cometen un error. No suelen provocar daño a propósito. Los niños dicen mentiras, no engañan. (¿Podemos aludir a las “mentiras piadosas” de los adultos?). Cuando calificamos a un niño de mentiroso, estamos siendo injustos y, por supuesto, no tiene nada de educativo, pues provoca y fomenta sentimientos de culpa y ansiedad. Y digo yo ¿por qué para la confesión no tenemos en cuenta la “presunción de inocencia” y sí “indicios de culpabilidad”? ¿Por qué declarar “a priori” reos de pecado a inocentes infantes? Se trata primordialmente de promover y avivar el valor de la sinceridad más que suscitar el sentido de culpa.


El clero manda y exige más que Jesús
¿Es necesario pormenorizar los pecados, con tiempos, veces y circunstancias?

Empiezo a sospechar que a mis Biblias les deben faltar versículos. Y es que en los episodios evangélicos en los que Jesús habla de perdón, en mis Biblias, no exige detallar los pecados. El padre del hijo pródigo no se encara con su hijo interrogándole cómo y con quién derrochó su fortuna. En la curación del paralítico, Jesús se limita a decir “tus pecados quedan perdonados”; no le exige primero que los confiese. Ante la adúltera, Jesús afirma “Yo tampoco te condeno”, sin requerirle cuántas veces más había cometido adulterio. Al “buen ladrón” le conforta “Hoy estarás conmigo en el paraíso”; no le obliga a detallar todas sus tropelías. El Evangelio educa, el judicialismo condena. ¿No encubrirá tal praxis detallista una enfermiza curiosidad morbosa? (Aplíquese a la confesión de adultos)

¿Deben los niños confesarse obligatoriamente antes de su primera comunión?
Es bien sabido que no se puede comulgar estando en pecado mortal. ¿Tendrán los niños de esas edades pecados mortales? Y si ya estimamos “presunta” la existencia de pecado en los niños, ¿qué necesidad hay de que se confiesen? ¿No estaremos convirtiendo el sacramento del amor del Padre en un sumarísimo juicio condenatorio?


Cierto es que debemos educar a nuestros niños en lo que está bien y en lo que no; establecer normas y límites que les ayuden a comprender las consecuencias de sus acciones; pero debemos hacerlo desde la responsabilidad y no desde la culpa. No es lo mismo responsabilizar que culpabilizar. Responsabilizar significa educarlos en la libertad y la autonomía confiando en sus capacidades, admitiendo el error como parte del desarrollo y del camino que deben recorrer hacia su madurez. Es fundamental que los niños entiendan que “el pecado es algo más que una cuestión de mal comportamiento”. Tenemos la obligación de tratar que el niño asuma las consecuencias de sus actos, pero sin lesionar ni herir su autoestima. De lo contrario, crearemos niños inseguros que se sentirán culpables de no ser los niños modelos que nosotros esperábamos, con posibles secuelas en su desarrollo posterior.
En resumen, el sentimiento de culpabilidad es una angustia altamente destructiva y paralizante para el futuro de los niños. En esta actitud de recriminar, podemos percibir lo que algunos llaman “hipermoralismo”, es decir, la exacerbación de los sentimientos morales del deber, de la culpa y del remordimiento. Dicho de otra forma, estamos haciendo de los niños “hipocondríacos anímicos”.

Jesús increpó a sus discípulos: “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Frente al proceder de estos sacerdotes ante la “primera confesión” infantil, Jesús también podría reprenderlos: “Con esa actitud exigente, hacéis que los niños se alejen de mí.”

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