Enviado a la página web de Redes Cristianas
Les confieso que tengo sentimientos encontrados al empezar este
artículo: indignación en primer lugar por el hecho que vengo a comentar;
pudor y atrevimiento, por verter en estas líneas unos pensamientos que
se me imponen, pese a mi nula autoridad en el asunto.
La cuestión es que el sábado cinco de octubre, pasando por la plaza de San Esteban, entré por primera vez en lo que fue Palacio Episcopal.
Un edificio magnífico convertido en un negocio hostelero, al alcance de
los bolsillos que se lo puedan permitir (y no somos todos se lo
aseguro). En la planta alta el espacio museístico habilitado para
exhibir las piezas del museo diocesano
y otras, procedentes de colecciones privadas, atesoradas por los
propietarios del negocio hostelero, visitable al precio de tres euros.
Segovia está llena de
monumentos y conservarlos es importante, aunque esto suponga
convertirlos en negocios privados. ¿Quizás sea este el destino de la
ciudad: estar al servicio del turismo casi exclusivamente?
El detonante de este escrito, es que no se trata de un edificio
histórico más. Estamos hablando del palacio en el que habitaron los
sucesivos Obispos segovianos, desde mediados del siglo XVIII, hasta el
año 1969. Un edificio representativo del llamado Antiguo Régimen,
caracterizado por una fuerte división estamental de la sociedad, en el
que la jerarquía eclesial ocupaba los últimos y más destacados peldaños
de la pirámide de poder. A nadie que visite el edificio le quedará
ninguna duda: estamos ante los magnates de aquel tiempo – las “armas”
del Obispo Don Manuel Murillo Urgáiz, comprador del edificio a la
familia Salcedo en 1756, se exhiben en el frontispicio de la fachada –
en el que la Iglesia, además de tener el poder espiritual tenía también
el temporal. Abrir o cerrar las puertas del paraíso nunca ha sido
cuestión baladí.
Que cayera el Antiguo Régimen pero el Obispo siguiera ocupando el
palacio, es una ilustración de cómo el poder de la Iglesia en esta
España, se perpetuó hasta muy bien
entrado el siglo XX (¿o todavía sigue vigente?). ¿Nadie se acuerda ya
de la confesionalidad del Estado y el nacional-catolicismo franquista?
Sólo con la constitución de 1978 el Estado se declara laico (con algún
que otro periodo muy corto y trágico en nuestra historia, ¿recuerdan?),
aunque sólo de nombre.
Los hechos son como sigue: el día 23 del mes
pasado, se inauguraba la nueva etapa del palacio, como consecuencia de
la firma entre el obispado y la sociedad limitada Museo Doña Juana (hoy
Fundación), con un acuerdo de cesión del citado edificio, para su
explotación y conservación durante 25 años. Al solemne acto de
inauguración acuden las máximas autoridades civiles, militares y por
supuesto religiosas, con el nuncio papal a la cabeza y el Obispo actual
Don Ángel Rubio. Una foto digna de otros tiempos. Llegaba a su término
un largo proceso de negociación para dar al palacio el destino que
estaba en la mente del prelado: que su empleo no estuviera en
contradicción con el “ideario” de la Iglesia Católica, además de
encontrar acomodo a los fondos museísticos del obispado, y que estos
sirvieran como medio de evangelización.
Las declaraciones del Obispo diciendo que era un día histórico para
Segovia, me llenaron de estupor. Me vinieron a la mente las personas que
en Segovia – sí, nuestra idolatrada ciudad – habían perdido su casa, o
los que estaban en proceso de perderla al haber sido despedidos de sus
trabajos. ¿Cuántos en Segovia tienen que acudir a los repartos gratuitos
de alimentos? ¿Cuántos más van a tener que pasar el invierno helados de
frío al no poder pagarse la calefacción? No nos gusta ver la pobreza a
nuestro lado, preferimos ver pasar a los turistas con sus cámaras y sus
“cicerones”, tomar cañas en los bares, pasear con nuestros hijos… Todo
esto está muy bien, pero no olvidemos esa realidad bien patente aunque
poco visible. Quizá como a todo nuevo rico que empieza a ver cómo se le
deshilachan los vestidos de fiesta, nos cueste ver lo que nos haga
recordar de dónde venimos.
Se me hicieron presentes aquellos que tienen que aceptar
trabajos-basura, para cobrar algún euro con que alimentar a su familia o
poderse mantener en la precariedad si son jóvenes (en Segovia no
tenemos que ir muy lejos para encontrar estas situaciones de
explotación, igual en el mismo sitio donde tomamos las cervezas con los
amigos). Podría seguir, porque es absolutamente cierto que esas
realidades humanas me invadieron ante el espectáculo de un edificio de
la Iglesia al servicio del lucro privado. La palabra escándalo me viene
y la reflejo como tal pronunciándola como cristiano que intenta vivir
con alguna coherencia.
Anoto otra reflexión ¿de quién son los bienes de la Iglesia? ¿Acaso
son bienes patrimoniales de los que pueden hacer uso aquellos que
circunstancialmente ocupan un cargo en la jerarquía? Y otra a renglón
seguido: si su propietaria es la Iglesia, ¿Quién es la Iglesia? Me
contesto: el pueblo de Dios en marcha. ¿Cuál es la fidelidad a la que se
debe la Iglesia como pueblo de Dios? Respondo: al mensaje que con su
vida y su ejemplo nos dejó Jesús: sólo el amor salva, esa realidad
escondida en lo más íntimo de cada uno que nos lleva a poner al otro en
el centro de nuestras preocupaciones. Y ese otro ¿quién es, sino el
pobre y el desvalido, el prójimo que tirado en la cuneta y despojado de
todo yace a nuestro lado?
Si hay algo de verdad en todo esto, me acojo a las palabras
pronunciadas por el Papa Francisco, cuando a principios de septiembre
visitó un centro de los Jesuítas al servicio de la acogida de refugiados
en Roma
“Los conventos vacíos no son nuestros, son para la carne de Cristo
que son los refugiados. El Señor llama a vivir con generosidad y coraje
la acogida en los conventos vacíos… Quizá hemos sido llamados a hacer
más, acogiendo con decisión aquello que la providencia nos ha dado para
servir”.
Palabras balsámicas que me reafirman en que los bienes de la Iglesia
lo son en cuanto están al servicio de los demás, y en primer lugar de
los más pobres, de los marginados, de los inmigrantes sin recursos.
Ellos los pobres son la carne de Cristo, ¿en qué otro lugar podemos
poner el mensaje cristiano?
En un mundo inhóspito y despiadado que ve con indiferencia los
sufrimientos ajenos (más de trescientos inmigrantes ahogados frente a
las costas de Lampedusa, otros abandonados a sus dolencias sin
asistencia médica en España…) ¿Cuál es la mayor urgencia en la Iglesia?
El mismo Papa Francisco responde:
“Lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy, es una capacidad de curar heridas… cercanía, proximidad”.
¿Y qué mayor testimonio que estar junto a los que más sufren hoy el
huracán de la mal llamada crisis: los desahuciados, los sin trabajo,
los ancianos abandonados, los dependientes sin ayudas….?
¡Qué ocasión perdida de dar un testimonio verdaderamente evangélico!
¡Cuántas personas podrían atenderse en el palacio!, ¡Cuántas heridas
podrían curarse! Un verdadero hospital de campaña desperdiciado. Frente a
ello 25 años de cesión del singular edificio, ¿A cambio de qué?, de su
conservación (que está muy bien), y de ser fiel al “ideario” de la
Iglesia católica (¡), que pasa por la evangelización que transmiten las
obras de arte. ¿Qué mayor evangelización que curar el corazón herido?
Cuerpo y alma son uno, ¿o es que se nos ha olvidado? ¿Es posible salvar
almas olvidándose de los cuerpos? ¿Cuál es el orden de prioridades?
¡Qué día tan grande para Segovia y para la Iglesia hubiera sido si el
Obispo hubiera destinado ese edificio a “hospital” de cuerpos y almas!.
¡Qué foto la del prelado rodeado de gente sin trabajo, sin casa, sin sanidad…, sin dignidad!
¿Cuánto habremos de esperar para ver los primeros frutos de una Iglesia renovada?
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