RELIGIÓN DIGITAL
En su bella e imprescindible encíclica profética, “Fratelli Tutti” (FT), Francisco nos interpela al compromiso moral y social con los otros, con las víctimas, los pobres y excluidos como sujetos de su promoción liberadora e integral (FT 18, 116). Aun más, la opción solidaria del amor preferencial por los pobres, categoría teológica central, es nuclear y esencial en la fe. “Para los cristianos, las palabras de Jesús tienen también otra dimensión trascendente; implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido (cf. Mt 25,40.45). En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita». A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común” (FT 85).
Tal como se observa, la tradición y enseñanza de la fe e iglesia nos transmite, de forma similar (unido inseparablemente) a la eucaristía, cómo el pobre es presencia (sacramento) real de Cristo pobre y excluido. Esta categoría teológica de la opción por los pobres, “enseñaba Benedicto XVI, «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres” (Francisco, EG 198). Y, frente a todo asistencialismo paternalista, una verdadera solidaridad es “pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares»” (FT 116).
Los pueblos y los pobres como sujetos de su promoción, desarrollo humano y ecología integral, de sus derechos y deberes (FT 117-118). Como nos comunican los Santos Padres y la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), la auténtica solidaridad se realiza en la pobreza espiritual. Es decir, en el seguimiento de Jesús como comunidad e iglesia pobre con los pobres, la solidaridad compartida de la vida, los bienes y el compromiso por la justicia con los empobrecidos de la tierra. En contra del pecado del egoísmo e idolatrías de la riqueza-ser rico, del tener, poder y la violencia. “Si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando. Lo resume san Juan Crisóstomo: «no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»; o san Gregorio Magno, «cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo»” (FT 119).
Se trata de promover el principio y derecho natural que conforma a la economía ética, el destino universal de los bienes, la justicia social y equidad en la distribución de los recursos, que tiene la prioridad sobre el derecho secundario de la propiedad privada (FT 118-120). La propiedad no es absoluta ni intocable, tiene un inherente destino social y universal, grava sobre ella una función (regulación) moral y solidaria global para este reparto justo de los bienes. “Vuelvo a hacer mías y a proponer a todos unas palabras de san Juan Pablo II cuya contundencia quizás no ha sido advertida: «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno». En esta línea recuerdo que «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada». El principio del uso común de los bienes creados para todos es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social», es un derecho natural, originario y prioritario” (FT 120).
En este sentido, el trabajo (FT 162) con su dignidad y derechos, como es el salario justo para los trabajadores con sus familias- criterio que verifica la justicia social-, está antes que el capital (beneficio, medios de producción…). Tal como nos enseña magistralmente San Juan Pablo II en LE (13, 19). La economía y la empresa deben servir “claramente, al desarrollo de las demás personas y a la superación de la miseria, especialmente a través de la creación de fuentes de trabajo diversificadas” (FT 123). Y es que, en contra del paternalismo asistencialista, unido a la transformación de las causas estructurales de la pobreza, una cuestión solidaria y social central es el trabajo.
“El gran tema es el trabajo. Lo verdaderamente popular —porque promueve el bien del pueblo— es asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas. Esa es la mejor ayuda para un pobre, el mejor camino hacia una existencia digna. Por ello insisto en que «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo». Por más que cambien los mecanismos de producción, la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo. Porque «no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo». En una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo” (FT 162).
De ahí la crítica a los falsos populismos y elitismos de izquierdas, como el comunismo colectivista (colectivismo), o el neoliberalismo junto al capitalismo (FT 155-157, 165). Francisco denuncia proféticamente y se opone a estos monopolios (totalitarismos), falsos dioses, del estado y mercado que tienen sus límites, que oprimen y empobrecen (FT 168-169). Por tanto, son imprescindibles autoridades e instituciones internacionales (mundiales) que controlen ética y políticamente al mercado, que regulen la economía, a esta globalización del capital y la guerra. Y, en otra dirección, se promocione la civilización del amor fraterno, la mundialización de la paz y la solidaridad (FT 173-174). Tal como nos muestra la DSI con los Papas, por ejemplo, Benedicto XVI (CV 67).
“El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales. No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Por una parte, es imperiosa una política económica activa orientada a «promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial», para que sea posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. La especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos. Por otra parte, «sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado». El fin de la historia no fue tal, y las recetas dogmáticas de la teoría económica imperante mostraron no ser infalibles. La fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una sana política que no esté sometida al dictado de las finanzas, «tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos»” (FT 168).
Y es que, en esta línea, no habrá paz ni se acabará con la guerra y violencia (FT 127): si no existe ese otro mundo posible más justo y fraterno, con techo, trabajo y tierra para todos. “Este es el verdadero camino de la paz, y no la estrategia carente de sentido y corta de miras de sembrar temor y desconfianza ante amenazas externas. Porque la paz real y duradera sólo es posible «desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana»” (FT 127).
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