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La
dimisión de Benedicto XVI marcó el final del paradigma neoconservador
en la Iglesia católica que se desarrolló durante más de tres décadas conforme al calculado programa de restauración diseñado por el cardenal Ratzinger. Juan Pablo
II y Benedicto XVI vaciaron el espíritu reformador del concilio
Vaticano II, en el que ambos habían participado activamente, y lo
interpretaron con categorías preconciliares.
Reforzaron la estructura jerárquica y
patriarcal hasta imponer un gobierno personalista. Acentuaron el
carácter dogmático de la doctrina católica, impusieron el pensamiento
único y laminaron el pluralismo del Vaticano II. Condenaron la
modernidad, a la que Benedicto XVI calificó de “dictadura del
relativismo”. Hicieron alianza con los nuevos movimientos eclesiales,
marginaron –e incluso entraron en conflicto con- a la mayoría de las
congregaciones religiosas, cuya influencia pretendieron minusvalorar, y
anatematizaron a los movimientos cristianos de base y a las teologías en
que se apoyaban
Sustituyeron el clima de diálogo de los años del Concilio y de los
primeros años del posconcilio por el del monólogo y por la actitud
“inter” por la de “anti”. Mutaron el programa de Reforma conciliar por
el de la Contrarreforma preconciliar y tornaron la cálida primavera de
Juan XXIII en frío invierno. Frenaron la investigación teológica y
pusieron límites muy estrechos a la libertad de expresión. Numerosos
teólogos y teólogas, algunos de ellos asesores del Vaticano II, fueron
apartados de la docencia, reducidos a silencio y sufrieron la censura
de sus libros como en los mejores
tiempos de la Inquisición. Los obispos que en sus diócesis pusieron en
prácticas las reformas conciliares y optaron por el pueblo fueron
sustituidos por prelados fieles a la ortodoxia romana y alejados del pueblo
No obstante, y con el viento en contra, se desarrollaron corrientes
de reforma, colectivos críticos y movimientos alternativos, como las
comunidades eclesiales de base, cristianos por el socialismo,
movimientos apostólicos, se produjeron nuevas tendencias teológicas como
la política, la de la liberación, la feminista, la del diálogo
interreligioso, que el Vaticano y las jerarquías locales no consiguieron
silenciar. Más aún, dentro del paradigma de la restauración tuvieron
lugar importantes avances en la Doctrina Social de la Iglesia, sobre
todo durante el pontificado de Juan Pablo II en encíclicas como Laborem
exsercens, que anteponía el trabajo al capital, y Sollicitudo rei
socialis, que calificó las estructuras económicas del capitalismo de
“estructuras de pecado”.
El final del paradigma neoconservador se produjo por agotamiento y
por el mal ejemplo de no pocos dirigentes eclesiásticos, y se precipitó
por los escándalos en la cúpula de la Iglesia católica, las deslealtades
y la corrupción en el Vaticano, y, más grave todavía, por la
pederastia, cáncer extendido por todo el cuerpo eclesial, que se
tradujo en violencia sexual contra más de cien mil niños, adolescentes y
jóvenes, practicada, muchas veces impunemente, durante décadas por
cardenales, obispos, sacerdotes y religiosos.
La elección de Francisco marcó el comienzo de un nuevo paradigma que
se mueve entre la continuidad y el cambio. El papa argentino generó
desde el principio grandes esperanzas en amplios sectores dentro y fuera
de la Iglesia. Esperanzas fundadas inicialmente en su lenguaje llano,
la renuncia al boato y la predicación con el ejemplo, las sanciones
contra jerarcas incursos en comportamientos alejados del evangelio,
etc.
Tres son, a mi juicio, las características que definen el comienzo
del nuevo paradigma: el cambio de prioridades, la reforma de la Iglesia y
la opción por los empobrecidos y marginados, las tres complementarias y
en estrecha relación. 1. Francisco dejó claro desde el principio que
sus prioridades no iban a ser el aborto, el matrimonio homosexuales y el
divorcio, cuya condena llegó a convertirse en obsesión de los
pontificados anteriores y muy especialmente del episcopado español. Aun
manteniéndose dentro de la doctrina tradicional en estos temas, su
tratamiento me parece más comedido, su actitud más respetuosa y su tono
más comprensivo, aunque creo necesario un cambio profundo de
planteamiento al respecto.
2. La palabra reforma es una de las más frecuentes en el discurso de
Francisco y constituye el punto fundamental de su programa de gobierno
como se pone de manifiesto en sus gestos y manifestaciones públicas y,
recientemente, en la Exhortación Apostólica La alegría del Evangelio.
Esta reforma empieza por una crítica severa de la Curia, cuyo
principal defecto consiste, a juicio del papa, en ser
“vaticano-céntrica”, y de los obispos y sacerdotes que actúan como
simples funcionarios y viven como príncipes. Implica, según la
Exhortación, la “conversión del papado”, la descentralización, la
transformación de las estructuras eclesiales, el reconocimiento de la
responsabilidad de los laicos, una presencia más inclusiva de la mujer
en los lugares donde se toman las decisiones, un mayor protagonismo de
los jóvenes, etc. En definitiva una iglesia inclusiva de aquellas
personas y colectivos hasta ahora excluidos.
3. La reforma que pretende llevar a cabo Francisco se traduce en la
construcción de una Iglesia pobre y de los pobres, en sintonía con el
cristianismo liberador, donde han de tener su lugar preferente la gente
sin hogar, los drogodependientes, los refugiados, las comunidades
indígenas, los migrantes, las personas ancianas y las mujeres objeto de
maltrato, violencia y exclusión. Una Iglesia, en fin, que acoge a
quienes la globalización neoliberal margina y que es solidaria con las
víctimas del sistema capitalista, que, en opinión del papa, es “injusto
en su raíz”, impone una nueva tiranía y diviniza el mercado.
¿Tendrá éxito el nuevo paradigma de Iglesia que ahora está dando sus
primeros pasos? Sí, a condición de: a) introducir en él la democracia
paritaria; b) eliminar el clericalismo; c) incorporar a las mujeres en
todos los ministerios eclesiales, sin distinguir entre ministerios
ordenados y ministerios laicales; ejercer un liderazgo compartido y no
unipersonal (el liderazgo unipersonal suele terminar en autoritarismo),
cambiar de amistades y compañías (Francisco sigue teniendo en la Curia
personas que van a dificultar, más que facilitar, el desarrollo de su
programa de reforma), luchar contra la corrupción, tan extendida tanto
en la Iglesia como en la sociedad, tantos en los poderes públicos en la
cúpula del catolicismo, tato entre los gobernantes políticos como en los
religiosos; y, como Francisco afirma reiteradamente, ubicarse en las
periferias, pero no para ejercer el asistencialismo, la beneficencia y
la “caridad” mal entendida, sino para trabajar por otro mundo posible
sin periferias.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias
de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos
libros son: Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de
crisis (Trotta, Madrid, 2012) y Cincuenta intelectuales para una
conciencia crítica (Fragmenta, Barcelona, 2013).
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