José María Castillo
En los días de Navidad, como es lógico, la liturgia de la Iglesia nos recuerda los relatos de la infancia de Jesús, que nos han conservado los evangelios de Mateo y Lucas. En estos relatos, como es bien sabido, se habla de hechos prodigiosos, que las gentes de Judea y Galilea pudieron advertir cuando vinieron a este mundo Juan Bautista y Jesús de Nazaret.
Es enorme la cantidad de estudios, investigaciones y análisis bien documentados que han hecho y publicado los especialistas en la investigación de estos relatos. Que en Nazaret, Belén y Jerusalén ocurrieran las cosas que se cuentan – y tal como se cuentan – en los relatos del nacimiento y la infancia de Jesús, es un asunto muy discutido y sobre el que existen numerosas y muy diversas opiniones de los entendidos.
Es enorme la cantidad de estudios, investigaciones y análisis bien documentados que han hecho y publicado los especialistas en la investigación de estos relatos. Que en Nazaret, Belén y Jerusalén ocurrieran las cosas que se cuentan – y tal como se cuentan – en los relatos del nacimiento y la infancia de Jesús, es un asunto muy discutido y sobre el que existen numerosas y muy diversas opiniones de los entendidos.
Sea lo que sea, de estas opiniones, hay un hecho que, “para los cristianos”, es de suma importancia. El nacimiento de Jesús representó, a fin de cuentas, al menos un acontecimiento fundamental: mediante este nacimiento, Dios entró en la historia de la humanidad y se hizo presente en ella. Por eso (y ante un hecho de tal importancia), parece razonable pensar que tal acontecimiento se viera acompañado de fenómenos que tuvieron que llamar la atención de la gente. Y eso, de una forma o de otra, es lo que se recuerda en los relatos de la infancia de Jesús.
Pues bien, esto supuesto, el problema más serio se plantea cuando pensamos en cómo se pudo (o se debió) desarrollar la infancia, la juventud y la adultez de aquel niño y aquel joven, que fue Jesús de Nazaret. O sea, lo que solemos denominar “la vida oculta” de Jesús el Nazareno. ¿Por qué representa esto un problema y, por cierto, un problema que da mucho que pensar?
La dificultad, que esto entraña, se comprende enseguida. El evangelio de Marcos nos dice que cuando los parientes de Jesús vieron la vida que éste llevaba, tan entregado a la gente, hasta el extremo de no tener tiempo ni para comer, fueron a llevárselo por la fuerza, porque “decían que se le había ido la cabeza” (Mc 3, 21). No cabe duda: para la gente muy “religiosa” y sumisa a las “leyes clericales” (o equivalentes), el Evangelio y quien se entrega a él de veras, se hace insoportable.
Pero lo más fuerte no es lo que acabo de contar. El mismo Marcos nos informa – y lo confirman los otros sinópticos (Mc 6, 1-6; Mt 13, 53-58; cf. Lc 4, 16-30) – de algo que resulta sobrecogedor. Cuando Jesús fue por primera vez a su pueblo (Nazaret), después de haber dedicado su vida al anuncio del Evangelio, el día que se puso a enseñar en la sinagoga, los vecinos del pueblo se quedaron “impresionados” (Mc 6, 1) y se preguntaban: “¿De dónde le viene a éste todo eso que dice y qué sabiduría es la que le han enseñado”? A los paisanos de Jesús no les cabía en la cabeza que a un hijo de aquella familia, tan vulgar, le hubieran enseñado cosas tan sublimes y que hiciera prodigios tan admirables. Es más, todo aquello “les escandalizaba” a los parientes y vecinos de Jesús en Nazaret. Y lo que es más grave: Jesús se sintió allí “despreciado” hasta por su propia familia (Mc 6, 4).
La “vida oculta” de Jesús no la conoció nadie. Ni sus vecinos. NI su familia más cercana. Y es que la expresión “vida oculta” puede referirse a algo que es exactamente lo contrario de lo que nos suele ocurrir a casi todo el mundo. Casi todos ocultamos lo que hacemos y nos avergüenza. Jesús, por el contrario, ocultó lo que enaltece y encumbra. Concretamente, en los temas del “saber” y el “poder”, Jesús pasó casi toda su vida en un anonimato casi total. Esta actitud ante la vida y la sociedad fue central en la conducta de Jesús.
En el polo opuesto, ahí tenemos a tantos y tantos de nuestros intelectuales, de nuestros políticos, de nuestros clérigos y monseñores… Y hasta nuestro vecino, el de la esquina, que sabe de todo, pontifica de todo y tiene soluciones para todo. ¡Qué pobres hombres somos! ¿Y así queremos, a fuerza de ridículos y mentiras, arreglar este mundo? Efectivamente, “El gran Teatro del mundo”.
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