Para Ermes Ronchi, este drama es que el Dios de la religión (cristiana) se ha desligado del Dios de la vida. O dicho de otra manera, la imagen extendida de Jesús es la de la frecuentación del templo, y no la de frecuentar los caminos de la vida; si Dios sigue seduciendo es porque habla entre nosotros el lenguaje de la alegría. Al fin y al cabo, su mensaje fue el de una Buena Noticia.
Es preciso repetirnos esta pregunta: ¿En qué Dios creemos? ¿A qué Dios seguimos? Las normas de la institución eclesial se han ido imponiendo a la verdadera norma evangélica consistente en una relación madura con Dios y con el prójimo a través del amor. Y este deslizamiento de lo esencial, se ha hecho fuerte con el tiempo en los ritos hasta convertirse el envoltorio en la norma fundamental a seguir, tantas veces presentada en tono amenazante.
El drama de nuestra fe es que no reflexionamos lo suficiente sobre el paralelismo evidente entre lo le ocurrió a Jesús y lo que ocurre ahora mismo con sus seguidores. Le mataron los defensores de la legalidad que prevalecía a toda costa por encima del mensaje que atesora. Aquello fue muy parecido a lo que podemos constatar en todo tiempo sobre la tentación de deslindar la religión formalista, cuyo fin está en sí misma, de la vida en la que Dios se manifiesta; es en lo cotidiano donde Dios salva.
La sanación es una constante del evangelio. Dios es amor y no cambia ni desfallece en su relación amorosa con cada persona, digna de amor por serlo. Y a partir de aquí es posible aprender a vivir desde la experiencia de que Dios salva y sana. Y solo es posible vivirlo así cuando nos abrirnos a su amor. Esta es la puerta para acertar, con su gracia, en la actitud con nosotros y con los que nos rodean.
“Creer qué” o “creer en”, esa es la cuestión. Nuestra fe no es un saco de normas sino una experiencia de amor que nos lleva a la plenitud. A Jesús lo matamos cada vez que anteponemos las seguridades del cumplimiento ritualista al difícil camino -pero liberador- de la práctica de la compasión y la misericordia.
Jesús no rehuyó el cumplimiento de las normas establecidas excepto cuando se utilizaron como coartada para tergiversar la verdadera voluntad de Dios. Jesús fue asesinado porque comenzó a tener éxito en su cuestionamiento de una religión que predicaba lo que no se cumplía hasta el punto de que los fieles vivían convencidos de que el verdadero Dios era alguien temible, justiciero e inmisericorde, más cercano a condenar que a salvar. En realidad, esta sigue siendo una imagen muy alimentada de Dios a semejanza de quienes la defienden y utilizan sus normas como fin en sí mismas, fuente inagotable de poder y seguridad.
Sorprendentemente, los excluidos de su tiempo le escucharon y le siguieron mientras que los entendidos en las leyes de Dios, los pastores que guiaban al pueblo elegido, se convirtieron en sus acérrimos enemigos. Y este sigue siendo el drama de nuestra fe.
Las tensiones de poder en el Vaticano y en todo lo que rodea la cúpula que dirige la Iglesia, está marcada por los mismos pecados que mostraron las autoridades que convivieron con Jesús, al que convirtieron en un excluido porque su actitud de amor con todos les obligaba a ver las escrituras desde otro ángulo y a cambiar el centro de su religión: vieron como peligraba su posición de poder social y personal y prefirieron defenderla con calumnias, involucrando a Pilatos para que le matara como a los peores delincuentes. Lo mismo que está pasando ahora con los mártires de los derechos humanos, pasto de la indiferencia o vistos como peligrosos desestabilizadores sociales, tal y como le ocurrió a Jesús.
Las víctimas, los pobres y los menos favorecidos en tantas cosas son lugares teológicos para un cristiano. Puede ser una opción política, pero también es por derecho propio verdadera religión cristiana cuando se actúa por amor: iluminar más que brillar, que el brillo acontece por añadidura.
Hoy como nunca, las religiones están cuestionadas, incluso la católica, porque muchos buscan a Dios y no encuentran en ellas lo que su corazón anhela. Y demasiadas veces la causa en la inconsecuencia que escandaliza hasta poner en cuestión la verdadera Buena Noticia. Mientras no haya una conversión radical intramuros, Francisco y los que sienten el Evangelio como él, seguirán siendo vistos como un peligro para la religión en lugar de como unos profetas que iluminan lo que Dios quiere. Entre tanto, los templos vacíos son el signo palmario de tanta inconsecuencia.
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