Como es sabido, el cardenal G. L. Müller, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha dicho recientemente, en Madrid y Oviedo, que los divorciados vueltos a casar están excomulgados. Pero, dado que esta excomunión no consta en el vigente Código de Derecho Canónico, el cardenal ha precisado su afirmación distinguiendo entre una “excomunión canónica” (que no sería el caso de los divorciados vueltos a casar) y una “excomunión sacramental”, que consistiría en negar la eucaristía a los divorciados “que viven una nueva unión”. Con lo que el cardenal ha afirmado exactamente lo contrario de lo que ha dicho el papa Francisco en su Exhortación “Amoris laetitia” (nº 243).
El cardenal Müller, para justificar su enfrentamiento con el papa, ha dicho (según informan los medios de comunicación) que él no es “una copia servil del Pontífice, sino (que está en el cargo que está) para servir con su cabeza”.
Como es lógico, al hacer esta afirmación – si es que efectivamente Gerhard L. Müller ha dicho lo que acabo de indicar -, resulta que este cardenal, no sólo se opone al papa, sino además al Concilio Vaticano II, que expresamente afirma que los obispos, “junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza”, son sujeto de suprema potestad en la Iglesia (LG 22, 3). De lo que se sigue inevitablemente que los católicos nos vemos obligados, desde ahora, a organizar nuestras creencias y nuestras conductas, no sólo por lo que nos enseña la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio, sino además por lo que nos dicta la cabeza del cardenal Múller.
Confieso sinceramente que me cuenta trabajo creerme y aceptar que un cardenal de la Iglesia, que ocupa un cargo de tanta responsabilidad, haya dicho estas cosas. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, en todo este asunto, lo que está en juego es la felicidad o la desgracia de miles de familias, que, por causa de situaciones muy difíciles y muchas veces sin culpa de nadie, tienen que soportar daños irreparables que se siguen en la mayoría de estos casos.
Además, a todo lo dicho, es importante añadir que, en el tema de la indisolubilidad del matrimonio, no se puede aducir en seguida “la constante tradición de la Iglesia”. Por la sencilla razón de que esa “tradición constante” no ha existido. En cualquier estudio, bien documentado, de teología de los sacramentos, se nos dice que, en los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos seguían los mismos condicionamientos y usos, por lo que concierne al casamiento, que el contorno pagano. Y se sabe con seguridad que esta situación duró así, por lo menos, hasta el siglo IV (J. Duss-Von Werdt, Myst. Sal., IV/2, 411).
Sabemos, en efecto, que en Egipto, en el s. III, algunos obispos permitían a las mujeres que se volvieran a casar, viviendo aún su marido anterior. Como también es sabido que Orígenes opinaba, de estos obispos, que “no habían actuado enteramente sin razón… para evitar males mayores” (PG 13, 1245-1246). Y es conocido que, en el s. IV, el Concilio de Arlés (año 314) afirma de los divorciados que se les aconseje que no se casen, pero que no se les prohíba” (can. 10; cf. H. Crouzel, G. Cereti). Es más, en el s. VIII, el Sínodo de Verbería (año 753-756) admite el divorcio y la consiguiente libertad para casarse de nuevo (J. Gaudemet). Y lo que es más importante, el papa Gregorio II (año 726) responde a una consulta, que le hace el obispo san Bonifacio, que un marido cuya esposa ha enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal, “que vuelva a casarse, pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó” (PL 89, 525). Incluso se sabe que el propio Carlomagno (venerado como santo en Aquisgrán) repudió a su esposa y se casó en nuevo matrimonio, en los años 770 y 771 (J. Gaudemet).
Y todavía, dos indicaciones importantes. Ante todo, la teología de los siete sacramentos, incluido el matrimonio, no se elaboró hasta mediado el s. XII. Y en segundo lugar, cuando se habla de estos temas, se debería tener presente que los cánones de la Sesión VII del Concilio de Trento, en los que se afirma la enseñanza oficial de la Iglesia sobre los siete sacramentos (DH 1600-1630), no son definiciones dogmáticas y, por tanto, no proponen una “doctrina de fe”. Porque, a la pregunta de si lo que se condenaba eran “herejías” o “errores”, los Padres conciliares no llegaron a ponerse de acuerdo. De ahí que, en el Proemio, se dice que esos cánones se proponen “para eliminar los errores y extirpar las herejías” (DH 1600).
Por lo tanto, los cánones de Trento no dan de sí para concluir con pronunciamientos indiscutibles. Y menos aún, infalibles. En cualquier caso, la tan repetida “constante tradición de la Iglesia” no es tal. Ni la tradición, de la que disponemos, justifica excomuniones, ni canónicas, ni sacramentales. A no se que pretendamos hacer de la Iglesia una oficina de desprecios y humillaciones, que no llevarán a la gente a unirse más a esta Iglesia, sino a alejarse más de ella
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