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jueves, 5 de diciembre de 2013

La Iglesia en las periferias Juan José Tamayo


Enviado a la página web de Redes Cristianas
La dimisión de Benedicto XVI marcó el final del paradigma neoconservador en la Iglesia católica que se desarrolló durante más de tres décadas conforme al calculado programa de restauración diseñado por el cardenal Ratzinger. Juan Pablo II y Benedicto XVI vaciaron el espíritu reformador del concilio Vaticano II, en el que ambos habían participado activamente, y lo interpretaron con categorías preconciliares.
Reforzaron la estructura jerárquica y patriarcal hasta imponer un gobierno personalista. Acentuaron el carácter dogmático de la doctrina católica, impusieron el pensamiento único y laminaron el pluralismo del Vaticano II. Condenaron la modernidad, a la que Benedicto XVI calificó de “dictadura del relativismo”. Hicieron alianza con los nuevos movimientos eclesiales, marginaron –e incluso entraron en conflicto con- a la mayoría de las congregaciones religiosas, cuya influencia pretendieron minusvalorar, y anatematizaron a los movimientos cristianos de base y a las teologías en que se apoyaban
Sustituyeron el clima de diálogo de los años del Concilio y de los primeros años del posconcilio por el del monólogo y por la actitud “inter” por la de “anti”. Mutaron el programa de Reforma conciliar por el de la Contrarreforma preconciliar y tornaron la cálida primavera de Juan XXIII en frío invierno. Frenaron la investigación teológica y pusieron límites muy estrechos a la libertad de expresión. Numerosos teólogos y teólogas, algunos de ellos asesores del Vaticano II, fueron apartados de la docencia, reducidos a silencio y sufrieron la censura de sus libros como en los mejores tiempos de la Inquisición. Los obispos que en sus diócesis pusieron en prácticas las reformas conciliares y optaron por el pueblo fueron sustituidos por prelados fieles a la ortodoxia romana y alejados del pueblo
No obstante, y con el viento en contra, se desarrollaron corrientes de reforma, colectivos críticos y movimientos alternativos, como las comunidades eclesiales de base, cristianos por el socialismo, movimientos apostólicos, se produjeron nuevas tendencias teológicas como la política, la de la liberación, la feminista, la del diálogo interreligioso, que el Vaticano y las jerarquías locales no consiguieron silenciar. Más aún, dentro del paradigma de la restauración tuvieron lugar importantes avances en la Doctrina Social de la Iglesia, sobre todo durante el pontificado de Juan Pablo II en encíclicas como Laborem exsercens, que anteponía el trabajo al capital, y Sollicitudo rei socialis, que calificó las estructuras económicas del capitalismo de “estructuras de pecado”.
El final del paradigma neoconservador se produjo por agotamiento y por el mal ejemplo de no pocos dirigentes eclesiásticos, y se precipitó por los escándalos en la cúpula de la Iglesia católica, las deslealtades y la corrupción en el Vaticano, y, más grave todavía, por la pederastia, cáncer extendido por todo el cuerpo eclesial, que se tradujo en violencia sexual contra más de cien mil niños, adolescentes y jóvenes, practicada, muchas veces impunemente, durante décadas por cardenales, obispos, sacerdotes y religiosos.
La elección de Francisco marcó el comienzo de un nuevo paradigma que se mueve entre la continuidad y el cambio. El papa argentino generó desde el principio grandes esperanzas en amplios sectores dentro y fuera de la Iglesia. Esperanzas fundadas inicialmente en su lenguaje llano, la renuncia al boato y la predicación con el ejemplo, las sanciones contra jerarcas incursos en comportamientos alejados del evangelio, etc.
Tres son, a mi juicio, las características que definen el comienzo del nuevo paradigma: el cambio de prioridades, la reforma de la Iglesia y la opción por los empobrecidos y marginados, las tres complementarias y en estrecha relación. 1. Francisco dejó claro desde el principio que sus prioridades no iban a ser el aborto, el matrimonio homosexuales y el divorcio, cuya condena llegó a convertirse en obsesión de los pontificados anteriores y muy especialmente del episcopado español. Aun manteniéndose dentro de la doctrina tradicional en estos temas, su tratamiento me parece más comedido, su actitud más respetuosa y su tono más comprensivo, aunque creo necesario un cambio profundo de planteamiento al respecto.
2. La palabra reforma es una de las más frecuentes en el discurso de Francisco y constituye el punto fundamental de su programa de gobierno como se pone de manifiesto en sus gestos y manifestaciones públicas y, recientemente, en la Exhortación Apostólica La alegría del Evangelio.
Esta reforma empieza por una crítica severa de la Curia, cuyo principal defecto consiste, a juicio del papa, en ser “vaticano-céntrica”, y de los obispos y sacerdotes que actúan como simples funcionarios y viven como príncipes. Implica, según la Exhortación, la “conversión del papado”, la descentralización, la transformación de las estructuras eclesiales, el reconocimiento de la responsabilidad de los laicos, una presencia más inclusiva de la mujer en los lugares donde se toman las decisiones, un mayor protagonismo de los jóvenes, etc. En definitiva una iglesia inclusiva de aquellas personas y colectivos hasta ahora excluidos.
3. La reforma que pretende llevar a cabo Francisco se traduce en la construcción de una Iglesia pobre y de los pobres, en sintonía con el cristianismo liberador, donde han de tener su lugar preferente la gente sin hogar, los drogodependientes, los refugiados, las comunidades indígenas, los migrantes, las personas ancianas y las mujeres objeto de maltrato, violencia y exclusión. Una Iglesia, en fin, que acoge a quienes la globalización neoliberal margina y que es solidaria con las víctimas del sistema capitalista, que, en opinión del papa, es “injusto en su raíz”, impone una nueva tiranía y diviniza el mercado.
¿Tendrá éxito el nuevo paradigma de Iglesia que ahora está dando sus primeros pasos? Sí, a condición de: a) introducir en él la democracia paritaria; b) eliminar el clericalismo; c) incorporar a las mujeres en todos los ministerios eclesiales, sin distinguir entre ministerios ordenados y ministerios laicales; ejercer un liderazgo compartido y no unipersonal (el liderazgo unipersonal suele terminar en autoritarismo), cambiar de amistades y compañías (Francisco sigue teniendo en la Curia personas que van a dificultar, más que facilitar, el desarrollo de su programa de reforma), luchar contra la corrupción, tan extendida tanto en la Iglesia como en la sociedad, tantos en los poderes públicos en la cúpula del catolicismo, tato entre los gobernantes políticos como en los religiosos; y, como Francisco afirma reiteradamente, ubicarse en las periferias, pero no para ejercer el asistencialismo, la beneficencia y la “caridad” mal entendida, sino para trabajar por otro mundo posible sin periferias.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos libros son: Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis (Trotta, Madrid, 2012) y Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta, Barcelona, 2013).  

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