Vivir no es fácil. No elegimos la existencia, fuimos traídos a ella, por un conjunto de circunstancias, mezcla del azar y de la intervención humana. Y, dentro de ambos, está -decimos los creyentes- la Providencia divina. Somos seres contingentes: de no darse esa conjunción en el espacio y en el tiempo, no habríamos llegado a la existencia. De ahí que muchos autores clásicos hablaban de la culpa de haber nacido. La vida es un don con caducidad inexorable, pero en fecha desconocida.
Hay quien se extraña de que personas creyentes puedan tener miedo a la muerte. Otras no temen ese instante, pero manifiestan su temor al proceso de morir, si resulta extremadamente doloroso o prolongado. Suele decirse que cuando un enfermo es consciente de su próximo fin, pasa por tres etapas: negación, lucha y aceptación. Pero el miedo a dejar la vida, común a muchos creyentes o increyentes, es un temor psicológico, existencial. Enfrentarse con ese final inevitable y común a todos los seres vivos, revela la tragedia de la finitud. Un creyente auténtico es quien, en expresión de Hans Küng, espera descansar en el Misterio de la misericordia divina, a pesar de sus dudas e inseguridades.
¿No hemos de vivir plenamente, sin acobardarnos encerrados en recuerdos asfixiantes del pasado, ni temiendo futuros posibles que probablemente no lleguen a la realidad? Saborear cada instante del presente que es lo único que tenemos, aunque esté preñado de posibilidades heredadas del ayer y de proyectos para el mañana. Y ese vivir a plenitud es con-vivir; los seres humanos no podemos existir en soledad, aunque necesitemos espacios de soledad y de silencio para entregarnos de lleno a nuestra realidad de relaciones con otras personas y demás entes del mundo, en diálogo de palabras y contactos.
Hace poco escuchábamos a un amigo médico, pero jubilado activo pues sigue aplicando voluntariamente sus conocimientos médicos a asociaciones y personas que los necesitan. Dijo que los males de nuestra sanidad derivan de que hay pocos profesionales y muchos proletarios. No creo que tuviera una intención clasista, como si ser médico fuera una casta superior a los demás trabajadores. Más bien aludía a quienes ejercen su trabajo llevados de su vocación de servicio y no motivado sólo por la remuneración y por realizar su trabajo pensando en el cumplimiento del horario fijado. Cierto es que hay médicos que miran a sus pacientes, escuchan sus dolencias, se esfuerzan en el reconocimiento directo antes de cualquier prueba de diagnóstico, no miran el reloj, sino que, a través del diálogo terapéutico, curan más que con las medicinas que recetan. Pero el sistema institucionalizado de sanidad no favorece este tipo de conducta; los recortes con la escasez de personal y la rigidez de los minutos a "perder" con cada paciente impulsan a una práctica cada mi más despersonalizada. Y esto que experimentamos en el aspecto sanitario, ¿no se produce cada vez más en casi todos los aspectos de la vida?, ¿no es fruto del sistema neoliberal con su mercantilización de la sociedad, por su competitividad y búsqueda del máximo beneficio a corto plazo?
Conforme aumenta nuestra edad y superamos la fecha de la jubilación, nos puede resultar más difícil contestar a la pregunta ¿cuál es tu profesión? De la que ejercimos ya somos unos ex, aunque el aprendizaje adquirido en ella forme parte de nuestra biografía. Identificarnos como jubilados es reconocernos como sin profesión. ¿No es el tiempo para descubrir -si no lo habíamos hecho antes- nuestra más profunda y auténtica profesión: la de vivientes? Las anteriores no pasaban de ser profesiones minúsculas que no desvelaban nuestra identidad más radical. Pero ser Vivientes no es fácil, hay muchos, jóvenes y mayores, que no pasan de ser Sobrevivientes: personas que son arrastrados por los avatares que les suceden, que no han empezado a ser protagonistas de su propia existencia. Hay los también Vividores: sólo piensan en sí mismos y emplean a los demás como meros instrumentos para sus fines; el goce inmediato, su nula resistencia a la adversidad y su incapacidad para la empatía les convierte en parásitos sociales. Y ¿no podemos llegar a ser Vivientes auténticos que hagan de la vida su profesión, al descubrir su sentido pleno: amar a quienes nos rodean, luchar por un mundo justo y merecer ser amados?
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