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ATALAYA

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viernes, 13 de mayo de 2016

Para una Reforma revolucionaria, (o una Revolución reformadora) de la Iglesia. (III) Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


4º) La masificación de las “comunidades” parroquiales, muy alejadas del ideal: de “comunidad” de comunidades.
Ahora, por lo menos en la diócesis de Madrid, y pienso que en casi toda España, corren otras ideas, y se viven otras preocupaciones. Pululan los planes de pastoral, siempre papeles y reuniones con poca, o ninguna oportunidad de presentar ideas nuevas y rompedoras, sino cansados de repetir siempre viejas ideas y propuestas hace años, las mismas desde que en la Iglesia universal, se dejara, dígase lo que se quiera, el Concilio de lado. Ahora el último grito en nuestra diócesis madrileña es el de “unificar parroquias”, porque el momento exige “lo contrario de lo que el arzobispo Morcillo realizó en los años sesenta, creando cientos de parroquias en el centro, y por cada una de ellas, otra, por lo menos, en los suburbios”.


Además de que, como casi siempre, actuamos urgidos por necesidades que creemos perentorias, en este caso concreto por la falta de presbíteros, de curas con arranque y creatividad pastoral, y la solución propuesta no toca, ni de refilón, el tema principal y crucial: una restructuración de la organización eclesial de los fieles, como decía este blog en el número anterior. Mientras no se toque este tema, y la financiación de la Iglesia se considere un asunto económico y no eclesial y pastoral, ya que la autofinanciación total por parte de los fieles cambiaría su sentido de pertenencia a la Iglesia, mientras no se aborden estos dos puntos, y otros más, que iré concretando, insisto, estaremos dando palos al aire.
Una de las dificultades que encuentro en la pastoral parroquial de la Iglesia en España, y me ceñiré más a Madrid, que es donde ahora trabajo, es que el clero, los curas, tienen miedo a los movimientos eclesiales modernos, o solo aprecian uno, y desconfían demasiado de los demás. Da la impresión de que el ideal es que toda la diócesis camine en busca de los mismos objetivos, con los mismos o parecidos medios, y cumpliendo los mismos, o parecidísimos plazos. Y, se dice, que esto es más fácil en una ciudad que en el mundo rural, por la cercanía de los centros pastorales, y el normal y cotidiano intercambio de los ciudadanos entre barrios, trabajos y ocio. A mí me parece que no es así. La aculturación no funciona solo si tenemos en cuenta las diferencias entre Europa y África, por ejemplo, sino que hay que tener en cuenta la variedad de sensibilidades, y de realidades sociológicas, dentro de una misma ciudad. He trabajado en Madrid, después de volver de Brasil en 1985, en cinco parroquias: dos años en Argüelles, (Cristo Rey), cinco en Chamartín, (Sagrados Corazones), una, de transición, en Vicálvaro, (Nª Sª de la Antigua), y diez y siete en Vallecas (Nª Sª del Consuelo, cinco años, y Nª Sª de la Piedad, donde me encuentro ahora, y ya llevo doce años). La diferencia entre las cinco, sorprendentemente significativa. Como para no poder hablar de pastoral conjunta urbana. Hasta entre las dos parroquias de Vallecas, que he citado, que están pegadas, son muy diferentes, como lo son los dos arciprestazgos a los que pertenecen.
Considero, pues, que cada parroquia debería tener, y sería mucho mejor, mucha más autonomía, y dejar que saliera en una ciudad tan variopinta como Madrid toda la riqueza y variedad de experiencias y de soluciones pastorales, que enriquecerían la vida cristiana y pastoral toda de la diócesis. Eso lo vi, y experimenté, como he contado en la 1ª parte de este artículo, en la ciudad de Sâo Paulo, como eran también diferentes los obispos auxiliares que presidían cada región episcopal, que eran como se llamaban las división que correspondía a nuestras vicarías. Cada un tenía un obispo, -llegó a tener nueve obispos auxiliares-regionales-, diferentes, complementarios, variados, nada repetitivos, y, en algunos temas y situaciones, contrapuestos. Como lo eran en la Iglesia primitiva Santiago, el pariente de Jesús, Pedro, o Pablo. Si en nuestras parroquias hubiera mayor número y variedad de movimientos, grupos y experiencias, pastorales, y esta variedad fuera incentivada y ayudada desde lo alto, sucederían dos cosas buenas, y estratégicamente enriquecedoras de la vida cristiana: 1ª), que los laicos tendrían más protagonismo, y asumirían más responsabilidad, lo que ayudaría a los clérigos a ponerse más humildemente en su sitio debido, y no más alto ni digno de lo que en realidad tiene que ser; y 2ª), que los curas nos sentiríamos más apoyados, acompañados, y arropados, no ya por un grupo de amigos, sino por las diferentes comunidades que compondrían la gran comunidad parroquial, pero que tendrían toda la autonomía posible y deseable. Y los laicos podrían intervenir más, y con más conocimiento y responsabilidad, en los cambios, destinos, y elección de los pastores más indicados para cada tipo de comunidad.
Y este desmembramiento de las parroquias en una variedad de comunidades pequeñas, parecida a la pastoral de comunidades de base, que los padres del Concilio, aconsejados y empujados por sus pastoralistas asesores quisieron impulsar, favorecería otro detalle que he tocado de refilón más arriba: que los fieles ya no verían la ayuda económica a la “Iglesia”, con la campaña de la crucecita para para la misma, así, en general y en abstracto, como un programa ideado y anunciado como una preocupación de la Conferencia Episcopal, sino como parte de la integración alegre y responsable en la vida de la comunidad eclesial, en sus necesidades, en sus conquistas y logros, y en sus penurias. Mientras la verdadera Iglesia, “el Pueblo de Dios”, como llamó el Concilio, es decir, los fieles todos, no se involucren de ese modo en la dinámica eclesial, no habremos recuperado la Iglesia reformada que soñó el Vaticano II.

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