sábado, 6 de diciembre de 2014
el otro periodismo Jaime Richart
Realidad equivale a verdad, pero ni la una ni la otra son certeza. La inmensa mayoría de los hechos y actos que constituyen lo que llamamos “realidad” es apariencia a la espera de confirmarse obviedad. Pero hay tal impaciencia y ansiedad y tal cúmulo de noticias, que es imposible digerirlo todo con la serenidad que precisa la reflexión para admitirlo o rechazarlo. Por lo demás, conocer o no la “realidad” (y por antonomasia la realidad social) depende de los demás, no de nuestra observación directa y menos de evidencias a través de pruebas que pueden estar trucadas; depende de la credibilidad que nos inspiren los informadores. De modo que, sea como sea, realidad es lo que nos cuentan y nos muestran tras la fascinación que hay en la radio o en la pantalla…
La certeza es otra cosa. La certeza o certidumbre (firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar) responde a un proceso complejo. Es esa actitud del entendimiento de algo que ha pasado por el conocimiento y ha sido aceptada a continuación por la voluntad a través del filtro llamado persuasión. Y estos tiempos, tal es la avalancha y el vértigo de las noticias a menudo precipitadas, contradictorias o desmentidas, no son precisamente los más adecuados para asegurarnos de que todo lo que llega a nuestro oído y a nuestra retina es así e incluso si tiene o no sentido. Porque hoy todo es verosímil y apenas aplicamos nuestro propio juicio crítico. Todo nos lo da hecho el periodismo y los periodistas: esas son las corrientes de opinión. En todo caso, nuestra mayor o menor propensión a aceptar la verdad que se nos exhibe o se nos cuenta, viene determinada por la confianza en los telepredicadores mediáticos, en la frecuencia con que les prestemos atención y en fin, en la credulidad o el escepticismo propios de nuestro carácter o nuestro temperamento.
Pues bien, parece que no hay espacio de la vida pública y de las instituciones que no esté putrefacto; en todo o en parte. Sin embargo, es frecuente oír a políticos y periodistas de postín, en tertulias y debates, frases de razonamiento elemental: “no todos son corruptos”, para a continuación solapar, disculpar, relativizar o negar evidencias: lo que pone de manifiesto su escasa talla tanto personal como profesional. Les da lo mismo que la reiteración, como el pleonasmo y la redundancia en literatura (cuando no hay en ellos arte, bufo o no), son síntomas de escasa imaginación y desenvoltura… a menos que la reiteración no esté ideada para hacer de la verdad mentira, verdad a medias o una manipulación desinformativa por más que en un momento dado se remiende la noticia con una rectificación a pie de página…
El caso es que la infección de un organismo vivo comienza en un foco y si no las neutraliza las defensas del propio organismo o anticuerpos suministrados desde fuera, se va extendiendo al resto hasta provocar la septicemia. Por ello, si los partidos políticos no se vigilan en sí mismos los brotes infecciosos y la justicia no los repara inmediatamente con su medicamento penal, aducir que “no todos son corruptos” es mostrar condescendencia emparentada con la corrupción que explica por qué no la denunciaron a su debido tiempo. Por algo Einsten decía que el mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que las consienten…
Y por eso y en esta misma línea de razonamiento, podemos afirmar (en las claves primarias de argumentación) que no todos los periodistas “oficialistas” son corruptos. Faltaría más… Pero es un hecho constatable que “todos” (al menos hasta hace poco) están mucho más cercanos a la corbata, a la “ortodoxia”, a lo política y económicamente correcto definido por ellos y al dogma neoliberal, que a la sudadera, a otras opciones y a cualquier ensayo que pueda proporcionarnos la esperanza de un mundo mejor, para todos y no sólo para una parte en cada nación y en la humanidad. La aventura del periodismo de la Escuela y de los periodistas que consiguen entrar en esos medios “oficialistas”, bien aleccionados, desde el primer momento empiezan a razonar como baluartes de un sistema que ha sido ya superado y deslegitimado por la “realidad”. Hay una premisa que lo explica todo, por mucha deontología que se exija a sí mismo el periodista. Y es, que los medios para los que trabajan están subvencionados con dinero público y por los bancos. Es decir por el poder político, por un lado, y por el poder económico, por otro. Y por consiguiente, han de remontar toda suerte de obstáculos para, en el mejor de los casos posible, morder la mano que les da de comer.
Esto lo acreditan ya otros periodistas , otros economistas, otros politólogos, otros sociólogos, otros antropólogos, otros sociobiólogos y otros pensadores en general que no “están” prácticamente en el mundo porque no aparecen en televisiones, ni en radios ni apenas en periódicos, porque razonan desde la otra cara de la luna que en buena medida son los medios alternativos. Por eso, o en buena parte por eso, los medios alternativos son la esperanza del futuro cercano (en el que centenares de miles o quizá ya millones de situaciones personales y familiares no admiten espera) en la medida que va perdiendo fuelle y fuerza esa “realidad” manoseada, contrahecha, tergiversada o fabricada que nos ofrecen o nos imponen todos los que, pese a ser los que dicen estar en posesión de la verdad, están equivocados…
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