jueves, 28 de octubre de 2021
Ni cambio de interlocutores ni blindaje de la reforma laboral de Rajoy: lo que pide y lo que no pide Bruselas a España
Sínodo ambicioso
Martín Gelabert
Hoy cumpliría 78 años y seguiría perseguido por los actuales tribunales
Redes Cristianas
Después de pasar un año en Bélgica, el 10 de Agosto de 1969, llegó a Los Corrales con tan solo 26 años de edad para dirigir la Parroquia, pero nadie podía imaginar entonces lo que aquel joven traía en su mente. Sus antecesores habían dejado bien definidas las funciones tradicionales de los curas con sotana, aunque su destino no fue del todo casual, porque junto a un equipo de cuatro compañeros más, habían elegido la Sierra Sur de Sevilla para su trabajo: Los Corrales, Martín de la Jara. Pedrera. Gilena y Aguadulce.
En las primeras semanas iniciaron la creación de un movimiento juvenil llamado “Movimiento Junior”, organizando una serie de grupos de niños que se reunían con ellos para hablar de la verdadera amistad, de la solidaridad, del egoísmo y de las injusticias.
Al poco tiempo dejaron de repartir las hojas parroquiales que llegaban del Episcopado y comenzaron a editar cada semana sus propias hojas, en las que reflejaban otra versión del cristianismo y de los problemas reales de la gente: paro, emigración o incultura. Mas tarde comenzaron a señalar también la falta de libertad del Régimen Franquista. La reacción no se hizo esperar en las autoridades, ni en sectores conservadores, que empezaron a escandalizarse de aquellos curas. A medida que los grupos se fueron ampliando, curiosamente, en todos los pueblos surgió el mismo calificativo hacia los jóvenes que se acercaban a ellos, catalogándolos como: “la gente del cura”.
En Los Corrales, desde los primeros momentos, Diamantino se propuso ser un trabajador más del pueblo, renunciando a la paga de sacerdote para ganarse la vida como cualquier jornalero y comenzó a emigrar a la vendimia francesa y a trabajar en la aceituna. Incluso algunas temporadas decidió irse también a la hostelería y a los espárragos. Donde estaba el pueblo, allí quería estar, pasando las mismas fatigas, las mismas alegrías y las mismas esperanzas. Mientras tanto, su compañero Miguel, veinte años mayor que él, y destinado en Martín de la Jara, cubría las ausencias temporales y las obligaciones parroquiales de ambos lugares, asumiendo cada uno un papel para los mismos objetivos.
En muy poco tiempo, Diamantino consiguió hacerse querer por muchas familias humildes, conociendo a todos y todas por sus nombres y apodos. Allí donde había un enfermo, un necesitado o un problema, siempre estaba presente y disponible para arreglar papeles o resolver cualquier asunto.
Su intensa dedicación a los débiles le hacía ser muy crítico con la jerarquía de la Iglesia, a la que denunciaba de alianza con los poderes establecidos y de pasividad ante los abusos e injusticias. Practicaba un cristianismo liberador de los oprimidos y comprometido con los pobres. Por ello, hizo de la Iglesia un refugio para defender a los débiles, organizando encierros, huelgas y protestas contra el abuso y la explotación. En los momentos difíciles, era el primero en dar la cara, antes de que la represión pudiera llegar a alguno de los trabajadores, una actitud por la que fue amenazado, detenido, juzgado, y perseguido por las autoridades.
Incluso ya en plena Democracia, en uno de los informes que envió la Guardia Civil de Los Corrales al Gobernador se decía: “Donde hay conflictos laborales, allí se encuentra Diamantino, siendo su labor la de un revolucionario. Este sacerdote, está conceptuado en este puesto como activista en contra del Régimen actual, ya que es muy amante de todos los partidos políticos que están en contra del Gobierno de la Nación, siendo de tendencias comunistas por cuyo motivo su conducta deja mucho que desear”.
En 1975 el dictador falleció y parecía abrirse una esperanza, un nuevo camino hacia una sociedad libre y democrática que acabara con las injusticias del pasado, pero Diamantino, con la visión de futuro que siempre le caracterizó, adivinó pronto el modelo de Democracia que los grandes partidos estaban pactando.
En una Hoja Parroquial, publicada el 31 de octubre de 1976, señaló con extraordinaria precisión lo que iba a ocurrir en los años posteriores.: “Democracia, una palabra que ahora atraviesa de parte a parte todos los periódicos del país, y que se hace imprescindible en cualquier discurso de personas que han convivido cómodamente con la Dictadura. Democracia, una palabra que interesa menos de lo que se aparenta. Pronto se instalará en nuestro país una controlada Democracia, pero tú y yo y la mayoría seguiremos muy alejados de los centros donde se tomen las decisiones económicas y políticas. A lo más que llegaremos será a echar una papeleta con un voto para darle más poder a quien controla la opinión pública desde los medios de comunicación. Con poder votar no está hecha la Democracia. La Democracia es darle poder y participación al pueblo para que él sea el propio protagonista de su destino y de su historia. “
Consciente de que se abría una nueva y compleja etapa, se implicó en esa tarea, participando en verano de 1976, en la fundación del Sindicato Obrero del Campo, donde fue elegido Presidente. Al mismo tiempo, en Los Corrales, participó también en la creación de la Asociación de vecinos “La Unión”, que canalizaría todas las inquietudes políticas, sociales y culturales, hasta desembocar en 1979 en las primeras Elecciones Municipales. De ahí nacieron las Candidaturas Unidas de Trabajadores.
El continuo problema del paro y la emigración azotaban nuestros pueblos. La Reforma Agraria pendiente en Andalucía era uno de los grandes retos históricos para los sindicatos campesinos y su puesta en marcha podía aportar grandes soluciones.
Por primera vez, después de cuarenta años, se reanudaba la lucha por la tierra. El 12 de julio de 1978, La finca “Aparicio” en la carretera de Osuna, fue el primer objetivo y muchos trabajadores de Los Corrales respondieron a la llamada. Se extendieron las ocupaciones por toda Andalucía y el respeto a la dignidad del “jornalero”, saltó a todos los medios de comunicación. El Himno de Andalucía comenzó a recobrar vida en cada ocupación al cantar “Andaluces levantaos, pedid Tierra y Libertad”, y el orgullo de ser andaluz y jornalero empezó también a tener sentido real en un colectivo de trabajadores, que tomaban el protagonismo de su propia historia.
Grandes fincas próximas a Los Corrales, propiedad de terratenientes, no escaparon al punto de mira de Diamantino, encabezando en numerosas ocasiones ocupaciones para exigir cultivos que dieran mano de obra y repoblación forestal. Su participación en la mayoría de los conflictos del campo, le fueron forjando como un luchador infatigable y un líder jornalero sin precedentes en esta zona. Su presencia y sus palabras reforzaban los encierros en Ayuntamientos, Diputaciones u Oficinas del INEM. La preocupación constante por la falta de trabajo le hizo buscar y gestionar medios y posibilidades para impulsar Cooperativas de Trabajadores. Las que surgieron en Los Corrales en ese periodo fueron fruto de ese esfuerzo.
Conocía los despachos de la administración y de los gobernantes como nadie. Su alcance hacia cualquier lugar sorprendía a diario. Con él se relacionaban innumerables personas de todas partes, y de su mano llegaron a nuestros pueblos lideres sindicales, políticos, y mucha gente del mundo del arte y la cultura. Unos y otros traían un enorme caudal de experiencia a estos pueblos olvidados desde siempre.
Su avance siempre constante en pro de la justicia, saltó las fronteras y su ejemplo escapaba hacia cualquier sitio donde había que luchar contra la marginación. A su casa venían los oprimidos, los marginados, los castigados por la droga, los que no tenían vivienda, los inmigrantes….. Su continua actividad, reconocida en todos los ámbitos políticos y sociales, alcanzó un enorme prestigio de entrega y honradez por toda Andalucía. Lo llamaban desde cualquier lugar para escucharle. Sus artículos en la prensa eran un continuo clamor de denuncia y defensa de los olvidados.
Su vida se fue consolidando como un patrimonio de todos los desheredados de cualquier parte del mundo, conociendo personalmente la miseria extrema allí donde nace, y la lucha de los pueblos por liberarse: Guatemala, El Salvador, Nicaragua o Brasil.
En el mismo sentido, también Diamantino tuvo que convivir con duras críticas de algunos sectores de nuestro propio pueblo, y aunque ahora resulte incomprensible, no hay que ocultar que en los veinticinco años que permaneció en Los Corrales, tampoco se libró de insultos, ataques y calumnias de algunos vecinos y vecinas e incluso de los mismos a los que tanto defendió, un hecho que él siempre atribuyó a la ignorancia y a la falta de conciencia.
En 1993, le concedieron en el Dia de Andalucía la Medalla de Plata por su labor en defensa de los colectivos más desfavorecidos, pero su conciencia, siempre firme y critica con el poder no daba tregua a lo que toda su vida habían sido sus objetivos. Con sus propias palabras manifestó: “Después de tantos años y de haber pasado tanto. De haberme perseguido, incomprendido y detenido, es estimulante que ahora a quienes seguimos luchando, haya ciertas voces que nos admiran. De todos modos yo me pregunto inquietado cuando hago esta reflexión, -¿Que cosas mal estaré‚ haciendo cuando están empezando a hablar bien de mi?”.
Poco a poco Diamantino se fue apagando. Aquí en Los Corrales, muchas personas seguíamos en silencio sus últimos días en el hospital. Cada tarde y cada noche alimentábamos una pequeña esperanza. No había un instante en el que continuamente dejaran de pasar por la puerta de su habitación gente de cualquier lugar para intentar verlo y expresarle la gratitud de haberlo conocido.
En Los Corrales se aprobó el trámite para nombrarlo hijo adoptivo e hijo predilecto. Su casa, la Iglesia y cada rincón del pueblo siguen siendo el escenario real donde se escribieron páginas inolvidables para la Historia de Andalucía, pero sus doctrinas sólo sobrevivirán si los pueblos a los que se entregó durante tanto tiempo tienen la valentía de mantener vivo su ejemplo
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“El ordenamiento jurídico eclesiástico está abierto a la reforma estructural, pero también debe estar abierto al debate estructural”, se afirma a la vez que se marcan algunas tareas de revisión canónica y organizativa. “Es necesario reforzar, también a través del derecho particular, los derechos de todos los fieles no sólo a experimentar una buena atención pastoral, sino también a ser activos en ella para contribuir a la edificación y misión de la Iglesia”, proponen.
Con el trasfondo de los abusos, en el documento se recuerda que “la tarea de nuestro tiempo es desarrollar estructuras para el ejercicio del poder en la Iglesia que impidan los abusos sexuales y espirituales, así como las decisiones erróneas de ministros sobrecargados, que permitan decisiones transparentes en la responsabilidad compartida de los fieles y que, en definitiva, promuevan el servicio del Evangelio”.
“Es indiscutiblemente posible y necesario que los creyentes cualificados y llamados asuman tareas de dirección en la Iglesia, que habitualmente, pero no necesariamente, son asumidas por los clérigos”, destacan. Algo que es “especialmente importante el establecimiento de la plena igualdad y participación de las mujeres”.
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“Humanizar la Humanidad”
La ordenación episcopal tuvo lugar la noche del 23 de octubre de 1971 junto al río Araguaia. Los consagrantes fueron Dom Fernando Gomes dos Santos, arzobispo de Goiânia, Dom Tomás Balduino, obispo de Goiás, y Dom Juvenal Roriz, obispo de Rubiataba. Era el primer obispo de la Iglesia local.
Todo en aquella celebración del joven misionero claretiano catalán de 43 años fue distinto, atípico, original, heterodoxo, revolucionario, pero entonaba perfectamente con el paisaje y el paisanaje, con las personas que acompañaban a Pedro y participaban en la celebración. Ese ceremonial presagiaba el cambio de modelo episcopal que Casaldáliga iba a llevar a cabo.
Nada de insignias episcopales tradicionales que le alejaran del pueblo y le convirtieran en un monseñor ante quien había que acercarse genuflexo y besarle el añillo de oro o plata. “No tengo ningún capisayo ni pienso llevar ninguna insignia”, confesó. Y lo cumplió a rajatabla. Eduardo Lallana, presidente de la Asociación “Tierra sin Males” y estrecho colaborador de Pedro, le preguntó en una ocasión por qué no usaba nunca la mitra y el báculo como obispo. “Con todos los respetos a mis hermanos en el episcopado, considero que no son signos evangélicos”, le respondió1.
Su lema fue “Humanizar la humanidad” y lo hizo realidad con su praxis liberadora en defensa de la dignidad de las personas a quienes sistemáticamente se les negaba. “Humanizar la Humanidad practicando la proximidad”: ese fue el título y el tema del discurso de recepción del Premi Internacional de Catalunya 2006, que le fue entregado por el Presidente de la Generalitat, Pascual Maragall, en Sâo Félix. Y esa es, afirmó, la tarea común y la misión de todas y todos. En su comunicación defendió, con Edgar Morin, la necesidad de “reinventar una economía de convivencia”, con el pueblo guaraní, “la economía de la reciprocidad” y, con el pueblo myky de Mato Grosso, la máxima “vivir es convivir”2.
Sus insignias episcopales no fueron las usuales en este tipo de ceremonias religiosas. No llevaba sobre su cabeza la mitra, que con sentido del humor -y no sin cierto grado de verdad- es calificada de “apagavelas de la inteligencia”, sino un sombrero de paja sertanejo entregado por un líder campesino. Tampoco portaba un báculo barroco ornado con perlas preciosas, utilizado por los obispos con frecuencia para golpear a las ovejas, más que para pastorear, sino un remo-borduna hecho de ‘pau-brasil’ por un indígena de la comunidad Tapirapé, que le ofreció el jefe de la tribu.
El anillo fue un regalo-sorpresa de los amigos de España del que muy pronto se desprendió y devolvió “como un homenaje filial a mi madre”. El único anillo que usaba era el de Tucum, una planta de Amerindia, que se convirtió en un símbolo de la fidelidad de Pedro en el servicio a los pobres. Muchas personas de Amerindia lo siguen llevando. Se rodó una película: O Anel de Tucum, que puede verse en internet: https://www.youtbe.com/watch?v-14QFVqqFpc4.
Las lecturas bíblicas fueron traducidas al ámbito y lenguaje regionales en las que iban a desarrollar su compromiso vital, religioso y social: “Yo soy el buen vaquero. El buen vaquero arriesga su vida por su ganado. Aquel que no es vaquero y que no cría ganado, cuando llega el jaguar, huye. Yo soy el buen vaquero. Conozco a mi ganado, y mi ganado me conoce, y doy mi vida por mi ganado. Tengo otras vacas que no están en este redil. Debo ir tras ellas. Y escucharán mi llamado y habrá un solo rebaño” (Jn 10, 11-16).
Una Iglesia de la Amazonía en conflicto con el latifundio
Aquellos símbolos y el texto de la invitación iban a revolucionar su ministerio episcopal y a influir en el cambio producido en el episcopado latinoamericano en las décadas siguientes, incluso durante la involución impuesta por Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger. A la revolución en los símbolos acompañó otra en el mensaje que quería transmitir a la comunidad cristiana campesina con quien iba a convivir y a cuyo servicio iba a estar incondicionalmente cuatro décadas. El mismo día de su ordenación episcopal hizo pública una Carta Pastoral en la que marcaba el futuro de su trabajo ético-profético-evangélico: la denuncia de las injusticias estructurales del sistema capitalista en la zona y el anuncio de una sociedad justa, solidaria y sin discriminaciones.
Ya el propio título daba una idea certera de quiénes iban a ser sus adversarios, los detentadores del poder, que lo perseguirían a muerte y terminarían con el asesinato de algunos de sus colaboradores: Una Iglesia de la Amazonía en conflicto con el latifundio y la marginalización social3. En su diario de aquellos días advertía de que la Carta generaría contradicciones y era un riesgo “y casi un desafío total”, pero, aún así y todo, “creí mi deber escribirla”.
La Carta no quedó en el anonimato ni en un oscuro boletín eclesiástico para lectura de piadosos clérigos, sino que tuvo gran publicidad, aun cuando el director de la Policía Federal, el general Canepa, había prohibido su difusión, y llegó a las altas esferas de la dictadura militar y a los terratenientes y latifundistas, que trataban a las personas trabajadoras como animales y los mantenían en un régimen de esclavitud.
Hacia una Iglesia de los pobres
El propósito de Casaldáliga era construir una Iglesia comprometida con las aspiraciones y reivindicaciones de las comunidades indias, afrodescendientes, de los posseiros y peones, sin honra ni poder, en lucha contra el latifundio y toda forma de esclavitud. Una Iglesia, por ello, perseguida por los dueños del dinero, de la tierra y de la política, sin “tiburones” ni explotadores del pueblo, formada por pequeñas comunidades de base desparramadas por las calles y sertâos, con una estructura participativa, corresponsable y democrática.
Ese modelo de Iglesia no se quedó en el papel, sino que pronto se hizo realidad en Sâo Félix con una estructuración del trabajo pastoral en cuatro áreas: pastoral directa: sacramentos y catequesis; educación formal o informal; atención a la salud, defensa de los derechos humanos, lucha por la justicia; conquista de la tierra para las comunidades indígenas y campesinas. Dichas áreas eran coordinadas por agentes de pastoral, preferentemente laicos y laicas.
Ese era el clima generalizado en otras iglesias de América Latina, que dio lugar al nacimiento de la iglesia de los pobres, que durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI intentó ser desmantelada por el Vaticano sin conseguirlo por la resistencia de las propias comunidades eclesiales de base y los agentes de pastoral. Es esta iglesia popular la que se encuentra en la base de la teología de la liberación -guía ideológica de Casaldáliga-, que él mismo cultivó creativamente en sus libros de gran hondura espiritual, sentido místico, inspiración poética, denuncia profética, carácter social, actitud revolucionaria y, sobre todo, con su ejemplo de vida.
Una teología que, a pesar de las permanentes sospechas y condenas de Roma, sigue viva y activa en el nuevo y ahora poco esperanzador escenario latinoamericano, caracterizado por el fundamentalismo religioso y el conservadurismo político, ambos en alianza4. Esta teología se reformula en los nuevos procesos históricos con la incorporación de nuevos protagonistas: comunidades indígenas, campesinas, afrodescendientes, movimientos feministas, ecologistas, colectivos interreligiosos, LGTBI, y de nuevas categorías: interculturalidad, diálogo interreligioso, feminismo, ecología, territorio, agua, vida, martirio, resistencia, esperanza, etc.
Fue en Mato Grosso donde se despertó en Casaldáliga la conciencia global e internacionalista, hasta convertirse en el obispo más “católico” en el sentido etimológico del término: “universal”. Él mismo reconoce que allí su alma se universalizó, tras abandonar Europa y pasar por el continente africano: “Haber salido de Cataluña, de España, de Europa, pasar por África y venir a vivir definitivamente en este brasileño Mato Grosso de Nuestra América me ha universalizado el alma”.
Él desarrolló su conciencia global a través de la defensa de las causas de los perdedores de la historia y del apoyo a los movimientos de liberación del mundo entero.
En ese sentido, Pedro es un ejemplo de globalización desde abajo, desde las víctimas, en otras palabras, de la alter-globalización de la esperanza frente al pesimismo instalado en la sociedad. O mejor dicho, ejemplo del movimiento glocalizador, que compagina las causas y las luchas de emancipación locales y las globales
Por todo ello no tardaron en llegar las persecuciones de los diferentes poderes confabulados: militares, terratenientes y políticos protectores de los latifundistas, incluido el Vaticano. Se sucedieron las amenazas de muerte y los atentados contra su vida.
Este texto sobre la consagración episcopal de Pedro Casaldáliga hace cincuenta años, el 23 de octubre de 2021, forma parte de mi libro Pedro Casaldáliga. Larga caminada con los pobres de la tierra (Herder, Barcelona, 2020), páginas 28-34.
ESPIRITUALIDAD Y TRASCENDENCIA. CÓMO VIVIR LA VEJEZ
Umbrales de Luz (josearregi.com)
Abro estas reflexiones con dos sentencias bíblicas y tres observaciones introductorias.
“Una rica experiencia es la corona de los viejos”, dice el sabio Ben Sirak en un libro escrito hacia el 160 a.C. (Si 25,6).
“Enséñanos a calcular nuestros días para que adquiramos un corazón sabio”, dice el salmo 90 (Sal 90,12).
Tres observaciones introductorias en torno al título: “Espiritualidad y trascendencia. Cómo vivir la vejez”.
1) ¿Cómo vivir la vejez?, dice el título. Tal vez sea demasiado pretencioso. No vengo a dar consejos ni recetas sobre cómo vivir la vejez, condición de un sector social cada vez más numeroso afortunadamente, un sector social del que formo parte. Lo que os digo me lo digo, pues, humildemente, conociendo bien la distancia que va del dicho al hecho, y, a pesar de todo, convencido de que la vejez puede ser edad de plenitud vital, es decir, de libertad en el desapego, de fecundidad en la pérdida. A eso aspiramos, estoy seguro, cada uno a su manera.
2) En eso, en ese milagro del desapego, que nos permite abrirnos a una nueva plenitud en medio de crecientes pérdidas, en eso consiste en última instancia la llamada “espiritualidad”. “Espiritualidad” es un término muy equívoco. Yo la traduciría como el “Buen Vivir” o “la vida con hondura” o con “alma”, o, en palabras del anciano sabio Marià Corbí, la “cualidad humana profunda”.
3) El título dice también “Espiritualidad y transcendencia”. Nuevo equívoco. La OMS, en el informe 804 (Cancer pain relief and palliative care) de 1990, tras afirmar que la espiritualidad es un componente de la salud intregral, la define como “aquellos aspectos de la vida humana que tienen que ver con experiencias que transcienden los fenómenos sensoriales. No es lo mismo que religioso”. Que la espiritualidad no es lo mismo que religión me parece indiscutible, pero que tenga que ver con experiencias que transcienden los fenómenos sensoriales no me parece tan claro. La experiencia espiritual no se da fuera de los sentidos, sino en los sentidos y gracias a los sentidos, como el afecto amoroso o la emoción estética. La transcendencia no se refiere a un supuesto mundo superior más allá del universo, ni a un Ente o divinidad suprema ni a una vida más allá de esta vida después de la muerte. La transcendencia es la hondura sin fondo de todo cuanto es, el aliento vital que nos anima en esta vida y más allá del paso, el tránsito, que llamamos muerte.
Paso a señalar algunos rasgos de esta transcendencia en la inmanencia, de esta sabiduría vital profunda, unos rasgos que pueden ser de alguna forma más propios y específicos de la vejez.
1. Tiempo de crecer, tiempo de decrecer
La vejez es tiempo de decrecer o, más bien, de crecer decreciendo.
Entre tantas paradojas que nos constituyen, nos encontramos con ésta: Nadie quiere morir joven (salvo algunos, demasiados jóvenes, que quieren pero desgraciadamente no pueden vivir), pero nadie –digámoslo así– quiere ser viejo. Lo tenemos difícil. Uno de los grandes retos de hoy es el aprendizaje de la vejez: la aceptación de las pérdidas y el disfrute de los bienes propios de la vejez. La indudable carga y la innegable bendición de ser viejo. Aceptar que somos viejos y aprender a serlo.
Hace algo más de 2200 años que un sabio judío escribió un librito de 10 páginas sin desperdicio que se conoce como Qohelet. Dice, por ejemplo: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Tiempo de nacer y tiempo de morir (…), tiempo de destruir tiempo de construir (…), tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar, tiempo de buscar y tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar (…), tiempo de callar y tiempo de hablar” (Qoh 3,1-8). Y podríamos seguir diciendo: Hay tiempo de crecer y tiempo de decrecer, tiempo de ganar y tiempo de perder, tiempo de adquirir y tiempo de despojarse, tiempo de esforzarse y tiempo de descansar, tiempo de aprender y tiempo de olvidar, tiempo de cuidar y tiempo de dejarse cuidar, tiempo de poder y tiempo de no poder…
Todos esos tiempos de lo uno y de su contrario –contradicciones aparentes– son propios de cada edad, pero la vejez es más particularmente tiempo de perder, de descansar, de desprenderse, de dejarse llevar. El aprendizaje esencial de la vida, en todas las edades de la vida, se vuelve radical en la vejez. Y la raíz y lo radical, lo más radical, de la vida, fuente de los mayores bienes, es el aprendizaje de la pérdida, del decrecimiento. Solo decreciendo podremos crecer en hondura, crecer hacia el fondo. Solo aprendiendo a perder podremos ser más plena y libremente sin aferrarnos a ninguna forma ni posesión. Es la gran exigencia y la gran oportunidad de la vejez: vivir cada vez más con cada vez menos. Somos viejos, pero es hora de vivir. Es la hora de perder – de perder fuerzas, poder, protagonismo, salud–, sí, pero el saber perder forma parte del saber vivir más a fondo.
La vejez es la horade vivir más a fondo, más plenamente, más desprendida y libremente, más serena y reconciliadamente. Por todo ello, la vejez es, o debiera ser, la edad privilegiada para vivir la espiritualidad, es decir, la aceptación en paz de la pérdida y del decrecimiento.
Es el gran reto personal de quienes ya somos viejos. Pero saber decrecer para ser más es uno de los grandes retos de la sociedad a nivel local y mundial. Aprender la sabiduría de vivir mejor con menos, y compartiendo lo que tenemos, es todo un reto cultural, político, económico, ecológico. Un reto espiritual en el fondo. Es también un reto mayor el ofrecer a los viejos los medios para vivir más plenamente decreciendo cada vez más. No solo de pan y de confort vivimos los viejos.
2. Tiempo de liberación
En el hinduismo tradicional se enseña que la vida del ser humano comprende cuatro etapas, llamadas ashrama. Os las presento con cierta libertad:
1) La primera etapa comprende los primeros 20 años: en ellos, el niño nace y crece, se hace joven, se desarrolla, adquiere capacidades; como joven aprendiz célibe (Brahmacharya) se prepara para el breve y complejo viaje de la vida.
2) La segunda etapa va desde los 20 a los 40 años: el joven ya adulto forma pareja, cría una familia, o crea sociedad, trabaja y se afana, participa de lleno en la vida social, se ocupa, es protagonista, es un Grihastha que vive atareado en mil quehaceres y responsabilidades.
3) A los 40 años – eso era en aquel tiempo…–, ya se encuentra libre de las cargas de la familia y de la sociedad, y puede pasar a la tercera etapa, hasta los 60: para ello se retira, se vuelve ermitaño (Vanaprastha), hace silencio, viaja al interior, a lo más profundo de sí y de todo, haciéndose uno con el Misterio y la Presencia y el Todo en cada parte, más allá de toda categoría de interioridad-exterioridad.
4) Por fin, a partir de los 60, puede acceder a la libertad última de la que es capaz, se libera de sus aspiraciones, éxitos o fracasos, de la atadura de sí y de todas las demás ataduras, lo abandona todo –casa, familia, bienes– y se vuelve renunciante (Sannyasa), caminante vagabundo, sin techo ni lugar propio; en cualquier recodo de camino, la muerte le saldrá al paso, pero le encontrará sin nada propio y uno con todo, de modo que nada podrá contra él, solo será su paso al ser pleno sin forma o a la Vida que ni nace ni muere.
No es mi intención presentaros como modelo válido y aplicable hoy estas cuatro etapas que, por cierto, se referían originariamente a varones de la casta de los brahmanes, de modo que la mayoría de la población no tenía ni siquiera la oportunidad de recorrer las cuatro etapas y llegar a ser libres. ¿Qué joven puede hoy, a los 20 años, tener un empleo digno, una casa adecuada, lograr una autonomía económica, formar una pareja, crear una familia si así lo desean? ¿Qué adulto queda libre de sus cargas a los 40 años o dedicarse a la contemplación a los 60?
Es impensable aplicar el modelo ideal de la tradición hindú, y no sé ni si es deseable. Pero el reto está ahí, y los interrogantes sobre nuestra civilización también. El mundo ha cambiado mucho en estos dos mil años, y observad lo que ha cambiado solo en los últimos 200, desde el comienzo de la Revolución industrial hasta la era postindustrial en la que ya nos hallamos. Muchas cosas han cambiado para bien, pero no es nada seguro que el balance global del desarrollo esté resultando positivo para la vida común: jóvenes en masa entre 20 y 40 años, mejor preparados que nunca, se ven excluidos de la sociedad, sin un empleo digno ni una casa propia; los equilibrios del planeta, comunidad de vivientes, se desgarran. ¿Será que a más progreso hay más opresión? ¿A dónde se encamina nuestra especie Homo Sapiens, tan sorprendentemente capacitada y tan terriblemente contradictoria, pues lo que le capacita para hacer mayor bien que nunca eso mismo le sirve igualmente para provocar heridas y desgracias personales y planetarias?
Necesitamos la sabiduría de Oriente y de Occidente. La sabiduría del auténtico progreso humano liberador. ¿De qué nos sirve un progreso sin liberación?
La espiritualidad consiste en la liberación personal y política, y eso vale en todas las edades de la vida. Pero vuelvo a la sabiduría hindú tradicional, al fondo de su enseñanza más allá del detalle literal. Su intuición de fondo nos vale hoy como entonces: la vejez como tiempo de una difícil, pero necesaria y posible liberación radical. Esto es verdad ayer como hoy.
Llega una edad –ojalá llegara para todas y para todos– en la que nos vemos libres de muchas cargas familiares y sociales, de la competitividad, de responsabilidades profesionales, de estresante protagonismo, de planes y proyectos de futuro. Claro que, una vez libres de esas cargas –eso en el mejor de los casos–, llegan otras: achaques de salud, pérdida de fuerzas, irrelevancia social, soledad, proximidad de la muerte… Es la hora de la gran liberación, la hora de ser libre de todo y de sí mismo, la hora de renunciar a proyectos, éxitos y ganancias, la hora de aprender a perder o, mejor, a ser más con menos, de ganar perdiendo. La enfermedad y la muerte son ataduras severas, radicales, que trae consigo la vejez, pero quien accede a la raíz de su ser se libera también de ellas, nada le puede atar porque nada tiene.
Para eso es necesario un trabajo interior de toda la vida. La liberación no se improvisa en la vejez. Pero, llegados a la vejez, libres de muchas cargas, no estaría mal que nos dedicáramos un poco más a ese viaje interior que nos libere más profundamente.
3. Tiempo de desapego
La liberación profunda exige desapego. Desapego es el término clave de todas las tradiciones sapienciales. Aprender a vivir es aprender a desapegarse de éxitos y fracasos, de lo logrado y malogrado, de proyectos y protagonismos, de lo ganado y de lo perdido. Del propio ego, en definitiva.
El Bhagavad Gita (del s. III a.e.c.) es uno de los textos en que mejor se resume la sabiduría hindú, y el más popular y leído. La clave de la liberación, de la paz y de la felicidad, viene a decir, es el desapego. Leemos, por ejemplo, en el capítulo II:
“Porque la acción, oh Dhananjaya, es muy inferior a la acción desinteresada; busca refugio en la actitud de desapego. Desgraciados son los que buscan el fruto en sus acciones (49).¡Oh Partha! Cuando un hombre pone a un lado todos los anhelos que surgen en la mente y se reconforta solamente en el Atman, entonces es llamado el hombre de sabiduría estable (55). El que no es perturbado por las penas y no anhela las alegrías, el que está libre del apego, miedo e ira, ese es llamado el asceta de sabiduría estable (56). El que no siente apego en ninguna parte, el que no se alegra ni se entristece ya le sobrevenga un bien o un mal, la sabiduría de ese hombre es estable (57)”.
Y en el capítulo VI: “Para aquel que se ha conquistado a sí mismo y que permanece en perfecta calma, su ser está tranquilo en el frío y en el calor, en el placer y en el dolor, en el honor y en el deshonor (7). El Yogui que está satisfecho con la sabiduría y el conocimiento, firme como una roca, dueño de sus sentidos y para quien un puñado de tierra, una piedra o el oro son lo mismo, él está en posesión del Yoga (8). Es superior el que considera igual al bienhechor, al amigo y al enemigo, al desconocido, al indiferente y al aliado, como también al santo y al pecador (9). Tal como la llama de una lámpara no vacila en un lugar sin viento, así el Yogui con su pensamiento controlado busca la unión con el Atman (19). Tal estado debe ser conocido como el Yoga, la desconexión de toda unión con el dolor. Uno debe practicar este Yoga con resolución firme y fervor inagotable (23)”.
Quien se hace uno con su verdadero “sí mismo”, su propio ser profundo (eso significa “Yoga” o unión), se desapega o libera de su ego inquieto e infeliz, el ego engañoso con sus éxitos y fracasos, ambiciones y sus miedos, sus filias y fobias. Y quien, desapegándose de todo cuanto no es en verdad, se centra y unifica en su verdadero ser profundo, se realiza plenamente, es feliz. Jesús de Nazaret dijo lo mismo con otra imagen: “Quien quiera salvar su vida la perderá, quien pierda su vida la conservará” (Mt 16,25). Quien se aferra a su ego pierde su ser o su vida. Quien se desapega de su ego gana su ser o su vida. Para aprender a vivir hay que aprender a morir.
Se dice fácil, me diréis, también lo digo yo. “Ser feliz es muy sencillo, lo difícil es ser sencillo”. Pero no es cuestión de voluntad férrea o de puños. Es cuestión de relajar nuestro afán, dejar que fluya nuestro ser, dejar que todo venga y se vaya, sin rechazarlo ni retenerlo, dejar también que a menudo nos visite el sufrimiento, solo el sufrimiento inevitable, sin someternos ni rebelarnos. La vejez es quizá la edad propicia para el desapego radical y, por lo tanto, para la plena realización de nuestro ser. Es la edad en la que, como el barco que deja el puerto, podemos levar el ancla y partir a alta mar, pues el Océano es nuestro puerto.
4. Tiempo de silencio
Vivimos en la vorágine del ruido. La palabra, las imágenes, los reclamos, los mensajes, la información nos inundan como nunca en la historia de la humanidad. Sabemos más que nunca, pero somos incapaces de discernir y procesar lo que vemos y oímos. Todo cambia sin cesar, sin darnos tiempo ni a mirar o a pensar. Vivimos aturdidos. La aceleración creciente, el primado de la producción, la competitividad de todos contra todos, el torbellino universal –cuya imagen más plástica pueden ser las redes sociales, el tráfico y la bolsa– asfixian la vida de la humanidad y de la naturaleza entera. El ruido interior y exterior nos ahogan.
La espiritualidad es silencio: no solo ni en primer lugar el silencio físico, sino más aun el silenciamiento del ruido emocional y mental. Y más todavía el silencio profundo del ser, que no es aislamiento, sino muy al contrario, comunión honda con nuestro ser profundo, que es también el ser profundo de todos los seres. En el silencio del ser nos comunicamos a fondo, pues ahí se nos revela la llamada del prójimo con su fragilidad y su belleza. En el silencio, todos los seres se vuelven prójimos.
Me invito y os invito a sumergirnos en el silencio. La vejez es un tiempo privilegiado para practicar el silencio profundo del ser, a pesar de la vorágine que también nos atrapa. Podemos tomarnos un tiempo para parar y callar. Para escuchar la música silenciosa que emana de todo, en la soledad de la habitación, en los ruidos de la calle o en medio del campo. Podemos tomarnos un tiempo para deshacernos de nuestras prisas, para contemplar con calma, para mirar y querer simplemente, tal vez en silencio, a la gente que pasa, o para meditar o practicar la atención silenciosa, o para conversar tranquilamente, o para escuchar música, o para disfrutar de una fruta o de una galleta o de un café, o para informarnos reposadamente sobre lo que pasa en el mundo con sus mentiras y verdades.
Eso es espiritualidad. No es cosa de creencias, templos y rezos, sino de adentrarnos a través de los sentidos más allá de los sentidos, en ese silencio originario, primordial y sereno que sustenta todo cuanto es. Y aquella persona a la que un sencillo rezo o el silencio de un templo le ayuden, hará muy bien en servirse de ello. Pero otras prácticas podrán ayudar igualmente a otras personas a sumergirse en el mismo silencio hondo del Ser desnudo o en la misma comunión universal liberadora.
5. Tiempo de respiro y de aliento
En esto se resume todo lo dicho. La vejez es, debería ser y podría ser un tiempo de respiro. Un tiempo de calma, de profunda tranquilidad, de paz. Un tiempo de respiro y aliento. ¿Pero, cuanto más viejos somos, no estamos acaso más cerca de perder el aliento vital, dejando de respirar definitivamente? Yo diría más bien que estamos más cerca de que nuestra respiración se haga una con la respiración universal eterna, más cerca de que nuestro aliento vital se funda con el Aliento Vital en maýuscula que no tiene comienzo ni fin. Miro el cosmos infinito y eterno sostenido por esa misteriosa, profunda y universal energía, respiración, aliento vital. De eso nacimos y en ello nos refundimos como la gota de agua en el mar.
Y notad que Espiritualidad (derivada de espíritu) y respiro (como inspirar y espirar) tienen una misma raíz: sp, la misma raíz de la que se deriva también espacio. Dicen los lingüistas que la raíz indoeuropea sp significa justamente amplitud, anchura, espaciosidad.
Pues bien, eso es en el fondo la espiritualidad: espíritu o energía vital, ancho espacio vital. O respiro (inspirar y espirar, recibir y dar aliento vital). Todos necesitamos respirar, hoy más que nunca. Las religiones (con sus credos, códigos y cultos), no son imprescindibles, pero la respiración sí. Cuando la vida se convierte en pura competencia con nosotros mismos y con los demás, cuando vivimos jadeantes y agitados en una loca carrera, cuando han caído los sólidos marcos religiosos y culturales de antaño y perdido las certidumbres confortables, se hace más patente la necesidad de respirar. Necesitamos espiritualidad, con religión o sin religión, pero más allá de la religión.
Todos necesitamos respiro, aliento vital. Y en la medida en que, con los años, la respiración se va haciendo más corta y estrecha, y nos vamos encontrando con nuestros últimos límites, los viejos más que nadie necesitamos respiro. El respiro profundo o la paz profunda de nuestro ser.
La vejez es un tiempo propicio para vivir en paz: con nuestro pasado, con nuestros fracasos, con las heridas que hemos sufrido y provocado. En paz con nuestro entorno familiar, en el que más abundantes suelen ser los conflictos enquistados, pequeños o grandes rencores, resentimientos no curados que necesitamos curar para vivir en paz. En paz con el mundo de hoy, a pesar de sus dramas y amenazas. En paz con la naturaleza, de la que nos comportamos como enemigos.
El Dao De Jing, texto referencial de la sabiduría taoísta, atribuido al legendario Laozi, enseña desde hace más de 2000 años:
La persona buena no gusta de discutir,
quien gusta de discutir no es persona buena.
El sabio no es erudito,
el erudito no es sabio.
El sabio no atesora: cuanto más hace por los demás,
tanto más posee;
cuanto más da, tanto más pleno es.
He ahí el Camino del Cielo:
hacer bien y no hacer daño.
He ahí el Camino del Sabio:
hacer lo que ha de hacer y no competir (cap. 81, último).
(Conferencia en los CURSOS DE VERANO de la UPV-EHU, dentro del Curso “Sentido y espiritualidad para la vida. Abordando nuevas dimensiones en los paradigmas de la vejez”, en el Palacio Miramar, Donostia, 13 de septiembre de 2021)
José Arregi
22/10/2021