(Respuestas
al cuestionario propuesto por RELIGIÓN DIGITAL con ocasión del
aniversario de la renuncia de Benedicto XVI, el 11 de febrero)
1/ ¿Qué sintió y pensó, cuando, hace un año, Benedicto XVI hizo pública su renuncia?
Fue una (relativa) sorpresa, y más que nada me provocó incertidumbre.
Incertidumbre acerca de los motivos verdaderos de la renuncia y sobre
las consecuencias eclesiales que pudieran derivarse de ella.
Como tantas otras grandes instituciones,
y más que ninguna otra, el Vaticano es un sistema opaco (y, por lo poco
que estamos viendo, más turbio de lo que podíamos imaginar). Esa
opacidad me molesta, porque nos condena a hacer cábalas y conjeturas, o a
fiarnos demasiado de sedicentes especialistas en intríngulis vaticanos.
Malas prácticas institucionales para una Iglesia que Jesús quiso luz y
sal. No se ha de poner la lámpara bajo el celemín.
A medida que pasaban los días, a la desazón y la incertidumbre se
añadió un cierto hastió del entusiasmo y del panegírico generalizado de
Benedicto XVI y de su gesto de renuncia, e incluso de su pontificado
entero. Los medios dependen demasiado de los titulares y nosotros de los
titulares, en detrimento de la reflexión.
En mí brotaban sobre todo preguntas: ¿Ha sido un gesto de humildad, o
más bien de impotencia? ¿De valentía o más bien de rendición? ¿De coraje
o más bien de huída?
Así pues, mi reacción ante la renuncia y todo lo que siguió no fue muy
positiva. Predominaba en mí el escepticismo, y siguió predominando hasta
meses más tarde. Reconozco que, un año después, valoro más el gesto de
Benedicto XVI y, sobre todo, lo que luego ha seguido.
2/ ¿Cómo calificaría esa decisión del Papa Ratzinger?
Hoy diría que fue fundamentalmente una decisión honrada de un hombre
limpio y sin fuerzas para hacer frente a los poderes fácticos, los
“lobos” del Vaticano, en expresión de L’Osservatore Romano (con perdón
de los lobos, que son incapaces de hacer tanto daño como nosotros).
Dicho eso, creo que fue también una opción ambigua, muy ambigua. No
pongo en duda su humildad, rectitud y buena voluntad, ni niego que fuera
una decisión valiente, pero creo que tuvo de debilidad lo que tuvo de
humildad, y tuvo de dejación lo que tuvo de valentía. Se preguntará:
¿qué otra cosa podía hacer él si no tenía la fuerza y la valentía
necesarias para llevar a cabo su programa de depuración de la corrupción
vaticana (pederastia y finanzas)? Renunciar para que otros realizaran
lo que él no podía ¿no fue lo mejor que pudo hacer? Así es seguramente,
pero eso pone de manifiesto la radical ambigüedad e incluso
contradicción de este sistema de papado absolutista. Y Benedicto XVI se
fue sin plantear ni abordar este problema en su raíz. Se fue dejando
intacto el sistema que le llevó a su callejón sin salida.
Además, su decisión de renunciar dejó en evidencia la obstinación
–perversa o santa– con que Juan Pablo II, absolutamente incapacitado en
sus últimos años para cualquier tipo de gobierno, se aferró a su cátedra
o a su trono, a su misión o a su ambición. No interesa en este lugar
discutir si fue despotismo o martirio. Lo que está claro es que la
decisión de Benedicto XVI constituyó una desautorización frontal de la
de Juan Pablo II.
Por último, y como he sugerido más arriba, quiero señalar que la
renuncia de Benedicto XVI descubre la contradicción inherente al sistema
actual del papado, proveniente del sigo XI (Dictatus Papae de Gregorio
VII: año 1087) y reforzado en el siglo XIX (en el Vaticano I, con Pío
IX, en el año 1870: dogmas de la infalibilidad y primado absoluto del
papa sobre todas las Iglesias). Siempre ha sido así, pero con el papa
Ratzinger quedó más a la vista: un papa con poder absoluto carece de
poder, y tiene que renunciar porque no puede.
Si un presidente de Gobierno dimite, lo hace porque no tiene más
poder que el conferido por su partido, el parlamento y, en definitiva,
el pueblo; cuando no quiere o no puede aplicar su programa de gobierno,
es lógico que devuelva el poder a quien se lo dio. Pero Benedicto XVI
que, según la convicción teológica de Joseph Ratzinger, poseía el poder
absoluto conferido por Dios, ¿a quién se lo devolvió al renunciar? A
unos cardenales elegidos por él para que elijan otro papa en nombre de
Dios. Pero es muy posible que con el siguiente papa nos veamos abocados
al mismo callejón sin salida, inherente al papado. Este sistema es no
sólo anacrónico, y no sólo va directamente contra el evangelio de Jesús,
sino que además hace agua por todos los lados. Es insostenible.
3/ ¿Qué supuso, a su juicio, para la Iglesia y para el mundo?
Está por ver hasta dónde nos llevará, pero hay que reconocer que la
renuncia de Benedicto XVI permitió abrir un nuevo camino. Un camino
insospechado y prometedor. Saludé con entusiasmo la elección del papa
Francisco, síntesis lograda de Francisco de Asís y de Ignacio de Loyola,
y al mismo tiempo me mostré cauto e incluso abiertamente escéptico. Hoy
reconozco con mucho gusto que fui demasiado negativo: el tono y el
enfoque de su mensaje son radicalmente diferentes a lo que habíamos
visto en los dos últimos papas. No importa la ortodoxia, nos dice, sino
la misericordia. No sirve la salvaguarda de la doctrina, sino la
revolución de la ternura. La Iglesia no es aduana, sino puesto de
socorro para todos los heridos. No hay nada que añadir. Y de pronto, la
inmensa mayoría, cristianos o no, ha vuelto a mirar al obispo de Roma
con simpatía y esperanza. Todo el mundo lo quiere, dentro y fuera de la
Iglesia, salvo la ultraderecha de dentro y de fuera.
Ante este panorama tan imprevisto, muchos dicen: todo el mérito de
esta evolución es de Benedicto XVI y de su renuncia. Yo vuelvo a mis
dudas. Se resumen básicamente en dos.
Mi mayor duda es hasta qué punto podrá ser irreversible el nuevo,
esperanzador, camino abierto por el papa Francisco. Ello requeriría: 1)
Que la teología de este papa sea realmente nueva, acorde con el
paradigma cultural de hoy; el enfoque de sus palabras, la primacía
absoluta de la misericordia, me parece fantástico; en cuanto a sus ideas
teológicas, no lo veo tan claro, pero tampoco importaría mucho, siempre
que se mantenga la prioridad absoluta de la misericordia sobre el
dogma. 2) Que el siguiente papa, o los siguientes, no vayan a deshacer
lo que éste haga, como Juan Pablo II y Benedicto XVI desanduvieron el
camino nuevo abierto por el Vaticano II. Y vuelve aquí a plantearse el
quid de la cuestión: el poder absoluto del papa.
Si el papa Francisco no lo limita radicalmente y si no establece unas
bases de organización democrática para toda la Iglesia católica (por
ejemplo: separación de poderes, nombramiento de los obispos por las
comunidades locales, regulación democrática del Derecho Canónico…), todo
podrá volver a ser como era. Y sería una pena. En realidad, creo que
significaría el desplome definitivo de la Iglesia institucional. La
reforma de la Curia, de las finanzas, y las medidas contra la pederastia
son necesarias, pero no bastarán.
Esa es la duda y la cuestión principal. La otra duda se refiere al
mérito de Benedicto XVI en la elección y en la reforma en marcha del
papa Francisco. ¿Quiso realmente Benedicto XVI que su renuncia diera
paso en la Iglesia católica a esto que está sucediendo y que tanto nos
alegra? ¿No fue él, más que ningún otro, quien, primero como Prefecto de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como papa,
tomó e hizo tomar las medidas para desandar los pasos dados o el camino
abierto por el Vaticano II, el que condenó casi todo lo que hay en el
mundo de hoy salvo el capital financiero, ahondó la sima entre la
Iglesia y la cultura, condenó a teólogos e impuso obispos reaccionarios?
Y todo eso debido al poder absoluto del papa, y a pesar de ser él una
persona llena de finura y humildad. El papado es el problema mayor, más
allá de la persona.
En cualquier caso, me atrevería a decir que lo mejor del pontificado
de Benedicto XVI fue su renuncia, pues hizo posible que en la Iglesia se
pueda respirar de nuevo. ¡Ojalá Francisco lleve esta reforma hasta el
fin, y deje la Iglesia de ser una institución medieval basada en el
poder absoluto sacralizado, abandone la pretensión de poseer la verdad y
el bien absolutos, y sea como aquel buen samaritano que no pidió
cuentas al herido ni le quiso enseñar nada, sino que alivió sus heridas
derramando aceite y vino!
José Arregi
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