fe adulta
Tengo para mí que una de las metáforas más adecuadas para entender nuestro momento cultural es aquella que habla del “regreso a casa”. Aunque hay demasiados ruidos en esta sociedad incierta y estresada que parecen ahogarla, no resulta difícil percibir un anhelo que se expande y que puede resumirse en esta expresión: “Ven a casa”.
El ser humano anhela vivir en casa y, a mayor lejanía de la misma, más fuerte es el sentimiento de nostalgia. Pareciera que nos hemos hecho expertos en el arte de entretenernos, compensar, correr, huir…, vivir en la superficie. Las múltiples actividades, los crecientes pretextos para distraernos, los condicionamientos mentales y emocionales de cada cual parecen jugar a favor de una vida marcada por la superficialidad e incluso la inanidad. Con frecuencia, nos resignamos a sobrevivir y dejar pasar el tiempo.
Y, sin embargo, a poco que prestemos atención -en medio de alguna crisis o, simplemente, en un breve “descuido” por nuestra parte-, vuelve a hacerse presente el anhelo -la voz interior, el “instinto de vida”, el maestro o maestra interior- que una y otra vez susurra: “vuelve a casa”.
En la vida de la persona se produce una transformación radical cuando es capaz de experimentar, en sí misma, ese “lugar” interior al que nos referimos con la metáfora de la “casa”. Un lugar de quietud, en medio de cualquier oleaje; de calma, en medio de cualquier tempestad; de luz, en medio de cualquier oscuridad; de gozo o alegría serena, en medio de cualquier malestar o angustia… Ese es el lugar donde, finalmente, nos reconocemos a nosotros mismos: ahí nos sentimos ser, más allá de lo que hacemos. Y solo ahí es posible el descanso, en el sentido más hondo de esa palabra. Y es justamente de ese lugar de donde sale la invitación que nos repite: “vuelve a casa”. Quien lo ha experimentado, sabe que ese es el tesoro escondido -tan cercano, tan íntimo- capaz de transformar nuestra vida, nuestro modo de ver, de relacionarnos y de actuar.
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