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jueves, 11 de febrero de 2016

Misericordia (II) Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

He leído un artículo en Religión Digital (RD), de Fausto Franco, titulado “La Misericordia, ¿una revolución”, en el que pregunta, mucho y bien, a sí mismo, y a sus lectores, si esto del año de la Misericordia es más de lo mismo, -abrir puestas, viajar, (¡perdón!, peregrinar) a Roma o a otros lugares jubilares, confesar, ganar la indulgencia plenaria, etc. Él piensa, como yo, que si es eso, sirve para bien poco. Tal vez mucha gente aprovecharía para hacer una especie de borrón y cuenta nueva, quedarse sosegado por haber dejado atrás un pasado más o menos comprometedor, y enfrentar el inmediato futuro con alegría renovada. Pero me doy cuenta de queme estoy traicionando, porque ese resultado sería ya muy aceptable, si bien fallaría probablemente lo fundamental y esencial.

Me refiero a los siguientes puntos, que paso a enumerar con una breve explicación:
No es suficiente que los fieles, individualmente, queden tranquilos descargando su conciencia. Este es un serio handicab que tenemos en la Iglesia desde los siglo IV-V hasta hoy: el sentido del pecado. Os invito a leer el artículo del “Catecismo de la Iglesia Católica” sobre el pecado, y entenderéis lo que quiero decir. En el Antiguo Testamento, como en la Iglesia de los tres primeros siglos, el pecado revestía, para ser así considerado, una dimensión comunitaria, social, de tal manera que los judíos antiguos, como los primeros cristianos, sabían vivir muy bien con su conciencia, pidiendo a Dios el perdón de lo que en su vida consideraban pecado, pero no tenía entidad suficiente, por su privacidad, o por su exclusiva individualidad, para que la comunidad se involucrara en el asunto. Por eso, ni unos ni otros tenían confesión auricular, es decir, a la oreja del confesor, sino que dependía, en su estricta intimidad, de la propia conciencia, de la experiencia de un Dios perdonador y misericordioso, y de un concepto de pecado nada enfermizo, y, mucho menos, torturador.
Hacia el siglo VI los monjes inventan la confesión auricular, como ayuda a los miembros más pobres, sencillos e ignorantes de la comunidad cristiana, que eran incapaces de saber ni la lista ni la naturaleza de cada pecado. Porque gradualmente se fue introduciendo, por desgracia, un sentido moralista y perturbador del pecado, hasta que llegó el momento culminante del concilio de Trento, que exigió informar al confesor, con detalle quirúrgico, de cada pecado, de todos ellos, en número, género y especie. Lo que este mandato, que ni siquiera se puede decir que tanga rango de definición conciliar dogmática al ser una norma de la praxis, lo que esta determinación conciliar ha provocado de dramas, intensificación de senimientos de culpas, y de neurosis compulsivas enfermizas constituye un capítulo negro y aterrador de la historia pastoral de los siglos XVII-XX, y para algunos se ha adentrado en el XXI.
Por eso no me parece bien que el “año de la Misericordia” se reduzca, fundamentalmente, a un programa penitencial, que se presenta de modo muy ambicioso, como una realización del sacramento de la Reconciliación, renovado en las actitudes de penitentes y confesores. No quiero parecer opuesto a los beneficios que una buena charla curativa, de tipo psicológico y humano-ético puede deparar a los que se presenten a nuestros cuidados. Pero tampoco puedo olvidar, ni nadie puede ni debe, la tremenda carga de negatividad, rechazo, y neurosis, que esa práctica produjo en la Iglesia. Recuerdo la clarividencia de Lutero que, en polémica con colegas católicos en el momento crucial de la Reforma, decía: “No tengo nada contra la practica de la confesión, y me parece muy útil y beneficiosa, ¡con tal de que no la consideréis un sacramento”.
El Concilio Vaticano II, sabedor de estos problemas, quiso provocar un cambio radical en la praxis sacramental de la Penitencia, por lo que restauró, haciendo un guiño a la praxis primitiva, la celebración comunitaria de la Penitencio a, que muchos tradicionales en la Iglesia, con el papa Juan Pablo II a la cabeza, ni entendieron, ni la aceptaron de buen grado, considerándola una especie de traición a la práctica “secular” de la confesión auricular, y uno de los tantos, y tan propalados, abusos en la aplicación del Concilio.
Como resumen de esta entrega, que otro día, o en más de una vez, tendré que precisar y matizar bien, diría lo siguiente: la Iglesia institucional y jerárquica puede colaborar, mucho y bien, en que aparezca en sus actitudes pastorales, la cara dulce, maravillosa y fuerte de la misericordia de Dios: antes que ofreciendo una oportunidad de confesión con confesores que “no improvisen”, sino que sean profesionales bien preparados, algo muy difícil de evaluar, mejor cortando de raíz tanta enseñanza desviada, terrorífica y profundamente contagiosa, sobre el pecado y su remedio, la confesión auricular. Mientras continuemos con estas ideas, muchas veces aberrantes, indefensibles, y peligrosas, el acceso a una actitud misericordiosa de la Iglesia y sus ministros solo será una especie de remedio compasivo para un hermano enfermo, que para muchos confesores ilustres y especialistas, es casi un desahuciado.

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