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ATALAYA ENERO 2025

miércoles, 19 de marzo de 2025

LA NECESARIA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA

 


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Renovación de las relaciones

El número 49 del Documento POR UNA IGLESIA SINODAL. COMUNIÓN, PARTICIPACIÓN Y MISIÓN aborda el tema de la necesaria renovación de las relaciones y de las estructuras de la Iglesia. Empecemos hablando de las relaciones que pueden darse en muy diversas direcciones: entre fieles, entre sacerdotes, entre obispos y entre todos ellos y el Papa, aunque en realidad en este último caso es entre los obispos, sobre todo cardenales, y el Papa. Relaciones verticales y horizontales entre todos ellos. Hay que incluir además a todos los religiosos y religiosas (Órdenes, Congregaciones, Institutos…). En la preparación del Sínodo muchas de estas relaciones fueron cuestionadas y, efectivamente, teníamos conciencia de que en asunto tan importante se detectaban muchas heridas y, por consiguiente, había mucho que sanar. Seguro que la mayoría de los católicos que reflexionan sobre la situación de la Iglesia ven la necesidad de renovar las relaciones. Habrá que ver dónde están deterioradas y cómo mejorarlas.

Todos podemos oír el clamor de las mujeres en la Iglesia, se quejan de que no se las trata igual que a los hombres, lamentan la mentalidad patriarcal que pervive en ella, en concreto de la discriminación para recibir el Orden sacerdotal y el diaconado ministerial, para ocupar cargos de dirección, de enseñanza… etc. Lo reconoce el Sínodo en el n. 52: “La necesidad de una conversión en las relaciones concierne inequívocamente a las relaciones entre hombres y mujeres”. “En el proyecto de Dios, esta diferencia (sexual) originaria no implica desigualdad entre el hombre y la mujer”. En la nueva creación, esta relación ha de ser reinterpretada a la luz de la dignidad del Bautismo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer…”. Por consiguiente, damos testimonio del Evangelio, a lo que estamos obligados, cuando nuestras relaciones respetan la igual dignidad entre hombres y mujeres. Es evidente que ello no es así.

El Sínodo ha reconocido que “El clericalismo, fomentado tanto por los mismos sacerdotes como por los laicos, genera un cisma en el cuerpo eclesial que fomenta y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos”, n. 74. La palabra “clericalismo” o “clerical”, después de hablar tanto de este mal eclesiástico antes del Sínodo, sólo aparece en este n. 74 y en el n. 98. En nuestros círculos nos quejamos del clericalismo generalizado y lo consideramos altamente perturbador de las relaciones. Los seglares nos sentimos maltratados porque no nos dejan intervenir en la toma de decisiones en la vida de nuestras comunidades. Sucede en todos los niveles de la Iglesia. Podemos trabajar para la Iglesia, pero no podemos más que aconsejar a quienes deciden lo que hay que hacer en ella. En este sentido el Sínodo ha dado un pequeño paso pidiendo que la autoridad competente que pide consejo a los seglares debe escucharlos, considerar lo que le dicen a la hora de tomar decisiones en la comunidad. Pero todo se deja a la buena voluntad del clérigo de turno que la lidera. Igual que cuando pide que “A los fieles laicos, hombres y mujeres, se les deben ofrecer más oportunidades de participación, concretando algunas al menos en los números 76 y 77. También ha propuesto otras buenas exigencias que tendrían que pasar de consejos a leyes que obliguen. Entre ellas: la trasparencia, el rendir cuentas, la evaluación de los objetivos que se han propuesto la comunidad, En el documento final del sínodo se habla de esto en los números: 11-35-79-80-93- del 95 al 103-108-125-138-141-150, lo que puede servirnos para exigir a quien corresponda su cumplimiento. Lo lamentable es que para decidir queda por encima de todos la autoridad competente, que ostenta siempre un clérigo: párroco, obispo o Papa (n. 66, n. 90, n. 93 c).

También reconoce el Sínodo las macabras y dolorosas relaciones de “abusos sexuales, espirituales, institucionales, de poder o de conciencia de parte de miembros del clero o de personas con cargos eclesiales” (n. 55), que causaron sufrimiento a mujeres y hombres, en algunos casos niñas y niños. La Iglesia debe escuchar con particular atención y sensibilidad la voz de las víctimas y de los sobrevivientes. Habrá que pedir perdón, intentar juzgar a los

culpables y reparar los daños que han hecho y buscar soluciones para que los casos no se repitan. Nunca se deben ocultar tales comportamientos inapropiados o delictivos.

Creo que en estas situaciones citadas y en otras parecidas, hay una causa de fondo que facilita el deterioro de las relaciones: la sacralización del agente. Se dice que el sacerdote es «alter Christus» (otro Cristo) subrayando su identificación sacramental y espiritual con él, especialmente en el ejercicio de su ministerio. El sacerdote, cuando actúa como tal, lo hace “como si fuera Cristo”, particularmente al celebrar la Eucaristía y la Reconciliación. Tal visión ha creado en algunos fieles una actitud reverencial que fácilmente se la puede manipular y derivar a sometimiento espiritual, lo que puede facilitar abusos de todo tipo. Si consideramos la función de gobierno del sacerdote en todos los rangos, se nos pide obediencia, que en ocasiones (cuando nuestra opinión no coincide con la suya) se traduce en acatamiento, pedido por el clero u ofrecido por los seglares. En el contexto religioso incluso la desobediencia a los padres se considera, o se consideraba, “pecado”. ¿Este clima, que sacraliza las relaciones, no las distorsiona facilitando el trato discriminatorio de la mujer, el clericalismo e incluso los abusos sexuales, o de otro tipo, de los desalmados? Es imprescindible desacralizar la figura del sacerdote.

 

Renovación de las estructuras

Decía al principio que en el n. 49 del documento final se hablaba también de la necesidad de renovar las estructuras eclesiásticas. Lo primero que hay que decir: también aquí nos encontramos con un mal de fondo. No se trata tanto de renovar las estructuras sino la estructura misma de la Iglesia que condiciona todo.

Para entender lo que esto significa lo tenemos fácil los mayores que hemos conocido la dictadura franquista, cuya estructura condicionaba todas las instituciones españolas, tal como la Organización Nacional Sindical. A este sindicato se le llamaba “El Vertical”, debido a la estructura de mando jerárquica que tenía, organizada de arriba hacia abajo. El dictador nombraba a uno que ponía en el vértice de la pirámide de toda la Organización Nacional Sindical (Delegado Nacional) y de aquí emanaban todos los demás mandos: Delegados Provinciales y Locales. Para todos estos puestos se nombraban a la gente del partido único: FET y de las JONS. Lógicamente la clase obrera estaba en desacuerdo con aquella organización, pero no se le ocurría a nadie pensar que la solución consistía en conseguir que se nombraran mandos que fuesen buena gente y tratasen bien a los obreros, que dieran cauce a sus reivindicaciones, que fuesen dialogantes…etc. Había un problema de fondo que lo viciaba todo: su estructura jerárquica vertical que tenía su origen en un dictador. El sindicato estaba en sus manos y defendía sus intereses y los de los suyos. La solución estaba en ser un país democrático.

Algo parecido, no igual, claro, es lo que sucede en la Iglesia, cuya organización es también vertical. El problema de raíz no son las relaciones ni los procesos que se generan en ella, ni siquiera está en las instituciones. El problema es la estructura básica que lo vicia todo. Eso lo que hay que cambiar. También aquí tenemos claramente una estructura organizada verticalmente, jerárquicamente de arriba abajo, con el añadido de que lo de “jerárquicamente” se entiende también en sentido propio: el poder, la autoridad es jerárquica porque se la considera sagrada (hierós: “sagrado” o “divino”), de origen divino (n. 33), pues es dada por Jesús, el Hijo de Dios, a los apóstoles y estos la transmiten en cierta medida en su mismo ser a través del Primado a los obispos, que a su vez la delegan en parte a los párrocos. La concepción piramidal y vertical es evidente: está el Obispo de Roma, con un poder absoluto en sus manos, que, además, es infalible y solo responsable de sus actos ante Dios; él es quien decide a los que entrarán en el Orden Episcopal, lo que harán prometiéndole obediencia. Estamos ante los principales vértices de la estructura eclesiástica. Todo ello es así, dicen, por “voluntad de Dios”, fundamentado en la Escrituras y en la Tradición.

Cuando hablamos de la estructura piramidal y vertical de la Iglesia nos referimos a su organización, que es estrictamente humana, pero sobre la que se ha proyectado una ideología teocrática (n. 33) que la transforma en su significado y en su valor. Desde esta perspectiva se crean unas instituciones, se regulan las relaciones con leyes y normas propias y definen los valores compartidos, siendo, a este respecto, el más importante de todos la obediencia a la autoridad competente [93 c)], que, al estar sacralizada, también lo está ella misma, quedando afectada la misma conciencia religiosa personal, al ser calificada la desobediencia como “pecado”, cosa que por principio todos han de evitar. Se ha llegado hasta pedir una “obediencia ciega”, con lo que la libertad personal quedaba prácticamente anulada.

¿Qué hay que hacer ante este panorama? Lo más importante a mi entender sería desacralizar la estructura y las instituciones, las personas, las relaciones y los valores. La ideología teocrática ya hace tiempo que dejó de utilizarse en el mundo moderno. El hecho de que la Iglesia siga aferrada a ella y la utilice como explicación de su modo de ser y comportarse es un importante obstáculo para la misión, una de las razones por las que mucha gente de hoy la abandona y los más jóvenes la rehúyen. No se puede mistificar con dogmas lo que para la razón es inasumible. No se puede tener una visión del ser humano y de la creación que contradice lo que dice la ciencia.

Lo más importante en la Iglesia es el seguimiento de Jesús de Nazaret que ha de ser en la libertad de los hijos de Dios (n. 141). Ello genera un grupo de personas (comunidad) que se han de organizar según sus valores propios (misericordia, humildad, compromiso…etc.) y los que universalmente reconozca la sociedad en cada momento, que hoy serían los valores que defienden los derechos humanos universales. Hoy lo más normal sería sintonizar, por ejemplo, con el feminismo, con el ecologismo, con la acogida a los migrantes. Defender la igualdad entre todos, empezando por la del hombre y la mujer, hacer hincapié en el respeto a la creación y ser solidarios nos lo exige también el humanismo cristiano. Si lo hacemos, además, daríamos una imagen de modernidad a la Iglesia.

 

15 de marzo de 2025. José María Álvarez. Miembro del Foro de Cristianos Gaspar García Laviana

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