José M. Castillo, teólogo
Es curioso (y llama la atención) el hecho de que la palabra “religión” (thrêskeia), en su significado obvio de “servicio sagrado a Dios” no se menciona en el Nuevo Testamento. La palabra “religión” aparece en la carta de Santiago (1, 26-27), pero para decir que “religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción”. Como se ha dicho muy bien, el cristianismo, fundamentalmente, no exige un comportamiento cultual especial (W. Radl: Dic. Exeg. NT, vol. I, 1898). Por lo tanto, para el NT, la “religión” como culto sagrado, liturgia, ritual o conjunto de observancias o dogmas, no existe ni tiene presencia o razón de ser. Es un asunto del que no se habla. Ni se menciona una sola vez en todo el NT.
Pero no es esto lo más fuerte. Lo más grave y más decisivo, en este asunto tan fundamental, es que, si leemos y analizamos los evangelios con detención y atención, lo que en ellos encontramos es algo que, no sólo nos sorprende, sino que sobre todo nos desconcierta. Se trata del desconcierto, que nos produce, el hecho de que el conjunto de relatos sobre la vida y enseñanza de Jesús, que nos transmiten los evangelios, deja patente que la religión, como conjunto de leyes y rituales, templos, altares y sacerdotes, no soporta al Evangelio y, por eso mismo, es incompatible con el Evangelio.
Si algo hay claro – y repetido tantas veces en los evangelios – es que los “hombres de la religión” no aguantaron el Evangelio de Jesús. Y no lo aguantaron porque los hombres de la religión vieron, en el Evangelio de Jesús, un peligro, una amenaza de vida o muerte. Como quedó patente en el Consejo Supremo (Sanedrín) cuando los dirigentes religiosos vieron que el proyecto de Jesús se centra en la defensa de la vida, como se vio evidente cuando Jesús le devolvió la vida a Lázaro (no es que lo “resucitó” para la “otra vida”, sino que le hizo recuperar “esta vida”). Mientras que el proyecto de los hombres de la religión es defender y mantener su templo, sus ritos y normas, sus dignidades y privilegios, sus poderes sobre el pueblo (Jn 11, 47-53).
Esto explica por qué Jesús antepuso siempre la curación de enfermos, la cercanía a los pobres, a los pequeños, a los pecadores y a toda clase de personas despreciadas y rechazadas por los dirigentes religiosos. Todo esto es lo que privilegió Jesús incluso quebrantando las normas de la religión, enfrentándose a sus sacerdotes y actuando con violencia contra quienes utilizaban el templo como negocio, hasta convertirlo en una “cueva de bandidos”.
Como es lógico, esta secuencia prolongada de enfrentamientos acabó como era previsible e inevitable, en aquella sociedad: la religión mató a Jesús. ¿Se puede decir más claro que la religión es incompatible con el Evangelio?
Pero, si esto es así, ¿cómo se explica que, en este momento y durante tantos siglos, la religión haya estado y esté más presente que el Evangelio en la Iglesia y en la sociedad?
La respuesta se comprende en seguida: la religión da poder, importancia, fama, en tanto que el Evangelio se vive desde la debilidad, lo marginal y lo excluido. Por eso la religión te hace vivir en la seguridad, mientras que el Evangelio (vivido de verdad) te obliga a vivir en la inseguridad. Todo esto se fue haciendo vida en la Iglesia. Y por eso, en ella, se fue debilitando el Evangelio y se fue potenciando la religión. Ya en el s. III, el “clero” se separó y se sobrepuso a los “laicos”. Y en el s. IV, con la “presunta” conversión de Constantino, la Iglesia recibió privilegios. Y a partir de Teodosio, en el 381, además de privilegios, también dinero. Los ricos comenzaron a entrar en la Iglesia en cantidades siempre crecientes, a menudo para cumplir con funciones de liderazgo en calidad de obispos y de escritores cristianos (“Padres de la Iglesia” y Teólogos). La Iglesia se organizó y se gestionó a partir de ricos y poderosos (Peter Brown, “Por el ojo de una aguja”, pg. 1034).
Así, Europa quedó marcada por la “religión cristiana”, pero muy alejada del “Evangelio de Jesús”.
Por más extraño que parezca, ahora mismo estamos viviendo una oportunidad inesperada. La religión se difumina y se hunde. Es verdad que hay casos en los que la “política”, el “nacionalismo”, la “riqueza” pretenden suplir el vacío que deja la ausencia de religión (cf. Juan A. Estrada). Pero es más fuerte y determinante el anhelo, el deseo de recuperar los valores que aporta el Evangelio: que haya vida, humanidad, felicidad para todos. Ni la política, ni la tecnología, ni la religión responden a este anhelo mundial, a este grito de la tierra, que cada día se hace más fuerte y más insistente. Es la voz del papa Francisco, el gran líder mundial que ha surgido inesperadamente, tanto más patente cuanto más odiado por tantos clérigos (y sus monaguillos), que, lo mismo que los fariseos antiguos, no soportan el Evangelio. A ellos, les va muy bien con la religión.
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