El tema de los derechos humanos es una constante en todas las agendas. Hay
momentos en que se vuelve un clamor universal, como actualmente con la creación
del Estado Islámico que comete un genocidio sistemático de las minorías. ¿Por
qué no conseguimos hacer valer efectivamente los derechos no sólo humanos sino
también los de la naturaleza? ¿Dónde reside el impasse fundamental?
La Carta de la ONU de 1948 confía al Estado la obligación de crear las
condiciones concretas para que los derechos puedan ser realizados para todos.
Pero ocurre que el tipo de Estado dominante es un Estado clasista. Como tal está
atravesado por las desigualdades que las clases sociales originan.
Concretamente, la ideología política de este Estado es el
neoliberalismo, que se expresa por la democracia representativa
y por la exaltación de los valores del individuo; la economía es capitalista,
que operó la “Gran Transformación”, sustituyendo la economía de mercado por la
sociedad de mercado, para la cual todo se vuelve mercancía. Por ser capitalista
está en vigor la hegemonía de la propiedad privada, el libre mercado y la lógica
de la competencia. Ese Estado está controlado por los grandes conglomerados que
hegemonizan el poder económico, político e ideológico, que en gran parte está
privatizado por ellos. Usan el Estado para garantizar sus privilegios y
no los derechos de todos. Atender los derechos sociales de todos sería
contradictorio con su lógica interna.
La solución que las clases subalternas encontraron para enfrentarse a esa
contradicción fue la de organizarse ellas mismas y crear las condiciones para
sus derechos. Así surgieron los distintos movimientos sociales y populares por
la tierra, por el techo, por la salud, por la escuela, por los negros, indios y
mujeres marginadas, por la igualdad de género, por el respeto a los derechos de
las minorías, etc. Es más que una lucha por los derechos; es una lucha política
para transformar el tipo de sociedad y el tipo de Estado vigentes porque con
ellos sus derechos nunca van a ser reconocidos. Por lo tanto, la alternativa a
la democracia reducida es la democracia social, participativa, de abajo hacia
arriba, en la cual puedan caber todos. El Estado que representa este
tipo de democracia enriquecida tendría una naturaleza nítidamente social
y se organizaría para garantizar los derechos sociales de todos.
Mientras no ocurra eso, no habrá una verdadera universalización de los derechos
humanos. Parte de los discursos oficiales son solamente retóricos.
Las clases subalternas extendieron el concepto de ciudadanía. No se trata de
aquella burguesa que coloca al individuo delante del Estado y organiza las
relaciones entre ambos. Ahora se trata de ciudadanos que se articulan con otros
ciudadanos para enfrentarse juntos al Estado privatizado y a la sociedad
desigual de clase. De ahí nace la conciudadanía: ciudadanos que se unen entre
sí, sin el Estado y muchas veces contra el Estado, para hacer valer sus derechos
y llevar adelante la bandera política de una democracia social real,
donde todos puedan sentirse representados.
Esos movimientos han hecho crecer más y más la conciencia de la dignidad
humana, la verdadera fuente de todos los derechos. El ser humano no puede ser
considerado como mera fuerza de trabajo, descartable, sino como un valor en sí
mismo, no susceptible de manipulación por ninguna instancia, ni estatal, ni
ideológica, ni religiosa. La dignidad humana remite a la preservación de las
condiciones de continuidad del planeta Tierra, de la especie humana y de la
vida, sin la cual el discurso de los derechos perdería su base.
Por eso, los dos valores y derechos básicos que deben entrar cada vez más en
la conciencia colectiva son: cómo preservar nuestro espléndido planeta azul y
blanco, la Tierra, Pachamama y Gaia, y cómo garantizar las condiciones
ecológicas para que el experimento homo sapiens/demens pueda continuar,
desarrollarse y coevolucionar. Estos dos datos constituyen la base de todo lo
demás. En torno a ese núcleo se estructurarán todos los otros derechos, que
serán no solo humanos, sino también socio-cósmicos. En otras palabras, la
biosfera de la Tierra es patrimonio común de toda vida en su inmensa diversidad,
y no solo de la vida humana. Entonces, más que hablar en términos de
medio-ambiente, se debe hablar de comunidad de vida, o ambiente entero. El ser
humano tiene la función, ya asignada en el Génesis, de ser el tutor o guardián
de la vida, el representante legal de la comunidad biótica, sin pretensión de
superioridad, sino comprendiéndose como un eslabón de la inmensa cadena de la
vida, hermano y hermana de todos. De aquí resulta el sentimiento de
responsabilidad y de veneración que facilita la preservación y el cuidado de
todo lo creado y de todo lo que vive.
O hacemos ese giro necesario para esa nueva ética, fundada en una nueva
óptica, o podremos conocer lo peor, la era de las grandes devastaciones del
pasado. La reflexión sobre los derechos humanos de primera generación
(individuales), de segunda generación (sociales), de tercera generación
(transindividuales, derechos de los pueblos, de las culturas, etc), de cuarta
generación (derechos genéticos) y de quinta generación (de la realidad virtual)
no pueden desviar nuestra atención de esa nueva radicalidad en la lucha por los
derechos, comenzando ahora por los derechos de la Tierra y de las tribus de la
Tierra, base para todos los demás.
Hasta hoy todos daban por descontada la continuidad de la naturaleza y de la
Tierra. No era necesario ocuparse de ellas. Esta situación se ha modificado
totalmente, pues los seres humanos, en las últimas décadas, han elaborado el
principio de autodestrucción.
La conciencia de esta nueva situación ha hecho surgir el tema de los derechos
humano-socio-cósmicos y la urgencia de que si no nos movilizamos para los
cambios, la cuenta regresiva del tiempo irá en contra nuestra y puede
sorprendernos un bioecoinfarto de consecuencias devastadoras para todo el
sistema de la vida. Tenemos que estar a la altura de esta emergencia.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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