Aunque la estructura y los principios se
mantienen aún hoy día, las circunstancias han cambiado radicalmente. Hoy son
muchos los que se interesan por la teología sin dedicarse a ella
profesionalmente. Son muchos también los que han perdido el miedo a la autoridad
o simplemente no cuentan con ella. La técnica ha puesto al alcance de todos
transmitir mensajes, editar, publicar. Y por si fuera poco, han desaparecido los
grandes teólogos.
El lado oscuro de esta situación es la simplificación de las cuestiones, la
sustitución del estudio y el debate de problemas complejos por formulaciones
brillantes o incisivas. Por calificarlo de algún modo, el populismo teológico,
que en definitiva dice lo que los lectores quieren oír y que es a la vez
proyección de los deseos de los autores.
Me doy cuenta de que algunas de estas objeciones pueden hacerse también a la
teología tradicional. También ella llegaba a los creyentes en forma de píldoras,
amañada para una fácil comprensión. Dios es uno y tres personas, en Jesús hay
dos naturalezas… pero detrás de esas fórmulas había un largo trabajo de
pensamiento, de discreción, de ideas debatidas.
No digo que aquellas formulaciones deban conservarse sólo por el hecho de ser
venerables. Su lenguaje o sus presupuestos tenían muchas veces fecha de
caducidad pero lo que ahora echo muchas veces de menos es el esfuerzo, la
agudeza y la astucia necesarias para entrar en los intrincados caminos
teológicos. Muchos atajos modernos no llevan sino a una teología arbitraria, en
versión para niños.
Se me ha ocurrido todo este prólogo porque acabo de leer una de esas
formulaciones en un extenso trabajo que ha corrido ahora por diversas webs. Dice
así: “Creer en la vida eterna es lo mismo que creer en Dios, con otra
formulación. Creer en Dios es lo mismo que hacerse uno con el misterio original,
unirse mediante el amor con el milagro original, y por tanto, a la plenitud a la
que pueda llegar en nosotros el amor. En una manera teónoma de pensar no es sólo
el infierno el que debe desaparecer, sino también el purgatorio con sus espúreas
derivaciones, pues cuando se habla de Dios, la palabra castigo carece
absolutamente de sentido, pues el amor expulsa el temor al castigo”.
Como se ve, se está hablando del tema de la otra vida, de lo que antes se
llamaban las postrimerías. No cabe duda de que se trata de un asunto incómodo. A
la abundante utilización en homilías y ejercicios ha sucedido un silencio
vergonzante. De estos temas ya no se suele hablar y si se hace es para proclamar
una amnistía universal porque de un Dios bueno no se puede esperar sino el
perdón. Del Dios justiciero y vengativo se ha pasado de un plumazo al Dios
comprensivo y amoroso que ya no es, como antes era, “premiador de buenos y
castigador de malos”.
Pero ¿y qué hacemos con los datos bíblicos? Aparentemente, arrumbar los que
no cuadran con la tesis que se defiende porque estos nuevos teólogos se han
aprendido bien lo de la exégesis histórico-crítica y la desmitificación. Pero
no, hay que acudir a la Biblia, no hay otro camino. ¿Y con qué nos encontramos
en ella? Digámoslo en algunas formulaciones breves.
Desde la primitiva confianza en la prosperidad del justo, protegido por Dios,
el pueblo judío hace pronto la experiencia de lo contrario: “No, no hay congojas
para (los injustos), su cuerpo está sano y rollizo; no comparten la pena de los
hombres, no son atribulados como los demás mortales” (salmo 73). Sin embargo
Dios tiene que hacer justicia, no puede abandonar en la desgracia a los que
confían en él. Nace así el género apocalíptico. Habrá un último día en el que se
dará la vuelta a lo injusto de la historia. Al final Dios será el vengador de
los justos.
Jesús el judío participa de esa mentalidad, el género apocalíptico no le es
extraño: al final de los tiempos los malvados recibirán un castigo eterno. Es la
imagen del Juicio final en Mateo 25, el trasfondo de la parábola del rico
Epulón, el final del trigo y la cizaña.
Sin embargo las palabras y los hechos de Jesús contradicen este marco
apocalíptico. Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo sino que
el mundo se salve por él (Jn 3, 17) Y está sobre todo el ruego final de perdón
para los verdugos: es que no saben lo que hacen.
Uno y otro panorama impiden una solución sencilla del estilo de lo que campeó
hace tiempo en los coches españoles: todo el mundo es bueno. Todo el mundo tiene
algo bueno y eso es lo que Dios salva al final.
Si es cierto que anuncia una salvación, la Biblia sabe de la posibilidad de
la perdición y Jesús no es ajeno a esa certeza. Ya el salmo 1 conocía que hay
dos caminos: uno conduce a la salvación, el otro a la perdición. ¿Va ser el
mismo el destino de las víctimas que el de los verdugos?; el criminal o el
explotador ¿van a salvarse sólo porque eran buenos con su amante o con su
perro?
¿Conduce todo esto a la idea de un Dios vengador? No necesariamente. La
oferta de Dios se hace a todo ser humano y va sostenida por su Espíritu. Quien
la da cabida en su existencia entra por un camino que conduce a la vida, quien
la rechaza se adentra en una senda que lleva a la muerte. “El precio del pecado
es la muerte” (Rom 6, 23) Ese reino de muerte es la nada, no es una existencia
en otro reino paralelo al reino de plenitud.
Cierto que todo esto, que debe analizarse con más cuidado, sobre todo lo que
se refiere a la presencia de Dios en cada vida humana. Y ciertamente es una
interpretación (como por otra parta toda teología) Pero creo que es más acorde a
los datos bíblicos y más respetuosa con la imagen de Dios en Jesús. “Aun no se
manifestado lo que seremos pero cuando se manifieste lo veremos tal cual es
porque seremos semejantes a El” (1 Jn 3,2). “El Señor conoce el camino de los
justos pero la senda de los malos perecerá” (Ps 1,6)
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