FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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lunes, 9 de febrero de 2015

¿Olor a oveja o a incienso y cera?-Epílogo Pepe Mallo- Rufo González


¿A qué huelen nuestras iglesias?
En la misa crismal de Jueves Santo, el 28 de marzo de 2013, Francisco pedía a los sacerdotes “ser pastores con olor a oveja”. Presiento que el Papa “mete las narices” donde no le llaman. ¡A quién se le ocurre hablar de expeler olores! El caso es que sus dichos y sentencias exhalan fragantes efluvios significativos.

¿Qué papel jugará el sentido del olfato en relación con las reacciones físicas, emociones, memorias, niveles de excitación y estados de ánimo? Pues parece que todo está íntimamente conectado. Afirman los expertos que “las asociaciones emocionales y los recuerdos relacionados con los olores parecen ser muy personales; parecen estar ligados intrínsicamente con la experiencia individual. Nuestros centros cerebrales perciben olores y tienen acceso a recuerdos que nos traen a la memoria personas, lugares o situaciones relacionadas con estas sensaciones olfativas”. No solamente por los olores que percibimos sino por los que emitimos. Se trata de la capacidad evocadora de los olores. El olfato es el sentido que más perdura en el recuerdo de los seres humanos; y hasta adjetivamos y definimos a nuestros semejantes por sus olores. Isabel Allende escribe del personaje de una de sus novelas: “Catalogaba a la gente a través del olfato: Blake, su abuelo, olía a bondad, una mezcla de chaleco de lana y manzanilla; Bob, su padre, a reciedumbre: metal, tabaco y loción de afeitar; Bradley, a sensualidad, es decir, a sudor y cloro; Ryan Miller olía a confianza y lealtad, olor a perro, el mejor olor del mundo. Y en cuanto a Indiana, su madre, olía a magia, porque estaba impregnada de las fragancias de su oficio”.
Y es que nuestras feromonas son capaces de provocar comportamientos específicos en otros individuos. Como si se tratara de huellas digitales, cada persona poseemos un aroma distinto que nos caracteriza: nuestro sudor, nuestro aliento, nuestro exceso o falta de higiene, el olor a tabaco o a alcohol…, y no digamos cuando entra en juego nuestro furor intestinal. Sin embargo, intentamos disfrazar tales fragancias y, hasta cierto punto, camuflarlas con perfumes, desodorantes y sahumerios. La publicidad exalta nuestra limpieza personal, el “mister Proper” de la persona pulcra; y así, nos hemos vuelto asépticos. La civilización y el progreso han disfrazado, con su ecológico aire profiláctico, olores que son la “segunda piel”, o quizá la primera, de un campesino, de un pastor, de un porquero, de un pescador, de un carpintero o de cualquier artesano.
Podríamos hablar de un olor no solo corporal sino “corporativo”. Y pienso que la alegoría del papa Francisco camina en esta dirección. Esta es la “piel” que Francisco quiere como “vestido” para quien ejerce el “oficio” de sacerdote. Su olor debe ser olor a aprisco; no olor a “pura lana virgen”. Dice el refrán que “por el olfato se adivina el plato”. ¿A qué huelen nuestras iglesias? Algunas apestan a cerrado, a aire viciado, no renovado; un cierto tufillo a podrido; aunque sí, mistificado con sahumerios artificiales. Y así les va, como bien afirma la sabiduría popular: “Lo que tiene mal olor, perfumado huele “pior”. También decía el Papa que los fieles tienen fino olfato y se dejan llevar por él. En la misma misa crismal Francisco criticó a los curas “gestores”, que no salen a la calle, “coleccionistas de antigüedades”. Y ciertamente a éstos les “canta el aliento”, despiden un olor rancio, a la Iglesia del concilio de Trento y de los tiempos anteriores al Vaticano II, a pastores extraños a sus ovejas. Juan XXIII proclamó “abrir las ventanas de par en par para que entrara aire fresco y se oreara la Iglesia.” Pero puertas y ventanas se volvieron a cerrar. Y regresó (de regresión) aquella Iglesia triunfalista, juridicista y clerical, que pretende ser intérprete irrefutable de la voluntad de Dios hasta el más minúsculo detalle.
Los nuevos curas exigen que se les llame “padre” o “don”
Por no teorizar generalizando, voy a ceñirme a los nuevos sacerdotes de mi parroquia y los de las iglesias del entorno. Se trata de parroquias monolíticas. Los definiría como “funcionarios del rito”. De primeras, han advertido que se les llame “padre” o “don” (de dominus = señor) por respeto a su dignidad de sacerdotes. Olvidan que Jesús dijo “No llaméis a nadie padre… ni señor…” (Resulta chocante, a nuestro “Padre Dios” le tuteamos, evidentemente sin faltarle al respeto; ¿y sus “dignatarios” se sienten menoscabados en su “honor” por el tuteo? (Me huele a presunción). Se han retrotraído (retrocedido) a la liturgia preconciliar, implantando ceremoniales de la misa tridentina. Durante la consagración hay que ponerse de rodillas (¡menos mal que yo tengo artrosis!) mientras los monaguillos (otra “novedad”) hacen sonar las cantarinas tradicionales campanillas; y el consagrante se inclina sobre el pan y el vino al pronunciar, como arcanas o sibilinas, las palabras de la consagración. (Me huele a conjuro). Han rescatado las ya casi apolilladas casullas de guitarra y los paños cubrecálices, objetos poco menos que de museo.
No es que demos a esto excesiva importancia, pero ciertamente es sintomático. (Me huele a chamusquina). Su lenguaje homilético es arcaico, a veces incomprensible cuando no inadecuado, distante; huele a rancio, algo así como las respuestas del catecismo de Astete-Ripalda. El papa Francisco, en su Evangelii Gaudium -135, apunta:“la homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea.”
La parroquia “soy yo”
Sin embargo, de la participación de los seglares en las tareas de gestión de la parroquia, nada de nada (lamentable herencia de su predecesor, que desmanteló autoritariamente la estructura parroquial, impulsada y consolidada con anteriores sacerdotes). El “sacerdote-gestor”, el funcionario, es una de las variaciones del ministerio sacerdotal que quizá más inquieta al papa Francisco. El olor que emana de los hábitos de este tipo de presbítero -da a entender el Papa- puede ser tan socialmente refinado cuanto cristianamente falso, porque el olor de un pastor puede ser de oveja o de incienso y cera.
Finalmente. Me han hecho sonreír, escéptico (me da en la nariz olor a borrajas), las declaraciones de mons. Joaquín López de Andujar en entrevista en RD. (21 de diciembre de 2014) “Hay que abrir las ventanas para que entre el aire fresco, ya que se respira un aire demasiado enrarecido, cerrado, metido en lo nuestro”. Amigo Joaquín, empieza por abrir las puertas y ventanas de tu floreciente seminario del Cerro de los Angeles. Ya me conoces; te lo digo con todo mi afecto de hermano. Y hago mía esta interpelación de Santiago Bohigues Fernández, Director del Secretariado de la Comisión Episcopal del Clero de la CEE, en respectiva entrevista en RD (Redacción, 22 de enero de 2015): “Son muchas las dificultades y los retos a los que se enfrentan hoy los sacerdotes. ¿Están preparados para enfrentarse al mundo cuando abandonan el seminario?”
Así pues, concluyamos que “a flor sin olor le falta lo mejor”. Y que Francisco podría “catolicizar” (universalizar) este adagio: ¡¡¡A pastor sin olor a oveja, colleja!!!

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