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lunes, 11 de marzo de 2013

Disyuntivas de Benedicto y Cónclave entre dos aguas Juan Masiá, teólogo

¿Logró, con su decisión, desacralizar el papado?
Hasta poco antes de su despedida final nos dejaba perplejos
Aunque Joseph Ratzinger fue durante 24 años mano derecha y segundo de a bordo de Juan Pablo II, se notaba su sintonía con Pablo VI, sobre todo a la hora de dudar y elegir.
Al diplomático Papa Pablo se le calificó de Hamlet por sus incertidumbres a la hora de tomar decisiones como la Humanae vitae que dejaban insatisfechos a revisionistas y tradicionales.
También el Papa teólogo registra en su trayectoria una serie de perplejidades ante la disyuntiva entre acelerar o dar marcha atrás.
Cuando Ratzinger escribía Momentos brillantes del Concilio (1966), no se recataba afirmar que “catolicidad no significa latinidad”. Alababa el teólogo bávaro la “visión de futuro” del documento conciliar sobre liturgia por la participación comunitaria y el uso de la lengua vernácula. Pero, ya de Papa, Benedicto XVI publica, en 2007, la disposición sobre la misa en latín, intentando sin éxito ganarse a la oposición lefebvriana.
Escindido entre la clarividencia del renovador y la nostalgia del restauracionista, sufriría a menudo por no salir de la disyuntiva.
Cuando la asamblea conciliar rechazaba en 1962 las propuestas de las comisiones preparatorias, la voz de Ratzinger asesorando a obispos sonaba al unísono con las de Rahner, Schillebeecks, Küng y otros revisionistas para pedir el cambio. Los documentos redactados por la burocracia de la Curia romana “se apoyan, decía por aquel entonces el joven Ratzinger, en una teología en latín del último siglo, en continua lucha contra la modernidad y tienen una visión estrecha, incompatible con la catolicidad”.
Pero un cuarto de siglo más tarde, ya como Presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger apadrina con la publicación del Informe sobre la fe (1984) la corriente involucionista de restauración y condiciona el Sínodo extraordinario de conmemoración de los veinticinco años del Concilio (1985) para alentar la marcha atrás de su implementación. En los años siguientes, coordina el Catecismo (1992), donde predomina la teología romana que había sido tan criticada en los días del Concilio. ¿Se había ido al otro lado del péndulo o no salía de la disyuntiva?
En uno de sus primeros discursos como Papa ante la Curia, cuestiona Benedicto XVI la interpretación del Concilio. Insiste, por una parte, para dolor de reaccionarios, en que no hay marcha atrás; reivindica la libertad religiosa, la apertura al ecumenismo, el encuentro interreligioso y el diálogo con el mundo de hoy.
Pero recalca, por otra parte, con pesar para la teología avanzada, que el Concilio no significó la más mínima ruptura con la tradición y culpa a los medios de comunicación por escenificar con deformación exagerada las luchas en el interior de la iglesia. Renovación, pero sin reforma. O reforma, pero sin ruptura.
Ni satisface a integristas, ni convence a revisionistas. Persiste la disyuntiva entre nostalgia del pasado o lucidez ante el futuro.
¿Consiguió el hoy Papa emérito, romper al fin la disyuntiva con su renuncia? ¿Logró, con su decisión, desacralizar el papado? No sabemos. La casa pontificia apoyó su retiro dentro del mismo Vaticano, como Papa emérito, y planeó su último adiós con lo que se ha llamado una “necrológica en vida”.
En sus últimos días de pontificado parecían acentuarse las disyuntivas entre hacer caso a la voz de la inteligencia o la del cuerpo, entre la necesidad de adoptar decisiones reformadoras y la de pasar el testigo al sucesor.
Insistió repetidamente en su debilidad física y mental para acometer la tarea de reforma pendiente en la iglesia. Pero sorprendió su energía corporal y lucidez mental durante la larga exhortación al clero romano; no fue un simple adiós, sino una reflexión amplia sobre el Concilio Vaticano II, improvisada sin papeles. Hasta poco antes de su despedida final nos dejaba perplejos, diciendo en su discurso que no renuncia al compromiso adquirido al aceptar el papado y, al mismo tiempo, que se retira de la vida pública. Si él no resolvía la disyuntiva, tampoco su entorno curial que, a la vez que anula su anillo y reconoce que ya no es Papa, sigue tratándolo como Papa emérito y no se atreve siquiera a llamarle reverendo don José.
¿Seguirán estando tales disyuntivas como telón de fondo en el Cónclave, acentuando el temor de los electores, tanto ante reformas como ante frenos, obligándoles a medias tintas de compromiso diplomático? ¿Optarán los cardinales electores por un candidato gris que prolongue la inveterada costumbre de la diplomacia vaticana: sí, pero no; no, pero sí? ¿Se apuntarán con pretexto de conciliación, a apostar por una de esas vías medias que acaban en inmovilidad de ultraderechas disfrazadas de centro? ¿Caerán en la tentación de naúfragos aferrándose a lo que parece seguro? ¿O tendrán la audacia de prestar atención a la vox populi, que en este caso parece estar más cerca que nunca de ser vox Dei?

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