(Publicado en La Verdad, el 6 de Julio, 2013)
[ La calor veraniega aconseja no cansar al público lector con opiniones de tertulia de ideas. Mejor un cuentecillo, piensa el opinador. Pero están dando por la tele la primicia del día sobre corruptos, seguida de la inevitable declaración cínica del poderoso de turno. El opinador renuncia a opinar y rememora la leyenda aprendida en cierta enciclopedia de antropología ]
[ La calor veraniega aconseja no cansar al público lector con opiniones de tertulia de ideas. Mejor un cuentecillo, piensa el opinador. Pero están dando por la tele la primicia del día sobre corruptos, seguida de la inevitable declaración cínica del poderoso de turno. El opinador renuncia a opinar y rememora la leyenda aprendida en cierta enciclopedia de antropología ]
“Érase una vez… una aldea, llamada ‘Tierra abrigada”, en el fondo del valle, ladera sur de la cordillera. Sus habitantes jamás salieron fuera del pueblo. Desde la ladera opuesta, a escasos kilómetros en plena meseta, se divisaba otra aldea, cercana y lejana; su nombre era ‘Cielo abierto’. Los habitantes de Tierra abrigada y Cielo abierto nunca cruzaron los montes, no se conocían, sus usos y costumbres, vestimenta e idioma eran diferentes. En Tierra abierta saludaban con una reverencia, extendían la palma de la mano en señal de combate y abrían los brazos en son de paz. Los de Cielo abierto se saludaban estrechando la mano, bajaban la cabeza amenazando guerra y se cruzaban de brazos para pedir paz.
Un buen día, por primera vez un habitante de Tierra abrigada subió de excursión hasta la cumbre. Curiosamente, otro de Cielo abierto tuvo semejante ocurrencia. Llegaron casi al mismo tiempo a lo alto del monte. A unos metros de distancia, el del valle dijo en su lengua: “Buenos días, ¿de dónde vienes?”. El de la meseta no entendió nada y dijo en la suya: “¿Quién eres? ¿Qué lengua hablas?” Comunicación imposible, recurren a los gestos. El del valle hace una reverencia por saludo, pero el de la meseta lo interpreta como declaración de guerra y retrocede temeroso. El del valle, tranquilizador, abre sus brazos en señal de paz, lo que significaba guerra para el de la meseta. Este, que no quiere guerra, responde con los brazos cruzados, señal de paz para él, pero amenaza para el otro. No hay nada que hacer, no se entienden. Pero ninguno pasa de los gestos al ataque, lo que les hace percatarse. Estaban intentando comunicar con códigos incompatibles.
Se pusieron a imitar el gesto ajeno. Cuando el de la meseta alargó la mano de nuevo en señal de saludo, el del valle, renunciando a su costumbre de reverencias, alargó su mano también, superando la timidez por el saludo desacostumbrado. Por fin se dieron la mano y brotó al unísono en ambos un gesto común, la sonrisa, que acabó en carcajada. Se sentaron a compartir pan y vino de merienda. Repitieron la excursión, se hicieron amigos y se enseñaron uno a otro los gestos, lenguaje y costumbres del valle y la meseta. El problema surgió al regresar a sus respectivas aldeas. Era difícil ayudar a quien jamás salió de su patria chica a comprender que el mundo es más amplio y los otros pueblos no son opuestos, sino distintos; no raros, sino diferentes; no peores, sino diversos. ¿Cómo hacerles ver que podemos y debemos aprender mutuamente?”
Hasta aquí una versión alegórica del encuentro entre culturas, contada ingenuamente de forma idílica y utópica. La historia de desencuentros y violencia no permite hacerse ilusiones sobre el encuentro con lo diferente, aunque nos cueste renunciar a la sonrisa de aquel apretón de manos y al brindis de projimidad. Pero la alegoría no termina ahí. El relato arquetípico prosigue así:
“Aquel encuentro de los del valle con los de la meseta desembocó en intercambios beneficiosos. Los de la meseta domesticaban caballos y los del valle habían inventado la rueda y construído carretas. Les vino muy bien a ambos cambiar el exceso de carretas de los del valle por la abundancia de caballos de los de la meseta. Luego fueron juntos a explorar tierras del Este y encontraron otro pueblo, Orilla marina. Se repitió la historia del desencuentro entre gestos y lenguajes diferentes. Los de Orilla marina no domesticaban caballos, ni fabricaban carros, sino embarcaciones, porque vivían de la pesca.
Les vino muy bien comprar carretas de caballos para llevar sus productos de pesca a los de Tierra abrigada y Cielo abierto. Pero… hete aquí que un día, mejor dicho, un mal día, un grupo maleante de Tierra abrigada, tras robar caballos a los de Cielo abierto y pescado a los de Orilla marina, escapó hasta refugiarse en los montes. Los de Orilla marina atribuyeron el robo a los de Cielo abierto y declararon guerra. Estos a su vez declararon la guerra a los de Tierra abrigada y… un largo etcétera…”
[Al opinador abstracto, convertido en narrador aficionado, le tienta actualizar la leyenda con nombres de personas y cifras de millones “de este país”, pero el profesor del taller de escritura recomienda: “mejor sin comentarios”. Pues dejémoslo así, con la sola coletilla editorial: “Cualquier parecido con la ficción se debe a que este cuento es pura realidad” ]
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